Dialogando con la vida (Le Lycéen), de Christophe Honoré

Orfandad

Una reseña leída deprisa, más un comentario de mi amigo Elías, han hecho que me acerque al cine un lunes cualquiera. No sé por qué, al título traducido, Dialogando con la vida, que no tiene nada que ver con el original francés, Le Lycéen, se le añade en la cartelera de los únicos cines que quedan en el centro de Alicante, el título en inglés, como otro capricho, Winter Boy. El director, quien también ha escrito el guión, es Christophe Honoré. A pesar de haber dirigido una quincena de títulos, creo que es la primera peli suya que veo. Por lo leído, parece que debería recuperar Vivir deprisa, amar despacio. Autor de teatro y novelista, es abiertamente gay y perdió a su padre cuando él tenía 15 años. Estos dos últimos datos tal vez tengan que ver con el argumento de la que voy a comentar. 


Y esto lo digo porque el protagonista, Lucas (Paul Kircher, premio a la mejor interpretación en Donostia), es un lycéen (un estudiante de instituto, un adolescente) de 17 años, con su homosexualidad asumida, y que pierde a su padre (interpretado por el propio cineasta), en un accidente de tráfico incomprensible, lo que lo lleva a dudar de si no se habrá tratado de un suicidio.  La pérdida de los padres nos transforma siempre. Nos obliga a madurar. Su reacción, brutal, no es la misma que la de su hermano mayor (Vincent Lacoste, actor habitual del director, medidísimo), que vive en París con trabajo y novia, ni la de su madre (Juliette Binoche, inmensamente intensa en un papel no protagonista), a quien le queda tan solo su trabajo de maestra y la compañía del muchacho en una ciudad de provincias, Chambéry. Ambos se verán obligados a recomponer sus vidas, a pelear por volver a darles sentido a pesar del dolor y de la pérdida irreparable, a dejar atrás amigos del insti e intentar relacionarse con gente definitivamente adulta, como el compañero de su hermano (Erwan Kepoa Falé), aunque no por eso más feliz. La angustia adolescente, típica de la edad, y que ya venía cargada por la pandemia, se ve acrecentada por la soledad y por sentirse totalmente desubicado. 


Todo ese cúmulo de sentimientos los adolescentes los suelen compartir con los íntimos; es raro que sean capaces de abrirse a los adultos. Aquí, en una opción formal curiosa por parte del director, el chaval se vuelca ante la cámara, en monólogos muy bien escritos, en narraciones no en sentido cronológico, y se desnuda, intentando llegar a lo más íntimo de sí mismo en ese viaje iniciático. La relación con el hermano mayor es de libro, de enfrentamiento y cariño a la vez. Pero lo más conmovedor, claro, es lidiar con la madre, tan desolada como él, tan enfada, tan sola. Hay además un componente social, político, marca de la casa del combativo director: la discusión sobre las decisiones de Holande sobre los migrantes que llegan, los atentados de Bataclan, las teorías del fascista  Zémmour... Los momentos de ternura, de emoción contenida, también están presentes, ligados a la música, una vieja canción italiana, o el tema ya clásico de "Maniobras orquestales en la oscuridad". 


Así pues, una reflexión sobre el tránsito a la adultez, mezclada con la relación entre Eros y Tánatos, que a veces se da en pleno duelo. Seguramente sin la presencia de los cuatro protagonistas, pero sobre todo del tal Kircher, que oscila entre la anestesia de la formalidad y el grito desgarrador e histérico que conmueve, como las lágrimas de la Binoche, nada impostadas. Procuraré tener presente este nombre para futuros trabajos. Buena manera de celebrar la fiesta del cine.

José Manuel Mora.  












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