El amante del volcán, de Susan Sontag

 Fresco histórico

Creo que ya lo he comentado en alguna ocasión. Cuando viajo, suelo llevar un libro que tenga alguna relación con la zona que voy a visitar. Ya de vuelta de nuestra estancia italiana, me llegó la referencia a través de mi amiga Marta, buena lectora, de un título del que no había oído hablar. No así de su autora, que sí me era conocida. Sontag, Susan.  El amante del volcán. Barcelona: Penguin Random House, col. Debolsillo, octava reimpresión, 2022. Traducción de Marta Pesarredona, revisada por Aurelio Major.  471 págs. Yendo a Nápoles, el título me parecía bastante sugerente y adecuado. Decidí leerlo a la vuelta. 


Sontag (Nueva York,1933-2004), es para mí un icono de juventud. De origen judío, estudiosa de literatura y filosofía, cuando llegué con 20 años a Salamanca, ya se hablaba allí de sus ensayos, Contra la interpretación (1968), porque suponían una auténtica revolución en la forma de aproximarse a los textos. Su compromiso político fue en aumento, y le llevó a ser crítica con su propio país. Se interesó por un arte que consideraba autónomo, Sobre la fotografía (1977) y, como consecuencia de padecer un cáncer, escribió La enfermedad y sus metáforas (1978), y más tarde, en medio de la plaga, El sida y sus metáforas (1988) amplió el anterior. Escribió guiones y dirigió cine sin demasiada trascendencia. Más valor tuvo viajar a Sarajevo con su mechón de cabello blanco, para solidarizarse allí con los asediados y dirigir Esperando a Godot. Sólo escribió cuatro novelas, una de ellas, ésta que voy a comentar. En América (1999) logró el Premio Nacional del Libro de Ficción.


Curiosamente la narración se inicia en Manhattan, en 1992, cuando la escritora entra en un mercadillo en busca de "datos" que le permitan dar un salto atrás, al Londres de 1772, donde vive el protagonista, nombrado siempre como el Cavaliere. Un primer barrido, casi cinematográfico, por la ciudad del Támesis nos la muestra llena de "pordioseros, sirvientas, vendedores ambulantes, aprendices, tenderos, rateros, pregoneros, mozos, recaderos que discurren peligrosamente cerca y entre barreras y ruedas en movimiento" (pág. 27). Esta visión rápida me ha hecho pensar en Dickens. El Cavaliere es un hombre de gustos refinados, de sentimientos delicados, "coleccionista obsesivo" (pág. 29), como uno de sus rasgos más definitorios. El otro es la pasión por el cercano Vesubio.  Ejerce como embajador en Nápoles. "Vivir en el extranjero facilita considerar la vida como un espectáculo" (pág. 31), lo que da pie a la autora para sus minuciosas descripciones. De hecho, la cita introductoria del libro, tomada de Così fan tutte, se le podría perfectamente aplicar al embajador: Nel petto un Vesuvio / d'avere mi par. Pero la acción se traslada pronto a la capital del Reino de las dos Sicilias, donde hacía poco se habían descubierto las ruinas de Pompeya y Herculano, lo que acrecentaba su afán: "lo suyo era coleccionismo puro, totalmente ajeno a cualquier perspectiva de provecho" (pág. 38), eso y su amor por la montaña, tan próxima, tan peligrosa, tan atrayente, tan amenazante, lo que le hace querer escalarla una y otra vez para asomarse al abismo de rocas, lava, fumarolas. "Había descubierto en su persona un gusto por lo moderadamente plutoniano" (pág. 36). 


Pronto, todo ese conjunto de intereses personales se ve enmarcado en la corte, a cuyos actos no tiene más remedio que asistir por protocolo. Ello le sirve a la escritora para sacar filo a su acerada pluma y hacer un retrato inmisericorde de Fernando IV, el Borbón reinante, hijo de Carlos III de España, y de su mujer, hija de Mª Teresa de Austria. "Cómo puede el Cavaliere transmitir al interlocutor lo muy desagradable que es el Rey. Imposible describirlo. No puede embotellar los fétidos olores que el Rey emite y liberarlos bajo las narices de sus interlocutores, o enviarlos por correo a sus amigos de Inglaterra" (pág. 57). Más siendo como él era "una persona racional, flotando en un mar de superstición" (pág. 70). En ese Nápoles canallesco, empobrecido, "la principal ocupación de los ricos era procurarse a sí mismos diversión" (pág. 83), en forma de bailes, cacerías, óperas,  a las que él se veía obligado a asistir. Muerta Catherine, su esposa, se siente de repente viejo. "Se enorgullecía de verse libre del vulgar prejuicio sexual" (pág. 110).  A pesar de ello, cuando aparece Emma, modelo de pintores, vital, generosa en su entrega a todo lo que la fascina, él "no puede dominar la emoción que su belleza le provoca" (pág. 147), de hecho se decía que estaba sexualmente embrujado. Serán amantes, "se rindió agradecido a la experiencia de la saciedad" (pág. 205), la formará culturalmente, la refinará, como un nuevo Pigmalión, y acabarán convirtiéndose en matrimonio,  que es visto con ojo crítico por los bien pensantes, dada la baja cuna de la que ella proviene. El tercer vértice de la historia es el héroe de la Batalla del Nilo, que llega para integrarse en sus vidas, con un parche en un ojo y su brazo seccionado. Emma, subyugada por su valor, acaba siendo su amante, en una relación volcánica que no le hace abandonar a su marido.


Todo ello queda en un segundo plano cuando, con la llegada de la Revolución Francesa, las ideas reformistas, ilustradas, ocupan su lugar entre las clases acomodadas y formadas de la ciudad. Los reyes han de huir a Sicilia en un viaje que resulta desastroso y mientras, por orden de la Reina, comenzará la venganza: "El terror ennegrecía el día y ensangrentaba la noche" (pág. 2011). Los 64 años le van pesando al Cavaliere. Cuando la corte vuelve a la ciudad del volcán, una vez fracasada la breve república afrancesada, aquél decide regresar a Inglaterra. Aquellos viajes eran en sí una aventura.  Sin ir más allá en el argumento, vale decir que los protagonistas son trasuntos literarios de  personajes reales: William Hamilton, su famosa mujer, Emma Hart, y lord Nelson. 



















Leyendo sus historias, uno tiene la impresión de que la escritora se ha valido de ellos como pretexto para explorar el alma humana. Son tres dibujos caracterológicos muy distintos entre sí, perfectamente perfilados, con todas sus motivaciones bien presentes. La narración en tercera persona deja bien a la vista que estamos ante unos seres de ficción, aunque inspirados en los que fueron reales, enriquecidos por un mundo interior que muestra sus inquietudes, sus aspiraciones, sus miedos, sus debilidades, hasta convertirlos en personas. Y ésa es la construcción literaria de la escritora. Ésa y el apabullante fresco histórico que los enmarca y que pone de manifiesto los conocimientos de Sontag, de filosofía, arqueología, historia, arte, costumbres... Todo visto, eso sí, desde una óptica actual que la hace más crítica, opina sobre las actitudes y los hechos, reflexiona con perspectiva histórica diferente, "Lo que la gente admiraba entonces [...]; nosotros admiramos ahora..." (pág. 336). Ella es una narradora omnisciente, lejos sin embargo de los decimonónicos, ya que además de la tercera, usa la primera persona y la segunda para dirigirse directamente a los personajes. Domina toda la narración, aunque no sepamos siempre desde dónde se sitúa. Sí es clara la perspectiva feminista, desde la que se defiende la figura de Emma a pesar de todo. Y para terminar, en un giro inesperado, nos presenta unos monólogos: el del Cavaliere, post mortem, el de Catherine, el de la madre de Emma, la señora Cadogan, el de lady Hamilton y el de la noble republicana, Eleonora de Fonseca antes de subir al patíbulo, casi un trasunto de las ideas liberales de Sontag, avant la lettre. Mientras leía, me he vuelto a situar en el quartiere spagnolo, en el puerto mirando al volcán, en las intrincadas callejas, no sé si igual de sucias que entonces. Una ciudad atractiva y enloquecida que seguramente intentaré volver a visitar.

José Manuel Mora. 

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