Ribeira Sacra orensana

 Santo Estevo de Ribas do Sil

Salimos de la capital nuevamente bajo la lluvia. Vemos ahora el puente en toda su rotundidad ojival sobre las aguas de un Miño manso. Nuestro destino está a tan sólo 30 km de distancia, pero pronto la carretera empieza a estrecharse, se va llenado de curvas cada vez más cerradas que suben y bajan por lomas que me desorientan. Las lluvias parece que han dejado paso definitivamente al otoño y el firme está alfombrado de hojas secas con infinidad de ocres en sus tonos muertos. Y en lo alto, los verdes de hace quince días empiezan a amarillear. Si de repente brilla el sol, se ven los primeros azafranes, los tonos teja, los rojos apagados. Empieza el festival de los robles, los abedules, los castaños, los laureles. Y de pronto, en una curva del camino, en la hondonada, aparece el conjunto monástico que venimos buscando, Santo Estevo de Ribas do Sil. ¿Qué llevó a los monjes a construir semejante artefacto tan lejos de la civilización? Si fue el deseo de retiro, a fe que lo consiguieron. También las pesqueras, los sotos, las riberas, que acabarían siendo plantadas de vides, el molino, los secadeiros de castañas, tendrían su importancia. Empezó a construirse en el s. XII, románico, y acabó con la fachada ya en el s. XVI, con lo que los estilos van variando en su interior. Fue el más importante de la zona hasta que cayó en el abandono con la exclaustración que se produjo en el s. XIX. 

Hay un aparcamiento gratuito para los alojados, que en verano debe de estar completo casi siempre. No es el caso ahora. La fachada de entrada al edificio es de imponente granito, de un barroco armónico y nada excesivo. La entrada al claustro frontero, un enorme rectángulo renacentista, es sorprendente por las tres alturas del mismo y el cierre al fondo todo acristalado, con las tejas rojas, desde que se restauró para convertirlo en Parador en 2004; el césped verde y unos enormes árboles copudos, frente a otro completamente desnudo, adornado con ristras de luces y con dos esculturas justo al pasar la recepción completan el marco a la llegada. Es conocido como el claustro de los Caballeros. A la derecha queda la escalera de honor, cuya caja alcanza las tres plantas.





























A la derecha de la recepción se abre el conocido como claustro de los Obispos, que se inicia románico y se concluye gótico. Sus grandes losas en el suelo lucen brillantes y reflejan pináculos y cresterías. Más arriba ya luce un cielo tímidamente azul. Hay todavía otro claustro, conocido como el de Viveiro, más pequeño, también renacentista, marcadamente armónico. Y aún uno más, llamado el de las cocinas, cubierto, en cuyo centro se hallaba  el hogar. Todo ello lo vamos descubriendo entre el asombro y la fascinación por lo bien que nos parece que ha sido hecha la restauración.
















Las habitaciones aún no están listas, así que dejamos las maletas y salimos para hacer la excursión "de los miradores", algo que parece obligado. Vamos cubiertos por el follaje del bosque, atentos a los carteles señalizadores. El primero que vemos indicado es el de Vilouxe. Se aparca el coche y se camina un kilómetro por una senda encharcada, hasta que llegamos a la cortada desde la que se divisa la enorme uve que traza el Sil allá abajo, con una aguas que parecen plomo fundido, porque su superficie apenas se mueve como si se hubiera hecho más densa. Por encima la niebla flota en medio de la nada. La altura produce auténtico vértigo, aumentado por la ausencia de barandillas. Hay que abrir el paraguas. Con sol la vista debe de ser magnífica, pero con la bruma con que la vemos tiene algo de inquietante, paisaje de meigas voladoras.



















El siguiente es conocido como el mirador de Castro. Éste está más acondicionado y han levantado una balconada de metal perforado, voladiza sobre el precipicio, lo que acrecienta las sensaciones. Las lomas peladas que conducen encajada la corriente parecen lomos de animales prehistóricos anfibios, endurecidos por el paso de los siglos, que pudieran permanecer sumergidos. La niebla ha levantado un poco y ahora el río es de estaño apagado, mate. 

Antes de seguir la excursión, propongo un alto para tomar una cervecita en un colmado de los de antes, de los que tenían absolutamente de todo y que encontramos en Parada do Sil. Lo regenta un chico joven de mi edad, que nos ofrece unas lonchas de queso del país. Ha salido el sol y el invernadero que sirve de terraza está lleno de macetas y aperos. Hay incluso un viejo alambique, antiguas planchas de carbón... 


Si ya nos había parecido un reto la ubicación de Santo Estevo vista desde lo alto a nuestra llegada, todavía hay motivos para mayor asombro al encontrarnos con  Santa Cristina de Ribas de Sil, situado en un soto, en el que los benedictinos, dependientes del primero citado, se dedicaban a las castañas y a la vid. Ahora está prácticamente abandonado, aunque se puede visitar. La iglesia románica, con entrada abocinada y de nave única, con cubierta de madera sobre las ojivas, es un claro ejemplo de transición; se cierra con un ábside iluminado con pinturas tras el altar. Sobre la puerta principal, el rosetón. Ha sido claramente restaurada en 1986.





























Al claustro, también restaurado, que se encuentra a la izquierda de la iglesia, junto a una torre de homenaje extraña en este tipo de construcciones y que debía de servir de campanario a la vez que baluarte defensivo, se accede por un arco único lobulado, bellísimo. Quedan sólo dos laterales de arcadas y una parte superior que debía de ser conventual. Somos los únicos visitantes, lo que acrecienta la sensación de haber sido trasportados a otra época. 
 




























Para acabar de crear esa atmósfera feérica, la vegetación ayuda lo suyo. Hay un viejo ¿roble? que se ha convertido en una especie de altar al que se le han añadido imágenes y exvotos. No cabe duda de que, aunque no los veamos, el bosque está habitado por trasgos, por lo menos.























Y volvemos a Parada, a comer en el "Mercedes". Nos sirve un muchacho cuyo acento no acierto a identificar. Me dice que es portugués, aunque habla perfecto castellano. Es amable y aconseja bien: caldo gallego espeso, de sustancia, oreja con pimentón, huevos rotos con jamón y croquetas caseras, que están mortales. Esta vez el vino es un Protos. Acabamos con leche frita y tarta de queso al horno. Creo que tampoco esta noche podremos cenar. Seguimos después por la ruta de los miradores hacia el conocido como los "balcones de Madrid", tallados en piedra granítica. El tajo es tan profundo que el sol ya no llega hasta su fondo. Al menos no llueve ya.
























Nos dirigimos después hacia Xunqueira, donde ya estuvimos y, de camino a Esgos, el gepeese se descontrola, tal vez por la orografía, y nos perdemos. No hay nadie a quien preguntar. Las aldeas están vacías. Y la carretera, cortada por obras, sólo permite el paso a los visitantes. El bosque se va cerrando sobre nosotros y no sabemos dónde acabaremos. Mi inquietud de conductor entrado en años se acrecienta, porque me noto cada vez más cansado. Llegamos por fin a San Pedro de Rocas, último de los "deberes" impuestos por mi hermano, cuando el cenobio ya está cerrado. Es del s. VI, de la época sueva, probablemente el más auténtico de los visitados hasta ahora. El campanario rupestre está situado en lo alto de una roca pelada. Hay también tres capillas trogloditas a las que ya no llega la luz. El lugar es muy "romántico", en el sentido que daban los escritores de esa época a este tipo de espacios, alejados de los seres humanos, envueltos en una atmósfera brumosa, agreste, y en cuyo suelo todavía se distinguen tumbas excavadas en el granito por los mismos monjes que luego serían allí enterrados. Ahora están llenas de agua. La verdad es que mi capacidad de disfrute, después de la tensión pasada, ha ido disminuyendo. Tengo ganas de volver.




















Al llegar al Parador nos dan la llave de una habitación monacalmente fastuosa. Tras un rato de reposo curioseamos por los distintos salones, decorados como suelen estar estos lugares, y bajamos al claustro acristalado a tomar  la "copa de bienvenida" y comentar todo lo que hemos vivido. Es claro que muchas de las imágenes quedarán en nuestra retina de forma perdurable. 





















El claustro grande, iluminado ahora, tiene un aire navideño. Sin embargo en el claustro gótico la lluvia cae con un rumor sedante que me aporta la necesaria serenidad para poder dormir bien. Ha sido un día duro. 

José Manuel Mora.




Comentarios

Concha. ha dicho que…
Me has dejado patidifusa. ¡Y yo que creía conocer Galicia. Pienso que leeré muchas veces esta página, hasta que me la sepa de memoria. ¡Vale la pena!
Concha.