Roma: día de boda

¡Vivan los novios!

La noche fue una locura. Los "novios" nos tenían preparado un sorpresón. Cuando pensábamos en una cena formal, nos convocaron en el exterior del hotel y nos encontramos con un autobús de los londinenses, de dos pisos. En el inferior había un mostrador donde se iban sirviendo comida y bebida y sonaba un disc-jokey dispuesto a animar la noche. La planta superior estaba dedicada a pista de baile, pero en movimiento, porque el autobús empezó a circular por una Roma nocturna en la que, para ahorrar electricidad, todo se mantiene apagado, salvo los grandes monumentos, como el fantasmal Coliseo, o el arco de Constantino, donde parábamos para disfrutar de aquellos espacios mágicos, desnudos de gente, con un aire cinematográfico. Desde el Gianicolo, bajo la escultura ecuestre de Garibaldi, con la ciudad a nuestros pies, sacaron una tarta y prosecco para brindar por los contrayentes. El recorrido duró horas de bailes, risas y desenfreno. 














Hubo que levantarse temprano para estar preparados para salir hacia el Vaticano, lugar de la ceremonia. Estaban solicitados todos los permisos y por lo tanto los guardias suizos permitieron pasar a las vanettes con los invitados: hispanos y familiares de la Puglia, lugar de origen del novio. La ceremonia se celebraba en la capilla de S. Stephano, una iglesita dieciochesca, simple y acogedora. En los muros de la nave sobresalían columnas corintias de hace dos mil años, aprovechadas para sostener el techo, y poseía un baldaquino elevado de corte románico. Los invitados tuvimos que esperar a la novia. Mereció la pena. Entró del brazo de sus hijos. Estaba radiante. La voz de la muchacha que cantó el Ave Maria de Caccini, ponía los pelos de punta. Fue una ceremonia sencilla y emotiva. Fuera nos esperaba un sol acorde con el festejo.
























Al salir, tras los estallidos de alegría, fue fácil cruzar la calle para entrar en la basílica de S. Pedro, por una puerta barroca a la altura del transepto, que no recordaba haber visto y que esculpió Bernini en memoria del Papa Alejandro VII. El mármol, convertido en tela cuyos pliegues casi ocultan un esqueleto que, con un reloj de arena en la mano, recuerda la fugacidad de vida y poder, se despliega sobre el marco de la puerta a los pies de la figura del Papa orante. Nos esperaba un guía que se manejaba en un buen español. Con los auriculares que nos repartió, podíamos escuchar sus explicaciones sin que él alzara la voz. 


La basílica, atestada de turistas, parecía un jubileo, daba incluso sensación de irrealidad, aquella nave de 200 metros de longitud, donde era difícil circular sin chocarse. El baldaquino, tan visto en televisión, obra del mismo Bernini, no deja de admirar al constatar el humano de a pie la altura de las columnas retorcidas sobre sus ejes, y a la vez la magnitud de la cúpula, a 45 metros sobre el suelo. No resulta difícil intuir lo fácil que era para la poderosa curia conseguir que los creyentes pensaran que se encontraban en la sede de la religión "verdadera". Me enteré de que gran parte de las representaciones bíblicas de las paredes no eran lienzos, sino mosaicos, para evitar  que pudieran incendiarse. De entre tanta belleza, dejo aquí el diseñado por Rafael, y el tal vez menos conocido relieve de Algardi, con el Papa deteniendo a Atila, que me señaló desde la lejanía mi amigo Pascual, buen conocedor del clasicismo romano. 



















Nos bajan a la cripta, donde las tumbas de los Papas se suceden, incluso la ya preparada para el ahora reinante, sobria como lo es Bergoglio. Todo eso me interesa menos, aunque antes de salir al exterior no puedo dejar de emocionarme ante la tantas veces vista Pietà miguelangelesca, ahora más distante, protegida por un cristal, para evitar nuevos actos vandálicos. La luz que se derrama desde los vitrales de las altas vidrieras permite que el fotógrafo que sigue a los novios haga una de las mejores de todo el reportaje, y que resume su estado de felicidad.


Fuera espera la siempre impactante columnata que Bernini supo concebir para lograr la mayor espectacularidad posible. No cabe duda de que estamos en un espacio propiamente teatral. La deben de estar preparando para alguna de las ceremonias que allí se celebran. Las fuentes, con su agua siempre corriente, suavizan la dureza de la piedra. Es difícil no caer en la típica foto de postal. Pero si hay que hacer un poco el turista, se hace.



El resto del día queda para celebrar el amor, la amistad, la fraternidad entre personas que no nos conocíamos, de distintos países, de diferentes idiomas, y que somos capaces de vibrar con la felicidad de gli sposi. La comida es pantagruélica. Se alterna con baile, acompañados de un trío de músicos excelente. Y cuando la noche ha caído definitivamente y los encuentros se reducen, Michele se sienta al piano que hay en la sala y comienza a tocar una conmovedora pieza que ha compuesto para Fabiola. Verlo tocar sin partitura, llevado de la emoción de su propia música, nos conmueve. No puede haber mejor cierre que una música sentida, que seguro anuda las almas de estas dos personas que después de 25 años siguen dando muestras de que se quieren y son capaces de compartir su amor con quienes los rodeamos. Valió la pena el viaje, aunque para nosotros no sea más que una primera etapa. Mañana salimos para Nápoles.

José Manuel Mora. 

Comentarios