Las cinco vidas del traductor Miranda, de Fernando Parra Nogueras

Fanatismo y fantasía

Una anécdota introductoria: compré el volumen y lo extravié. Mis libreras de 80 Mundos, sabedoras de que lo hice, me lo han dejado para que lo pueda leer. Son poco frecuentes los libros que aquí comento, a cuyos autores conozca personalmente. Me pasó con el de mi querida Pilar Bacas, Patio en sombras, y ahora me vuelve a suceder con el de Parra Nogueras, Fernando. Las cinco vidas del traductor Miranda. Madrid: Editorial Funambulista, 2022; con una sugerente cubierta de Candela Rodríguez Beamonte. 339 págs. 

Parra, (Tarragona, 1978), es compañero de profesión. Ejerce como profesor de Literatura en Alicante. Además de docente, se dedica al periodismo como columnista en el Diari de Tarragona y colaborador en revistas literarias. Su novela Persianas fue finalista del Premio Azorín en 2017.  Y ya en 2019 publicó, y leí con sumo gusto, El antropoide. Hay en esa reseña algún dato más que pone en la pista de las preocupaciones de este escribidor. El presente título completa, según se dice en la solapa, lo que el propio autor considera que es su "Trilogía de la culpa y la identidad". Acaba además de obtener el Premio de la Crítica Literaria Valenciana de Narrativa 2023. 

Las dedicatorias de la introducción son un claro exponente de dónde se sitúa el autor: "A todos los escritores, editores, traductores y libreros que defienden con arrojo la patria inexpugnable de la Literatura". En ese territorio parece sentirse a sus anchas Parra. Y, si en otras ocasiones no, creo necesario añadir algo de contexto para los más jóvenes. Los mayores no podemos olvidar la fetua universal que el imán Jomeini lanzó en 1989 contra el autor de Los versos satánicos (1988), el inglés de origen indio, Salman Rushdie. Suponía una pena de muerte que pendía sobre su cabeza. El editor Mario Lacruz se atrevió a publicar el libro en España con un traductor bajo pseudónimo, J. L. Miranda, quien se convierte ahora en personaje de ficción en el libro de Parra. Pero en una de esas vueltas de tuerca que la realidad proporciona, me niego a tacharla de "destino", y cuando ya parecíamos haber olvidado la amenaza, en 2022 se produjo un atentado contra Rushdie que pudo costarle la vida. Rushdie, de quien yo había leído apasionadamente su Hijos de la medianoche. Así pues, el libro de Parra, escrito con anterioridad al suceso, se convierte en un auténtico alegato en favor de la libertad de expresión y de creación de quienes se dedican a la literatura.


Otro de los protagonistas de la narración es un tal Joseph Anton, trasunto de Salman, "donde lo hallamos" (pág. 21, con introducción del narrador), oculto en una triste casa londinense, vigilado/protegido por la policía, consciente de que  sea "crear historias, quizá lo único que puede salvarle de volverse loco" (pág. 27), debido a la crisis identitaria en la que vive inmerso. Ambos están imbuidos del veneno de la escritura, como el propio Parra. "Es Salman quien escribe enfebrecido" (pág. 30); y en otro modo de escritura, la de Miranda, quien "dejaba en la traducción los vestigios de su existencia" (pág. 39), una existencia agobiada y pendiente además de un juicio. También el contacto con la cultura a través de su profesión de guía turístico parece ponerlo a salvo. El tercero de los personajes es un anónimo y oscuro terrorista islámico, epiléptico, que ha quemado un ejemplar de Los versos y que habla en primera persona y cuyo proceso de radicalización vamos presenciando, llevado de su falta de formación, lo que lo convierte en alguien fácilmente manipulable, lleno de contradicciones, atormentado. 


Con ser toda esta intrincada trama apasionante, lo que más me ha atrapado y asombrado es el dominio que  Parra tiene  de la hipotaxis, como modo de expresión. Los párrafos ocupan páginas enteras y el escritor no pierde el hilo en ningún momento. La riqueza léxica no deja de sorprender. Y así surgen metáforas de enorme fuerza: "El granate [de la sudadera] se ha endurecido hasta convertirse en un crepúsculo de apocalipsis" (pág. 61). O bien, "Los forros de plástico chillaban como plañideras y se arrugaban de dolor por las palabras masacradas que no pudieron proteger" (pág. 72).  Y no me resisto a citar una más: "El cielo se aplica lentamente a la geometría del amanecer" (pág. 211). A veces se le ven las trazas del buen conocedor de la literatura que Parra es, cuando se marca una estructura trimembre digna de un clásico: "Legitimado por el latín, blasonado de su prestigio, investido con la toga púrpura del idioma" (pág. 101). Para él, como para sus personajes, "la escritura era, ante todo, una inmolación a la soledad" (pág. 132).  Aunque, como para un viejo jubilado como yo, esa repetición de rutinas suponga un abrigo reconfortante, o como dice Parra "El valor cauterizante y emancipador que tiene la dulce monotonía de los días siempre iguales" (pág. 149). 


El fuego y los libros tienen siempre para mí connotaciones de barbarie, de fanatismo, de intransigencia, de parte de de quienes en la mayoría de los casos no los han leído antes de quemarlos, como sí hacía antaño el Santo Oficio. Y más en estos tiempos en los que se hacen campañas electorales con motosierras o se invita a colgar por los pies a los presidentes del gobierno. "Malos tiempos para la lírica", para la palabra, cuando se queman contendores y se apedrean sedes en nombre de "la libertad". Por eso es un un libro necesario, valiente, y sobre todo "literario", en el mejor sentido del término. 

José Manuel Mora.


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