Roma: llegada y toma de contacto

Bodas de plata

No es la primera vez que viajamos a Roma. La excusa de este viaje casi primaveral ha sido la invitación de nuestros amigos MicheleFabiola, que deseaban celebrar sus bodas de plata en la capital italiana. Llegar al aeropuerto de Fiumicino, tras un viaje breve y tranquilo, supone buscar el autobús que te lleve a la ciudad, a veinte kms. de distancia. De noche siempre resulta más difícil orientarse. Nos han dicho que nos bajemos en la parada Via Aurelia, porque nuestro hotel, el Roma Carpegna, está a diez minutos. Es un edificio imponente, en medio de unos jardines extensos. La iluminación lo hace aún más impresionante.


Es un hotel preparado para convenciones y celebraciones no numerosas. La decoración de la entrada nos deja atónitos. Arañas en los techos, paredes con adornos sugerentes, esculturas de cristal, o acero... Algunos de los salones son auténticos ejemplos de op art. En el bar hay ambiente de reunión de ejecutivos "digitales", de punta en blanco ellos y ellas. Nuestra habitación es amplia y espaciosa. Descanso a pierna suelta.
















En el salón donde se sirven los desayunos del bufé, llama la atención la cola que se forma para conseguir un café recién hecho. Estos italianos... Otra de sus peculiaridades, que escandalizarían a británicos o estadounidenses, es la forma en que se muestran afecto físico, con abrazos y besos, cosas que solemos hacer también los hispanos. Conocemos a tres parejas alicantinas que se nos han adelantado en la llegada para disfrutar de Roma, como pretendemos hacer nosotros, a pesar del sirimiri que cae dulcemente en los alrededores. Como estamos cerca, decidimos visitar los jardines de Villa Carpegna, de una extensión boscosa considerable. La villa tiene el encanto de lo que el tiempo ha ido degradando con cuidado. Se enfrenta a una fuente mirador desde la que se divisa una larga y estrecha lámina de agua que no sabemos si fluye o se estanca entre juncos y matojos. En ella se mueven carpas asalmonadas y tortuguitas. A la derecha, una cueva de estilo grutesco con esculturas de dioses. Hacia la salida, el paisaje es un fondo leonardesco, pinos esbeltos y de tronco retorcido, que sólo he visto en esta ciudad, cipreses que arañan el cielo bajo, abetos perfectamente cónicos... No hay nadie, salvo algún jubilado con su perro o algunos corredores mañaneros. Paz absoluta. 




















Los mapas son engañosos y, aunque parece que estamos muy cerca, nos lleva una buena caminata llegar hasta los jardines de la Villa Doria-Pamphilii, una familia que la mandó construir en el XVII como casa campestre y que, al parecer, fue expropiada ya en el XX, y que han  pasado a ser los más grandes del municipio. Nos dijeron que la antigua familia se ha quedado sin herederos. Sólo el nombre es ya evocador. Están situados extra muros, en las estribaciones de una de las siete colinas de Roma, la del Gianicolo y la villa fue levantada por un tal Algardi, siguiendo el gusto de los jardines franceses. No pudimos visitarla porque se encuentra in restauro. Los arbolitos que los rodean envueltos en plástico, parecen una performance de Christo. De cualquier modo resulta imponente su emplazamiento. 


La llovizna nos está respetando, lo que nos permite seguir paseando entre la masa boscosa que de repente se despeja y deja ver más rincones grutescos, una parcela semicircular muy armoniosa y una fuente cuyo vaso superior está sustentado por figuras de sátiros y sátiras erguidos. Muy curiosa. Se nota que vamos descendiendo, aunque no sabemos muy bien dónde vamos a desembocar. Hacer el turista sin meta precisa es un lujo que se va perdiendo.


















Y así es como nos vemos en el balcón del Gianicolo, desde donde se divisa incluso la cúpula de S. Pedro. Se suceden los arcos triunfales, las fuentes renacentistas, a mayor gloria de cardenales y papas. La más imponente, la que los romanos conocen como il Fontanone, que se levantó con columnas tomadas de restos antiguos. Hoy luce magnífica. Y a su lado, una más humilde, con un caño del que brota ese agua clara y fresca de Roma que probé por primera vez en la Barcaccia y que no he olvidado. Es un placer beber en las fuentes de la ciudad.


Seguimos bajando y sin darnos cuenta llegamos al Trastevere, que no había visitado nunca antes. Dicen que es uno de los sitios más populares y más típicos de la ciudad. En mi primer viaje quisimos venir, atraídos por la presencia de Alberti y Mª Teresa, que habían acabado viviendo en el barrio. No lo hicimos. Las callejas son tortuosas, de guijarros grandes y redondos, capaces de torcer cualquier tobillo. Pasamos por la plaza de San Cosimato, donde hay montado un mercadillo, al estilo del de Benalúa en  Alicante, rabiosamente popular. Más allá, una fachada está completamente cubierta por versiones a cuál más divertida de la Monna Lisa. 


















Y desembocamos en la plaza de Santa Maria in Trastevere, soleada ahora, con gente sentada a los pies de la fuente central o en terrazas perfectamente orientadas. La fachada está decorada con mosaicos con aire bizantino del s. XII y en su parte superior unos frescos desvaídos por el tiempo, y tras ella se alza el campanille exento. En el interior las tres naves de la planta basilical, con columnas tomadas de otros templos clásicos, sostienen un techo de madera labrada y con sobredorados. En el ábside vuelven a aparecer brillantes los mosaicos orientalizantes. Y en una de las capillas laterales, bajo un techo barroquísimo, una tabla oscura en la que se vislumbra una virgen in maestá, con trazas de un románico muy deteriorado. 





























Deambular por las callejas de este barrio, los famosos vicoli, con macetones en las puertas, ropa flameando al sol por fin luciente, cafetines y terrazas, en medio de edificios con esos colores tierra, siena, caldera, ocres, tan romanos, es una auténtica delicia. Me transportan un poco al barrio viejo de Sicilia donde vivimos. Queremos visitar Santa Cecilia, pero llegamos en el momento en que las monjitas cancerberas cierran sin excusas. Comemos en un bareto de apenas seis mesitas, el "No Name", un plato único de pasta con cervezones.


















Al salir, el cielo ha vuelto a cubrirse, mientras cruzamos el Puente Palatino, desde el que se divisa la isla Tiberina, como un tajamar que sirve de parteaguas a la corriente del Tíber, ahora de color esmeralda frío. También queda un arco de un puente que fue, como muestra del paso del tiempo y la decadencia de la que hablaba Quevedo en su soneto, de la distancia de los planos de La grande bellezza, que tan bien fotografiada estaba.



 







Lo que venimos buscando es la iglesia de Santa Maria in Cosmedin, sin pretensiones, pero con un campanille de siete plantas, esbelto y orgullosamente aislado, con púlpitos de mármol, suelo de teselas circulares, geométricas, techo de madera en tijera y un ábside pintado, sencillo y efectivo. Abajo hay una cripta con hornacinas en las paredes y una especie de custodia de oro brillando en el altar. Frente a la humildad de la iglesuca, al otro lado deuna vía rápida de tráfico romano enloquecido, se levanta el templo de Hércules, circular y con peristilo rodeándolo por completo, junto al que se sitúa el de Templo de Portuno, sabiamente restaurado, y otra fuente que brilla al sol que quiere empezar a declinar.


 

















Al salir al pronaos, nos encontramos con la sorpresa de una larga cola que hay que hacer para poder acercarse a lo que cualquier mitómano que se precie ha de visitar para rendir homenaje a Hepburn y Peck ante la
Bocca della Verità. La cola que hay que aguardar, imponente, se debe a que todos queremos la consabida fotografía y no todos somos capaces de ser rápidos en la toma. La enorme cara redonda, ¿s. I?, de mármol silencioso, podría ser del barbado dios Neptuno, con sus ojos, narices y boca horadados. La tradición dice que al otro lado está un diablo que agarra la mano de los mentirosos. La estoy viendo y, a pesar del sol de media tarde, me sigue apareciendo en B/N y echo de menos a la joven princesa de incógnito con toda su ingenuidad de actriz primeriza, creyendo que el actor se había quedado sin mano. Wyler incorporó la broma al ver la reacción espontánea de Hepburn. Aquí dejo mi homenaje.


Y como Roma no se acaba nunca ni tampoco sus restos monumentales, damos con el Arco di Giano, no sé si llamado así por tener dos caras, como Jano, el dios que separa los años. Está lejos de la ornamentación de otros más famosos. Éste es desnudo y armónico. Y los restos monumentales se suceden más o menos deteriorados. Al llegar a la iglesia de S. Nicola in Carcere, me llama poderosísimamente la atención el uso de unas columnas dóricas encastradas en el muro exterior. Todo se reutilizaba, al parecer. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         



                                                                               













Algo más allá se encuentra el Teatro di Marcello, sorprendente por su restauración de los años treinta del pasado siglo, supongo que musoliniana, que permitió construir viviendas sobre las arcadas romanas del viejo coliseo. A pesar de todo no me parece que desentonen. Tal vez se deba a unas columnas corintias que se yerguen huérfanas y dignas junto a la construcción, dándole un tinte de veracidad a todo ello. 


Paseando sin prisa alguna, en un vicolo ya algo oscurecido, leemos un letrero: Biblioteca de Historia Moderna y Contemporánea . Pienso en mi sobrino el bibliotecario, y en el profesor que fui de esta materia, y decidimos entrar. Me hubiera gustado visitarla, como he hecho en otras ocasiones, presentando mis antiguas credenciales. Hay un patio cuadrangular del antiguo palacete que debió de ser, con bustos entre las ventanas y esculturas hermosas entre los pilares. No hay nadie, y uno se puede recrear en ese ambiente antiguo y armónico. La luz muere en medio de la grisalla marmórea del lugar. No creo que sea un sitio que atraiga a demasiados turistas.




                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   
Damos por casualidad con otra de las grandes basílicas romanas que me era desconocida:  Sant'Andrea della Valle, perteneciente a los teatinos y un magnífico exponente de arte manierista en su interior, aunque la fachada y las pinturas sean ya claramente barrocas, como el enorme mural del ábside que muestra la crucifixión de S. Andrés. La cúpula, segunda más alta de Roma, con sus lucernarios y las ventanas laterales, permiten todavía disfrutar del esplendor de la iglesia.


Llegamos así a Piazza Navona, que se construyó respetando las medidas del antiguo estadio. Hoy en día es un gran salón social, un meeting point, que decimos los ingleses, y que reúne a romanos y turistas, vendedores de flores y músicos, fotógrafos  impenitentes que quieren hacerse ese selfie en el que saldrá la cara más grande que las maravillosas esculturas de las fuentes de Bernini, los quattro fiumi, que ya de por sí son gigantescos, coronados además por el enorme obelisco. Nadie ahí parece tener prisa. Se charla, se pasea, se hace vida ciudadana. Un lujo de plaza.

         
 
Y nuestro paseo va llegando a su fin. Sabemos que en la Piazza del Popolo hay una estación de metro, así que nos dirigimos hacia allí. Tampoco la había visitado nunca. A un lado, la escalinata que conduce a los jardines de la Villa Borghese y al otro, la simetría perfecta de las dos cúpulas que enmarcan al obelisco. El sol dora y endulza la subida a los jardines. Creo que toca retirarse, porque esta noche tenemos la despedida de solteros de "los novios". No sabemos lo que nos espera, pero habrá que ducharse y maquearse un poco. 

José Manuel Mora.
                                                                                                                                            


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