ARCO 2023

ARCO como excusa

Hacía muchos años que habíamos dejado de asistir a ARCO. Lo que en los 90 era un signo de modernidad, de ruptura con las convenciones, fruto de la Movida, se fue convirtiendo en un ritual falto de aliciente por repetitivo, por la carencia de obras clásicas o novedosas, sustituidas por performances, o por videoarte y otras lindezas. Dejamos de ir hará por lo menos una docena de años. Esta vez, la  visita se ha convertido en una excusa para volver a Madrid, donde siempre hay tanto que ver.

Anunciaban frío y veníamos preparados, pero Chamartín, el tren ya no para en Atocha, nos recibió con sol espléndido, y temperaturas alicantinas. Como suele suceder cuando venimos, mi hermano ya nos tenía preparada una vista, en esta ocasión a la Casa de México. La primera planta está formada por la exposición permanente: piezas de cerámica, tapices, tallas de madera, todo con el sabor de allá, para mí tan reconocible, tan evocador de lo vivido con mi amiga Soco y con mis antiguas compañeras de lectorado bordelés, Reyna Malvárez Swain y Blanca Angélica Gómez Vega, que tanto nos agasajaron en nuestra visita. 



















En la segunda se suceden exposiciones temporales. La de la fotógrafa Flor Garduño acababa de clausurarse y en esta ocasión se inauguraba una titulada "Luchadoras", con una serie de propuestas bien curiosas: fotografías, cerámicas, tapices, instalaciones, que daban cuenta de cómo México sigue haciéndose un hueco en el panorama cultural desde una óptica femenina. 


A la tarde, tras el rato familiar que nos permitió conocer a la segunda sobrina nieta, Nerea, teníamos programada una función teatral en el Centro Nacional de Teatro Clásico, La vida es sueño. D. Pedro revisitado, que le dicen por un tal Declan Donnellan, quien es gran conocedor del teatro de Shakespeare y ha querido trasladar aquí su experiencia. Es difícil declamar con naturalidad y dramatismo el conocidísimo monólogo inicial de Segismundo. La actuación del actor era por momentos excesiva, en otros conmovedora. La puesta en escena se excedía en movimientos innecesarios y en músicas fuera de contexto en un escenario desnudo. No me llegó. A la salida Madrid brillaba como suele.



La mañana del jueves estaba programada para ver en el Thyssen la exposición antológica de un pintor que conocemos bien: Lucien Freud (Berlín 1922- Londres 2011). Este tipo de presentaciones permite ver la evolución del artista desde sus inicios, más lineal, más desnudo en sombras y trazos, hasta llegar al final, al triunfo de la carne desnuda a través de pinceladas empastadas o de espátulas cargadas de pigmentos mezclados sabiamente: soledad, incomunicación, miradas profundas de amantes, hija, amigos, retratados o también autorretratos, hasta llegar a la inconclusa obra que cierra la muestra, de 2011. Las explicaciones de la audioguía ayudan a mejor adentrarse en lo que vemos. Y emociona la intensidad de su trabajo.
 
























































Justo a la puerta del museo nos aguarda una sorpresa, una especie de pabellón de una marca de lujo italiana. Al ingresar en el interior de un cubo exiguo para la media docena de personas para las que tiene cabida, nos asaltan desde las paredes, el suelo y el techo una serie de colores brillantes en movimiento, que crean formas abstractas unas, figurativas otras, en una experiencia inmersiva que nos deja atónitos y con sensaciones que parecen descolocarnos espacialmente. Sorprendente en cualquier caso.




Y como nos queda algo de tiempo hasta la hora de comer, en la Fundación Mapfre hay otra exposición, esta vez de una pintora británica para mí desconocida, Eleonora Carrington (Reino Unido 1917- Ciudad de México 2011). Rompedora con su estatus social aristocrático, huyó de Inglaterra a Francia enamorada de M. Ernest, desde allí pasó a una España en guerra donde fue violada por un grupo de requetés, lo que le causó un profundo trauma, que se agudizó con su ingreso en un psiquiátrico santanderino. Logró salir y emigrar a México, donde acabó nacionalizándose. Además del Surrealismo, la cultura mesoamericana acabó influyendo en su modo de enfrentarse a las telas, conformado un estilo enormemente personal y sorprendente para su época y aún hoy, con un componente feminista avant la lettre





















Se nos había abierto el apetito y nos llevan a comer a un restaurante, el Roostiq, donde damos cuenta de unos torreznos, unas alcachofas confitadas, pizzas al carbón y pollito fileteado, que nos recomponen bastante, al cerrar con una tarta de queso exquisita. Necesitamos pasear para hacer la digestión y, a pesar de la bajada de temperaturas, nos vamos hacia Rosales. A las ocho tenemos entradas para el Teatro de la Abadía, donde vamos a ver una obra de la que he leído excelentes referencias, El mar. A la salida, aún emocionados, consideramos que sólo por esta representación ha merecido la pena el viaje. Haré el comentario pertinente en otra entrada. 


Y ya en nuestro último día de estancia en la capital, aprovechamos para acercarnos a ver la cabeza de J. Plensa en la Plaza de Colón. Hace un día frío y brillante. La testa blanca de la muchacha de ojos cerrados, de una serenidad subyugante, luce en todo su esplendor contra el infinito azul, ajena al tráfico infernal de la Castellana. Su protagonismo es absoluto.


Un cafelito en el Círculo de Bellas Artes, y casi enfrente, se encuentra la Sala Alcalá 31, ubicada en un antiguo edificio de los años treinta, remodelado, y en el que se realizan exposiciones de arte contemporáneo, de acceso libre. La muestra está dedicada al escultor J. Muñoz (Madrid 1953 - Ibiza 2001). De él hemos visto bastantes cosas, las últimas en Bilbao el verano pasado. Sin embargo el espacio interior que la acoge es tan sorprendente que nos deja fascinados, no sólo por las obras, sino por cómo están ubicadas. Los hombrecillos de rasgos orientales hablan en corro, sonríen, interactúan. Del techo cuelga un hombre suspendido por la boca, en tierra hay algunos de sus conocidos tentetiesos, o figuras que no se adecúan a los estándares de belleza habituales. El recorrido es una fiesta.



















Y antes del plato fuerte  que nos ha traído hasta aquí, nos sentamos a comer en un restaurante con solera, el Cruz Blanca, cerca de A. Martínez, un menú de Cuaresma, garbanzos con bacalao y acelgas y un cazón en adobo, que está de muerte, con un camata que se sabe la tabla periódica de los elementos. Nos reímos un rato. El trayecto hasta la Feria de Madrid, supone una par de líneas de metro hasta llegar a la sede de ARCO, que abre sus puertas a las tres de la tarde.












Y la sensación, después de tanto tiempo, es la de un
déjà vu, la misma aglomeración a la entrada del pabellón, el mismo ajetreo de personas en el interior, la avalancha de espacios de cada galería en la que es imposible orientarse, y obras de distintos formatos, tamaños, materiales; propuestas clásicas, como el Barceló a la entrada, J. Gris, A. López, Tàpies, Millares, Uslé, Feito, Pérez Villalta... y una infinidad de artistas de todos los continentes, más novedosos unos, menos interesantes otros. 





























De todos modos, el espectáculo está también en los pasillos; la fauna humana es sorprendente y la juvenalia vuelve a descubrir el mundo con sus atuendos y actitudes que creen rompedores cuando, quienes venimos desde los noventa, sabemos que está casi todo inventado. Los mismos galeristas, o las personas que han sido contratadas para atender a posibles clientes, parecen formar parte de la performance. Incluso lo que se sabe que será lo más fotografiado, no deja de sonar a intento casi infantil de épater le bourgeois, que puede provocar la interacción de los visitantes. 















Salimos derrotados y felices, sabiendo que habrá propuestas que hemos dejado atrás sin haber coincidido en el pasillo adecuado. Da igual. Hemos cumplido con el ritual y lo hemos disfrutado. Aún quedan fuerzas para unos pinchos en el Sagarretxe, cerca de Olavide. Está atestado, que para eso es viernes. Han sido tres días bien aprovechados. Mañana, de nuevo rumbo a la Terreta.

José Manuel Mora.



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