Hacia Nápoles

La bella Napoli

Coincidimos con los Parrotta en el desayuno. Todo son agradecimientos y buenos deseos para su viaje de "novios". El hermano de Michele nos ofrece compartir una de las berlinas negras para llegar a Roma Termini. Es domingo y hay reducción de líneas de metro. Las taquillas con personas han desaparecido prácticamente y uno ha de entenderse con las máquinas de biglieteria. Menos mal que Corrado nos ayuda a desenvolvernos. Los Frecciarossa son trenes cómodos, rápidos, puntuales, de escasas paradas. En poco tiempo estamos circulando en paralelo al mar. Y sin darnos cuenta, estamos entrando en Nápoles, tres millones y medio de habitantes. Inabarcable. Como todas las grandes ciudades, sus arrabales son feos. Mucha construcción barata para albergar a la clase trabajadora en los años sesenta, que se amontona en torres sin gracia, degradadas muchas de ellas, sin espacios verdes, tapándose unas a otras el poco azul del mar, tan cerca, tan lejos. En la misma estación central, que es a la vez centro comercial, se toma el metro, que baja a profundidades enormes, con escaleras mecánicas que se cruzan como en un juego sin fin de espejos que las multiplican. En tres estaciones llegamos a "Municipio". Estamos a tiro de piedra de uno de los elementos más característicos de la ciudad, su Castel Nuovo. Y muy cerca también del que será nuestro B&B, de nombre divertido: "Napolit'amo", con una recepcionista que es filóloga y que nos da mapas y unos primeros consejos. Al ser domingo, hay muchos restaurantes cerrados a la hora en que hemos desembarcado. Lo hacemos cerca del ostello, en un restaurancito sin demasiada gracia.  Tras descansar un poco, salimos a tomar posesión de la ciudad. 


El tráfico es infame y se ve dificultado por las obras que se llevan a cabo en el Castello, enorme fortaleza junto al mar, levantada en el s. XIII, pero que fue ampliándose y remodelándose con el paso de siglos y reyes. El imponente arco de triunfo en mármol blanco, se alza en medio de la oscuridad de los torreones, con lo que el contraste es magnífico. Lo mandó construir Alfonso de Aragón ya en el s. XV, lo que se evidencia en su decoración plenamente renacentista. La impronta de la corona aragonesa sigue muy presente en lo que fue virreinato. Nos dirigimos hacia uno de los teatros de ópera más importantes de Italia, junto al milanés de Alla Scala y al palermitano Teatro Massimo: se trata del Teatro S. Carlo, cerrado por estar siendo restaurado. Frente a él se abre la espectacular Galleria Umberto I (1890, según reza en el frontispicio de la entrada), que parece querer rivalizar con la Vittorio Emmanuele de Milán. La luz declinante de un atardecer algo nublado se filtra por la techumbre de cristal. Terrazas, tiendas de marca, paseantes, turistas, todos se concentran sobre ese suelo amarmolado, que tiene el diseño de muchas iglesias italianas. 


La cruzamos para llegar a la famosa Piazza del Plebiscito, que es un hemiciclo inmenso, con columnata dórica, y que ha experimentado enormes transformaciones hasta adquirir en el XIX el aspecto actual; la última, que un alcalde decidiera convertirla en peatonal, lo que permite que sea lugar de paseo, espacio para mítines, conciertos y celebraciones ciudadanas. Frente a la columnata se alza el Palazzo Reale, que alberga un Museo Civico que ya está cerrado y que veremos si podemos visitar. Desde la plaza parten las grandes vías de la ciudad, con las que acabaremos familiarizándonos. 

Pero nuestro objetivo es llegar al Lungomare, un extenso paseo marítimo, que mira al Golfo de Nápoles, con un Vesubio de carta postal al fondo. Edificios nobles, hoteles de postín se asoman al atardecer. La acera que bordea el pretil está atestada de personas de todas las clases sociales, de todas las razas, de todas las condiciones. No es tanto turística, que también, sino para domingueros locales. Se alternan los puestos de comida rápida, con tenderetes de "jipis", gente que toca o canta. Resulta difícil hallar algo de espacio para hacer una foto. Las nubes empiezan a filtrar un ocaso de oro, al que miran algunas parejas, o grupos de jóvenes, o solitarios abismados en sus pantallitas, sin hacer caso a algo que debe de ser habitual para ellos. 



Llegamos a otro de los monumentos que señalan las guías, aunque ya casi sea noche cerrada: el Castel dell'Ovo (s. XIII, que fue fortificado con nuevas torres en sucesivas modificaciones, la última del XVI, con el aspecto actual, restaurado en 1975), situado sobre un islote no demasiado elevado, y que alberga ahora espacios expositivos en su interior y una marina con restaurantes y pantalanes para pequeñas embarcaciones. Más allá, por donde se cierra la bahía, el cielo se ha convertido en un potente Rothko, aunque con menos matices: El grisoscuro, casi negro, se va convirtiendo en carmín, luego en un fogonazo que se cierne sobre las primeras ventanas encendidas de esa parte de la ciudad. El sol parece haber decidido suicidarse definitivamente.




















El resto de la passeggiata vespertina lo habremos de hacer ya de noche cerrada. Pero es domingo y eso se nota en la animación de calles y terrazas. La Via Chiaia es una de las arterias comerciales, con marcas internacionales y buenos escaparates, decorados con esa elegancia tan italiana. Un alto en una cafetería para tomar un café y un baba, un bizcocho bañado delicioso, no sé si más o menos peligroso que los cannoli sicilianos. Seguimos entre palacetes deteriorados, puertas pintarrajeadas con supuestos graffitti, decadencia a todo trapo. Desembocamos de nuevo en Plebescito, ahora iluminado de forma cambiante, lo que le da otro aire, completamente diferente al que le vimos antes. El hecho de que esté totalmente vacía le da otra dimensión.


Y comenzamos a subir por la que luego acabaremos descubriendo que es el eje longitudinal de la ciudad, su arteria principal, Via Toledo. Se encuentra más atestada aún que el paseo marítimo, no hay que olvidar que es domingo. El hecho de que sea peatonal también ayuda a que sea el lugar donde la gente puede pasear, encontrarse, socializar a la manera italiana. Vagamos sin propósito hasta desembocar en una plaza en la que aparece un edificio de fachada negra con almohadillado renacentista y una columna votiva barroca en su centro dedicada a la TVs recuerda a otra del estilo vista en Viena. Es la Piazza del Gesù
















Y en uno de tantos palacetes decadentes, por lo deteriorada que aparece su fachada, entramos en su cortile, al ver un letrero que anuncia la existencia de un Art Gallery. En la segunda planta escuchamos las notas de un piano enérgicas, vibrantes. Las seguimos hasta descubrir que el instrumento se halla en una sala de color rojo intenso, claramente pompeyano, que pretende ser una villetta, con columnas falsas,  doradas, adosadas a los muros. Un muchacho toca sin partitura pero con apasionamiento para una pareja que escucha en un rincón, y un par de chicas que aplauden a rabiar al final. Son claramente sus fans. Nos sentimos atrapados por el momento, la música y el ambiente creado. Todo resulta extraño, casi mágico, como el jardincillo cuajado de lucecillas y veladores ocupados por algunas parejas silenciosas.













Desde la Piazza Dante, con el poeta en su pedestal, vamos bajando hacia la universidad por callejones inmundos algunos, otros, llenos de mesitas para cenar. No cabe duda de que es una ciudad de contrastes. Se nos hacen las diez para llegar al "Signora Bettola", el restaurante que nos han recomendado en el B&B. Hay que hacer cola en la calle porque está completo. 

Al entrar observamos con satisfacción, casi divertidos, el ambiente amable que le da al lugar la ropa tendida en el techo a modo de decoración. La berenjena a la parmesana y la sopa de habichuelas que nos pedimos están exquisitas. Seguro que repetiremos. La Via Tomasso d'Aquino, donde se encuentra nuestro refugio está al lado. Necesitamos descanso.

José Manuel Mora.


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