Corazón
No son demasiados los escritores a los que vuelvo. Tan sólo aquellos que me gustaron tanto que me parece bien reincidir, a pesar de tener tanto por descubrir al ver las atestadas mesas de novedades (¿crisis?, ¿qué crisis?). Es cierto que también ha tenido que ver la recomendación de mi amigo Pascual, que suele ir por delante. Abad Faciolince, Héctor. Salvo mi corazón, todo está bien. Barcelona: Penguin Random House, Grupo Editorial, 2022; 355 págs., con una bella imagen en la cubierta de un tal J. Pool. Viene introducido por una dedicatoria a "Cecilia Faciolince, con el amor de un hijo descreído a su madre creyente" ([pág. 7]) y tres citas relativas al músculo que nos mantiene vivos de W. Harvey, R. López Velarde y F. Pessoa.
El escritor colombiano (Medellín, 1958), del que ya dejé nota biográfica en las dos reseñas anteriores, El olvido que seremos (2006) y La oculta (2015), cuenta una historia "ficticia", que se desarrolla íntegramente en la ciudad de Medellín, que conoce bien, y en una nota bene final advierte que las semejanzas que pudieran darse con la figura de Luis Alberto Álvarez, "un sacerdote extraordinario, un cura bueno de quien fui amigo" (pág. 354), son ciertas y responden a lo que libremente él ha querido transformar en literatura, a partir de los recuerdos de las personas que lo conocieron y del testimonio real de Aurelio Sánchez, Lelo en la narración y narrador él mismo, compañero de vida y ministerio de El Gordo, Luis Córdoba, figura central de la historia. El propio autor confiesa que durante la escritura del libro, en plena pandemia, enfermó y hubo de someterse a una operación a corazón abierto, lo que lo llevó a informarse a fondo del funcionamiento de la víscera fundamental de nuestro organismo, que es la primera en latir y la última en detenerse. Ello le permitió mezclar la ficción con su propia realidad a través del personaje, quien en su juventud le enseñó a ver cine. Abad, al igual que Joaquín, el marido de Teresa en la historia, se acababa de divorciar y ambos, escritor y personaje, prestaron la casa al cura enfermo.
El tal Córdoba es un sacerdote en la cincuentena, que necesita un trasplante de corazón, razón por la que ha de dejar la casa común de los cordelianos, orden a la que pertenece, y trasladarse a una sin escaleras, donde deberá convivir con la dueña, Teresa, una italiana trasplantada a Colombia, casada allí y con dos hijos pequeños, y con Darlis, cocinera y encargada de la casa, quien también aporta una niña pequeña. Surge así una extraña familia, la de un varón comprometido con su celibato, que descubre las delicias de la paternidad y de la relación con dos mujeres de campeonato, mientras su vida pende de un hilo. ¿Qué ocurre en las personas cuando saben que su vida se fragiliza hasta extremos inconcebibles?¿Qué hacer con el tiempo de que disponemos? Algo así se planteaba Kurosawa en Ikiru (1952), de la que vi hace poco una nueva versión británica Living. En la novela el Gordo decide disfrutar de lo que nunca tuvo, una vida familiar, aunque no estuviera legalizada; "la verdadera dicha es una familia" (pág. 286), dice Luis, a pesar de su sacerdocio. De hecho, señala que "yo ya he formado con Aurelio una familia atípica" (pág. 318), bien es verdad que sin contacto físico.
El libro se estructura en tantos capítulos como letras tiene el abecedario. Incluye una novedad: gracias a códigos QR el lector puede escuchar algunas de las piezas musicales que se citan. ¡Oh, la técnica! El escritor es poco dado al adorno estilístico. Lelo, el supuesto redactor de los sucesos, advierte: "Yo debo narrar los hechos sin poesía" (pág. 311), para que Joaquín, el exmarido de Teresa, sea el que acabe conformando el libro sin demasiado orden, ya en 2021. El estilo es sobrio, menos adornado que el de La Oculta. Hay sin embargo una intensidad y una pasión puestas en lo narrado, como homenaje al cura que fue real, a sus dos pasiones, el cine y la ópera, dos formas de la belleza y el arte. Y ya al final, Lelo dice en público: "El suyo fue un mensaje constante a favor de la apertura mental, la alegría, la tolerancia y el amor en todas sus manifestaciones, no con una mente inquisidora ni moralista, sino con una mente libre y abierta a todas las inclinaciones, a todos los sentimientos humanos que existen y no se pueden negar" (pág. 348). Esta misma idea parece ser la del autor quien, tal vez fruto de su experiencia quirúrgica siempre traumática, considera que "el único pecado que se puede cometer es [...] el de no ser felices en la vida y con la vida, y que ser felices consiste en no apartarse nunca de lo que amamos" (pág. 348). Concuerdo absolutamente con la fórmula.
José Manuel Mora.
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