A fuego lento, de Tran Anh Hung

Platos exquisitos

He ido al cine sin referencias previas. He acudido atraído por la protagonista, la Binoche, ya que el nombre imposible de su director y guionista de origen vietnamita, Tran Anh Hung, me era en principio desconocido, aunque la wiki me informa de que ya dirigió dos pelis con anterioridad una de las cuales juraría haber visto, aunque no guarde memoria al no tener reseñas de ellas, la segunda: El olor de la papaya verde (1993) y Cyclo (1995), León de Oro en Venecia. Además de Norwegian Wood (2011), que sí que vi, título homónimo de la novela de Murakami, Tokio Blues; ¡qué mala memoria la mía! Se trata de A fuego lento, película francesa de algo más de dos horas que se me han pasado sin sentir, adaptación del libro de Marcel RouffLa vie et la passion de Dodin-Bouffant, gourmet, publicada en los años veinte del pasado siglo con gran éxito.


Es cierto que, nada más iniciarse la proyección, todos los preparativos culinarios me trajeron a la cabeza un film imborrable: El festín de Babette (1987), adaptación del cuento de la Dinesen. Sin embargo las localizaciones son dispares, la nórdica, fría y protestante Dinamarca decimonónica, queda lejos de  la más cálida Francia de la misma época, donde no en balde nació el Pantagruel rabelesiano. Ya la primera escena de casi media hora, la morosa preparación de unos platos que se nos muestran exquisitos a la vista, da la pauta de lo que vamos a ver: el modo cuidadoso, lleno de amor, de Éugenie (inmensa Juliette Binoche), quien lleva veinte años cocinando platos para un gastrónomo de prestigio en su chateau, Dodin-Bouffant (grande, Benoît Magimel). La luz que elige el director para esa cocina, los barridos de cámara de J. Ricquebourg, convierten el espacio en un auténtico escenario. La recreación de los pasos, sofritos, cocciones, tamizados, asados, arreglos en el plato, son una auténtica coreografía culinaria ejercitada por mujeres. No hay banda sonora. Los sonidos de los utensilios conforman una auténtica sinfonía.

Sin embargo pronto sabremos que el gourmet de la casa ha sido cocinero antes que fraile y que es capaz de preparar un pôt au feu que puede quitar el hipo. Lo interesante es la manera en que este mundo entre cacharros  y productos de huerta recién cogidos, se trenza con una relación amorosa entre ambos, tan delicada como la mano que prepara los platos, y a la vez con un conflicto entre ellos, que no parecen llevar el mismo ritmo amatorio, aunque ambos estén consumidos por la misma pasión, por el mismo respeto mutuo, por una común admiración. Sólo se puede cocinar así cuando se ama lo que se hace y los sabores, los matices son tan importantes. Es espectacular la secuencia en la que hacen probar  a la adolescente Pauline (increíble Bonnie Chagneau-Ravoire) uno de los platos para que ella averigüe sus ingredientes. O su rostro emocionado hasta la lágrima al probar la omelette à la norvégienne

Que Magimel y Binoche fueran pareja en la vida real antes de rodar el filme puede aportar morbo a quienes siguen las andanzas de los actores en la vida real, pero lo que resulta evidente es la química existente entre ellos, sus miradas, su conexión emocional. Ver a los amigos del dueño de la casa disfrutando de los platos con fruición, tan lejos de aquellos pobres daneses, es un espectáculo en sí mismo, llevado a cabo con el tempo lento que el director ha elegido, tanto para la cocina como para la historia de amor, no hay prisa alguna, ni para comer ni para amarse. Todo se ha de hacer a fuego lento. Haberla visto en versión original, ha devuelto a mi cabeza términos franceses que ya tenía olvidados, y esa cadencia refinada de la gente de esprit. Una gozada. 

José Manuel Mora.






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