Sorrento


 

El golfo del norte: Sorrento

Con luz todo se ve diferente. La ladera se derrumba entre olivos y el sol rompe en astillas el azul brillante del mar allá abajo. Se pasa primero por una galería en la que tomates y ajos cuelgan del techo. El comedor, donde nos atiende una cubana amabilísima, está vacío y lleno de luz, que se filtra entre los mimbres que cierran la sala. El bufé es completísimo y aquí se presume de productos de proximidad.



Decidimos ir en bus a Sorrento, en vez de llevar el coche. Lo hemos de dejar en lo alto de la cuesta y desde allí bajar al pueblo, a veinte minutos andando. Un par de señoras encantadoras se prestan a darci un passaggio, esto es, a llevarnos con ellas. Llegamos en el momento en que el autobús se dispone a partir.  En media hora estamos en uno de los centros del tipismo napolitano: Surriento, como dicen ellos. Las vistas del golfo de Nápoles, que se cierra en esta zona, son espectaculares. El Vesubio, allá lejos, se yergue empequeñecido, como dentro de una tarjeta postal. La costa que se cierra aquí, parece cortada a pico, segada en vertical. Las casas diseminadas por las laderas no llegan a ser tan agobiantes como en el norte de Alicante. 


Desde las balconadas que festonean la ciudad mirando al mar, bajamos a la Marina Piccola. Hay zonas para practicar deportes náuticos, otras con casetas para cambiarse los que se quieran bañar, barquitos para dar un paseo por la bahía... A pesar del sol, no hay nadie con ánimos. Y eso que, viendo la transparencia y la quietud de las aguas, yo mismo me lanzaría. Unas pequeñas escolleras protegen playitas minúsculas. Algunas casas parecen sostenerse en curioso equilibrio sobre el muro natural de piedra negra. Puede que haya treinta metros de altura. En la terraza elevada de una cafetería, desde donde se contempla el imponente panorama, nos tomamos un macchiato. Es un placer no estar rodeado de masas turísticas, sino de algunos lugareños que hacen la pausa del mezzogiorno












Al final del pequeño paseo marítimo hay un ascensor que nos devuelve a la calle principal. Entramos en la Chiesa di San Francesco para visitar un claustro humilde, como los monjes que lo habitan, desde antes del s. XIV, que fue cuando se construyó. Está desnudo de adornos y de gente. Arcos cruzados, otros de medio punto, columnas octogonales que sostienen capiteles... Eso es todo. El lugar ideal para bodas y conciertos veraniegos. El silencio claustral es ahora absoluto. Da la impresión de que el tiempo se haya detenido en la cima del mediodía. 












Al salir, nos reencontramos con el bullicio de la muchachada que deja un instituto cercano y que se detiene a charlar en los jardines de la Villa Comunale, es decir, los propiamente municipales. Nos llama la atención una pérgola que conduce al Hotel Tramontano, ahora en restauración. Desde sus habitaciones las vistas deben de ser alucinantes. Echar la tarde leyendo en esas bancadas de azulejos  ha de ser un verdadero placer. Y por casualidad vemos un portón entreabierto y mi curiosidad me hace penetrar en él. Se trata de un hotelito en un palacete renacentista reconvertido. Tiene mucho encanto. Fuera, por una vez, el graffiti con el que nos encontramos, no nos parece un modo de ensuciar fachadas, sino que lo vemos incluso gracioso.










Un poco más arriba se encuentra la Basílica di San Antonino, patrón de la ciudad y de los pescadores que la han habitado antes de ser invadidos por los turistas accidentales, como nosotros mismos.  A la entrada, un techo plano, pintado barrocamente, se alza sobre nuestras cabezas. Y hay también una cripta dedicada al santo, llena de exvotos ofrecidos al que salva a los marineros, realizada toda en mármol taraceado en colores. No va en la línea de lo que nos suele gustar, pero resulta curioso como lugar de culto popular.










Comemos en el Leone Rosso, muy cerca de la estación de autobuses. Los linguini con gamberi y los spaghetti ai frutti di mare están especialmente sabrosos. Lo regamos con un buen rosso de la tierra y un bianco freddo. No me resisto a dejar constancia del pequeño banquete.


Paseamos después tranquilamente el Corso Italia, que para eso es peatonal. Ahora parece que los turistas van llegando y la calle está particularmente animada, llena de comercios y de tiendas con artículos para los foráneos. Pasamos junto al Duomo. Su fachada, sobriamente románica, contrasta con el esplendor barroco de su techo. Con todo, lo que nos llama poderosamente la atención es un belén napolitano, magnífico en sus detalles y en su acogerse a las formas populares, típico de los que se hacían en el XVIII. Está magníficamente restaurado. 























Por pura casualidad pasamos delante del Sedile Dominova, lugar antaño de reuniones de los nobles de la ciudad, ahora decorado con frescos en trampantojo curiosísimos. Lo más divertido y paradójico del asunto es que hoy alberga la sede de la Sociedad Obrera del Socorro Mutuo, donde los vejetes van a jugar a cartas o a ver partidos en la televisión  del local. 














Volvemos a bajar a la balconada, a despedirnos del mar. Este mar que a tantos ha inspirado, aunque no hayamos escuchado en ningún momento el típico Torna a Surriento. Las puestas de sol desde aquí deben de ser alucinantes. A esta hora del pomeriggio la luz ya ha cambiado de tonalidad. El autobús, en su culebreo por carreteras imposibles, todavía nos permite ver cómo el sol se suicida en aguas ahora ya casi violáceas, entre las siluetas de pinos del primer término. No creo que me pudiera cansar de este espectáculo cada tarde, del mismo modo que no me aburro de ver los amaneceres en el Postiguet.


Llegamos a Sant'Agata ya de noche cerrada. Sólo pensar en la caminata cuesta arriba me pone de mal humor. Pasa un coche, el único a esta hora. Y le hago el alto. Se detiene más adelante. Lo conduce una muchacha joven y bonita, además de simpática, que acepta subirnos hasta el parcheggio donde habíamos dejado el nuestro esta mañana. Y llegamos a la fattoria, donde cenamos unas verduras al amor de la lumbre. La temperatura baja durante la noche. Ya en la habitación un guasa me pone sobre aviso de que mi amigo Fernando, de los tiempos de Salamanca, quiere localizarme. 50 años después es como si el tiempo no hubiera transcurrido. Risas, penas, recuerdos. Fraternidad colegial. Y mañana comienza la auténtica aventura circulatoria.

José Manuel Mora.

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