Tres habitaciones en Manhattan, de Georges Simenon

Soledad entre rascacielos

Esta es la segunda de las obras encontradas cerca de la Albufereta, al albur de mis paseos matinales. Simenon, Georges. Tres habitaciones en Manhattan. Madrid: Ediciones Tusquets, 1995, Grandes Pasiones de la Literatura; trad. C. Manzano; 196 págs. Una edición en tapa dura, de tacto agradable, lo que siempre se agradece. Últimamente parece que, por elección o por azar, estoy abonado a la literatura francesa. De hecho, el que tengo entre manos, vuelve a ser de Lemaitre.


Simenon (Lieja, 1903-Lausana, 1989), es un nombre que tiene para mí algo de mítico, asociado a su pipa y a su narrativa policiaca protagonizada por el comisario Maigret. Autor prolífico (192 novelas publicadas bajo su nombre y muchas otras bajo pseudónimo), me era sin embargo ajeno, al no haber leído nada de él. Esa fue una de las razones por la que me llevé el libro a casa. La posibilidad de un nuevo descubrimiento era otra. Leo ahora que sus tirajes alcanzan los millones de ejemplares, no en balde ha sido traducido a 55 lenguas. Durante su juventud ejerció de periodista, lo que le permitió conocer ambientes políticos, criminales, de vida nocturna. Vivió en París, y a partir de 1945 se trasladó a los U.S.A., donde se ambienta la narración que he tenido entre manos, en concreto Nueva York, como se indica en el título.


Dos personas en completa soledad se encuentran en la noche neoyorquina en uno de esos baretos de copas que suelen aparecer en las películas de los años cuarenta, pero que a mí me trajo a la cabeza de inmediato alguno de los cuadros de Edward Hooper, ese de luz dura y casi sin gente ("Nighthawks", 1942) en el que una pareja toma una copa, como sucede en el arranque del libro. François Combe, cuarentón divorciado, actor francés fracasado y transterrado en busca de oportunidades laborales, se encuentra con Kay en medio de la noche, una misteriosa mujer que tan sólo fuma y bebe sin tregua, y cuya desolación es evidente. "¿Cuántos clientes habría en la cafetería? ¿una decena apenas, separados los unos de los otros por taburetes vacíos, por otro vacío indefinible y más difícil de salvar, el vacío que tal vez emanara de cada cual?"( pág. 13). Desde ese mismo arranque se hace evidente que Simenon parece más interesado en estados anímicos que en narrar acciones. Estamos en un universo estático. Sin apenas palabras, caminando sin rumbo por las avenidas vacías de esa ciudad "que nunca duerme", según Sinatra, estos dos seres se apoyan uno al otro, el uno en el otro, sin ser conscientes de ello, hasta acabar en un hotelucho de mala muerte (primera habitación), "en la esquina de Brodway, que lo dejó aterido con sus luces apagadas y sus aceras inútilmente anchas" (pág. 51). Hay sin embargo un problema, pronto surge en él el gusanillo de unos celos incomprensibles, pues a todo parece querer buscarle una aventura pasada de ella. "Se sentía a la vez feliz y muy desgraciado" (pág. 30).


Pronto nos damos cuenta de que la noche y la situación se van a dar de nuevo, aunque cambiando de espacio "Él ya experimentaba la necesidad de repetir los mismos gestos" (pág. 37). Los interrogatorios de él, las explicaciones ambiguas de ella, se suceden y no hacen más que aumentar la angustia de ambos. No hay una intriga compleja, sino que los dos personajes van definiéndose poco a poco, con conversaciones intrascendentes, sobre todo lo vamos conociendo a él, que es el punto de vista que adopta el narrador para contar la historia, es quien va desnudando su ánimo aterido. "La soledad de él era aún más absoluta, más irremediable que la suya" (pág. 59). Sus dudas, sus inquietudes se van poniendo de manifiesto a pesar de saber ya que "Kay le resultaba indispensable" (pág. 44), y a pesar de saber que "cuando ella hablaba, sentía un dolor sordo, como una angustia en el lado izquierdo del pecho" (pág. 39). Los sentimientos contradictorios se hacen patentes. "¿Es que no había conocido también él el lacinante deseo de formar parte de una pareja?" (pág. 39). Y mientras deambulan interminablemente  se dan cuenta de que "ya casi no eran un hombre y una mujer. Eran dos personas, dos personas que se necesitaban" (pág.57). Y una canción como leit-motive que a uno le gustaría escuchar en una de aquellas máquinas que se ponían en funcionamiento con unas monedas. La habitación de él será la que los acoja en su segunda noche juntos, un lugar tan degradado como el primero: "El pasillo, mal iluminado, olía ya a pobreza" (pág. 58) .


Al salir de esa segunda habitación juntos, de día, "tenían la impresión de lavarse el alma con el frescor matinal, con el alegre desaliño de una ciudad que estaba aseándose" (pág. 102). Aún tendrán que salvar una última dificultad. Ella tiene que viajar al extranjero a visitar a su hija enferma. Él tendrá que asumir sus contradicciones. En ese sentido la perspectiva masculina de escritor y personaje se ponen de manifiesto. Tal vez hoy la historia se habría escrito de otro modo. La degradación de la ciudad se acentúa, o así lo siente él, ante la ausencia de ella, "era un día de luz intensa, despiadada, con un cielo sin luminosidad aparente y que, sin embargo, hacía daño a la vista" (pág. 180). 



Y como no se trata de destripar el final, el curioso lector deberá enfangarse en la lectura de un libro en el que no pasan demasiadas cosas, pero que es de una intensidad emocional poco común. No me extraña que la novela diera paso a una peli homónima del año 1965, que voy a intentar ver en Filmin, para saber si han sido capaces director, M. Carné, y actores (A. Girardot y M. Ronet), de trasladar todo ese mundo de incomunicación y de necesidad de calor humano. Sorpresas agradables del book crossing, ya digo.

José Manuel Mora. 




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