Huelva capital y alrededores

J. R. J.

Hoy arrancamos ya en nuestro coche alquilado, lo que proporciona toda la libertad a la que acostumbramos en nuestros viajes. Es domingo, con lo que nuestra llegada a Huelva nos deja ver una ciudad casi por completo vacía, donde incluso resulta difícil encontrar a alguien a quien preguntar cómo llegar a la iglesia de S. Pedro, encaramada en un altozano. Tanto el campanario como la aguja, cubiertos de azulejos, resultan muy andaluces, según vamos viendo. 


Bajamos después hacia la catedral, cuya plaza está toda levantada, en obras, como pasa en muchos otros lugares de la ciudad, según nos dicen. La amplia fachada ocre, adjunta al que fue convento de mercedarios y ahora sede de la Facultad de Económicas, resulta armoniosa, pero la novedad está en su interior, que nos sorprende por su blancura luminosa y con un presbiterio cubierto de planchas doradas de madera, de aires barrocos. De cualquier modo, el terremoto de Lisboa la dejó malparada y lo que ahora vemos es fruto de sucesivas reconstrucciones. Más allá, en la iglesia de la Concepción, con bóveda de cañón de madera clara, a pesar de que aún falta para la Semana Santa,  los "capillitas" han instalado un paso con el "Señor de la burrica". Nos explican que los así llamados son gente muy de iglesia, que en este caso preparan un triduo. 












La Plaza de las Monjas parece ser el centro de la ciudad. Es un espacio abierto, con edificios cubiertos de azulejos, de aires de fin de siglo diecinueve, y con un kiosko para música, también finisecular. Al fondo hay una fuente con un Colón en lo alto de una columna, demasiado grandilocuente. Todo tiene un aire de pequeña capital de provincias, incluso el hecho de que unos críos jueguen al fútbol en ella, como sucedía hace ya tanto tiempo.







Tal y como ya nos habían comentado quienes estuvieron aquí antes, la ciudad da para un breve paseo como el que hemos dado, no más. Así que enfilamos hacia Moguer. Queremos llegar a tiempo de visitar la Casa Museo de J. R. Jiménez y Zenobia Camprobí. 

Fue el hogar familiar de él hasta sus veinte años. Se ha decorado y amueblado con lo que no pudieron llevarse de Madrid al partir hacia su exilio en Puerto Rico. Somos los únicos visitantes y los espacios de la casa tienen un aire de autenticidad, empezando por el pozo de la entrada, bajo la claraboya del patio, que logra emocionarme por los textos que se pueden leer en las distintas habitaciones, las fotos, los objetos personales dispersos sobre las repisas. 









Su biblioteca lo muestra como el gran políglota que era. Sabía de su francés por su estancia en Burdeos, pero no de su correcto alemán. Ella era bilingüe en castellano y catalán y se educó en inglés, lo que le permitió traducir bellamente a Tagore, quien luego influiría en el poeta. El inglés de él, usado en Puerto Rico, no quiso utilizarlo nunca, para no perder los ecos de su español fuera de su patria.

Hacía tanto tiempo que no leía a Juan Ramón, que no recordaba la impresión temblorosa que provocó en mí leer por primera vez Platero y yo, en la edición que guardaba mi padre y que ahora se me renueva como un nuevo descubrimiento. Nos recomiendan seguir por esa calle, con sus rejas para pelar la pava y sus portalones de madera, hasta llegar a una plazuela, para podernos sentar en el "Pata Negra", un local para gente del pueblo.


Se nota que los parroquianos se conocen. Se nota que es domingo y que hay ganas de disfrutar del aperitivo. No son los únicos. El cultivo de frutos rojos bajo plástico ha ido trayendo a la zona a subsaharianos que juguetean con los móviles, chicas marroquíes con sus pañoletas que pasean del brazo entre risas, todos aquellos sin los cuales no sería posible la recolección ni la posterior exportación a Europa. De la amplísima carta del bareto, dejo tan sólo una dulce muestra final, una torrija con helado, inolvidable, frente a la escultura en bronce de Zenobia.





 


 







A la hora de comer las calles se vacían y es un placer pasearlas con toda la tranquilidad del mundo. Y así descubrimos la amplia plaza de la iglesia, el Ayuntamiento, hasta un teatro azulejeado tienen, lo que sorprende para una población de apenas 25.000 habitantes. Y en lo alto de una espadaña, el nido con su cigüeña. Para completar la sensación de estar en Andalucía, al ir a coger el coche escuchamos los cascos de unos caballos. Van montados por gente de aquí, con esa estampa que proporcionan los equinos.






































Como está muy cerca y no estamos cansados, decidimos alargarnos hasta Palos de la Frontera. Apenas si tenemos tiempo para recorrer alguna de sus calles. El edificio del Ayuntamiento tiene motivos colombinos en su fachada con una azulejería vistosa. Nos dicen que hemos de darnos prisa si queremos visitar el monasterio, que está apenas a cinco kms. 


El Monasterio de la Rábida fue en su origen un convento franciscano, asentado en una enorme explanada en la que se aparca con comodidad. Los autobuses y los coches indican que los visitantes deben de ser numerosos. No sabemos lo que nos vamos a encontrar, porque no habíamos preparado esta excursión. Cierra a las seis y somo de los últimos en entrar. 


Así que, al entrar, lo primero que llama nuestra atención es un pequeño claustro, de sencillez efectivamente franciscana, tanto por los materiales de ladrillo que lo conforman, como por su estructura en dos alturas, sin apenas adornos, salvo algunas macetas.


Y entramos por fin, a través de un arco de herradura, en una capilla de hermoso artesonado, con elementos mudéjares y unas arcadas góticas de crucería que enmarcan a un crucificado del s. XIV impactante. Todo muy sobrio. Hay un grupo de jubilados que escucha con atención lo que el fraile cuenta sobre milagros y otras historias sagradas. Seguimos visitando por nuestra cuenta el refectorio y las celdas. Casi a punto de salir, descubrimos una sala vacía cuyos muros están iluminados con pinturas de Vázquez Díaz, alusivas al Descubrimiento, claro.







Decidimos dejar de lado la visita a la réplica de las carabelas  que fondean en Palos; por cierto el nombre no viene de trozo de madera, sino de paulus, zona pantanosa. El resto del viaje es pelear contra el sol poniente que se estrella en mis gafas y protegen mis ojos, pero que no deja de dificultarme la conducción, hasta llegar a Isla Cristina. Hotel, descanso, cena y elecciones gallegas que están cantadas. 

José Manuel Mora. 



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