El golfo del norte: Sorrento
Con luz todo se ve diferente. La ladera se derrumba entre olivos y el sol rompe en astillas el azul brillante del mar allá abajo. Se pasa primero por una galería en la que tomates y ajos cuelgan del techo. El comedor, donde nos atiende una cubana amabilísima, está vacío y lleno de luz, que se filtra entre los mimbres que cierran la sala. El bufé es completísimo y aquí se presume de productos de proximidad.
Al final del pequeño paseo marítimo hay un ascensor que nos devuelve a la calle principal. Entramos en la Chiesa di San Francesco para visitar un claustro humilde, como los monjes que lo habitan, desde antes del s. XIV, que fue cuando se construyó. Está desnudo de adornos y de gente. Arcos cruzados, otros de medio punto, columnas octogonales que sostienen capiteles... Eso es todo. El lugar ideal para bodas y conciertos veraniegos. El silencio claustral es ahora absoluto. Da la impresión de que el tiempo se haya detenido en la cima del mediodía.
Al salir, nos reencontramos con el bullicio de la muchachada que deja un instituto cercano y que se detiene a charlar en los jardines de la Villa Comunale, es decir, los propiamente municipales. Nos llama la atención una pérgola que conduce al Hotel Tramontano, ahora en restauración. Desde sus habitaciones las vistas deben de ser alucinantes. Echar la tarde leyendo en esas bancadas de azulejos ha de ser un verdadero placer. Y por casualidad vemos un portón entreabierto y mi curiosidad me hace penetrar en él. Se trata de un hotelito en un palacete renacentista reconvertido. Tiene mucho encanto. Fuera, por una vez, el graffiti con el que nos encontramos, no nos parece un modo de ensuciar fachadas, sino que lo vemos incluso gracioso.
Un poco más arriba se encuentra la Basílica di San Antonino, patrón de la ciudad y de los pescadores que la han habitado antes de ser invadidos por los turistas accidentales, como nosotros mismos. A la entrada, un techo plano, pintado barrocamente, se alza sobre nuestras cabezas. Y hay también una cripta dedicada al santo, llena de exvotos ofrecidos al que salva a los marineros, realizada toda en mármol taraceado en colores. No va en la línea de lo que nos suele gustar, pero resulta curioso como lugar de culto popular.
Comemos en el Leone Rosso, muy cerca de la estación de autobuses. Los linguini con gamberi y los spaghetti ai frutti di mare están especialmente sabrosos. Lo regamos con un buen rosso de la tierra y un bianco freddo. No me resisto a dejar constancia del pequeño banquete.
Llegamos a Sant'Agata ya de noche cerrada. Sólo pensar en la caminata cuesta arriba me pone de mal humor. Pasa un coche, el único a esta hora. Y le hago el alto. Se detiene más adelante. Lo conduce una muchacha joven y bonita, además de simpática, que acepta subirnos hasta el parcheggio donde habíamos dejado el nuestro esta mañana. Y llegamos a la fattoria, donde cenamos unas verduras al amor de la lumbre. La temperatura baja durante la noche. Ya en la habitación un guasa me pone sobre aviso de que mi amigo Fernando, de los tiempos de Salamanca, quiere localizarme. 50 años después es como si el tiempo no hubiera transcurrido. Risas, penas, recuerdos. Fraternidad colegial. Y mañana comienza la auténtica aventura circulatoria.
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