Godland, de Hlynur Palmason

 La isla del fin del mundo

Aunque la cinta es una coproducción en que supe que la historia se había rodado en Islandia, sentí deseos de verla, tal vez llevado por la evocación de mi estancia allí, hace ya tanto años. Godland no es la primera película de su director, Hlynur Pálmason, lleva tres títulos ya este joven islandés formado en Copenhague, del que no conocía nada anterior y que señala que se ha inspirado, parece que falsamente, en siete fotos de época que aparecieron en una caja olvidada, tomadas con la técnica del colodión húmedo. Me ha parecido una obra de envergadura, con ese formato cuadrado, de esquinas redondeadas, tan old-fashioned, rodada en soporte analógico, con una fotografía bellísima de Maria von HausswolffDiré por qué me ha impresionado.


Para situarnos en el contexto histórico, hay que saber que la "isla de hielo" (Iceland, Islandia), formó parte del territorio dominado por la corona danesa, a pesar de estar a 2.600 km de distancia, en una forma de colonialismo europeo. El danés era en la isla el idioma oficial y el de los poderosos, la Iglesia entre ellos. Sin embargo los isleños, en su tozudez, seguían hablando islandés. Y a ese paraje lejano llega  a finales del siglo XIX un pastor protestante con el encargo de levantar una iglesia. Carga además con una pesada y primitiva cámara de fotos, su pasión. En lugar de desembarcar en el este, su punto de destino, lo hace al oeste, y se propone recorrer aquella tierra dura, inhóspita, dónde no hay árboles ni crece la hierba para el forraje de las cabalgaduras. Un reto que muestra su desconocimiento y su arrogancia. El trayecto se revela arduo, casi imposible para él. Su guía no se lo pone fácil, porque sólo le habla en islandés. Los enfrentamientos se van produciendo y la tensión crece.


Todo está narrado con un tempo lento, el que la historia requiere, típico de las culturas orales. Panorámicas inabarcables que muestran la pequeñez de los seres humanos, páramos, quebradas, ríos difícilmente vadeables, de una belleza conmovedora a pesar de su dureza, enmarcan el viaje del pastor, acompañado de unos seres acostumbrados a vivir medio año con luz y otro en la oscuridad y cubiertos de nieve. Y hay en ese recorrido, que barca la primera parte de la cinta, algo de western helado, sin la épica que caracteriza a los clásicos del Oeste. Por su ubicación debería llamarse más bien northen. El propósito original del encargo, la construcción de la iglesia, se verá cuestionado por la fuerza de la propia realidad, por su carácter extremo, lo que supone un límite para su actuación, además no parece necesaria para los habitantes del territorio. También por las dudas que le van surgiendo en el transcurso de su viaje, la lucha entre su fe, frente a la fuerza arrolladora de la naturaleza. 


Lucas, el protagonista, Elliott Crosset Hove, un actor desconocido para mí, quien ya ha rodado con el director y que tiene una extensa filmografía a sus espaldas, es alguien torturado por el conflicto entre su fe (¿merece Dios tanto sacrificio? ¿escucha la plegaria del pastor?), y su carácter temeroso, frágil, aunque capaz de fiereza en un combate con las manos, y de la elevación de su formación teológica. Su deseo de capturar la esencia de las gentes del lugar en sus placas fotográficas, choca con la desconfianza de personas que no han visto antes una cámara de fotos. Su oponente es el primitivo Ragnar, un inmenso Ingvar Eggert Sigurdsson, a quien conocí en la serie Trapped y que aquí hace de guía de la expedición, terrible en su saber proveniente de la experiencia y el conocimiento del folklore de su tierra, obcecado en no hablar danés, aunque conozca el idioma, aunque eso le lleve a la incomunicación con el pastor. Hay una niña deliciosa, Ída Mekkin Hlynsdóttir, antigua conocida del director, que es una auténtica milagro de naturalidad y que podría ser la síntesis de los dos mundos por ser bilingūe y por su edad, que la aboca a un nuevo tiempo, La insignificancia que experimenta el pastor ante una naturaleza inconmensurable es semejante a la que puede vivir el espectador ante la forma en que la historia le ha sido presentada. 


Qué lejos de la Islandia turística que yo visité, cómodamente llevado por un guía amable y conocedor de su tierra. Y eso que me limité a recorrer the ringroad, sin adentrarme en el territorio de los volcanes y los glaciares del centro de la isla. Aquí todo es más salvaje, como debían de ser los viajes finiseculares. Película pues atípica en estos tiempos que corren de barbies y oppenheimeres, y que supone una experiencia vital y cinematográfica que queda en la memoria.

José Manuel Mora.



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