J. R. J.
Hoy arrancamos ya en nuestro coche alquilado, lo que proporciona toda la libertad a la que acostumbramos en nuestros viajes. Es domingo, con lo que nuestra llegada a Huelva nos deja ver una ciudad casi por completo vacía, donde incluso resulta difícil encontrar a alguien a quien preguntar cómo llegar a la iglesia de S. Pedro, encaramada en un altozano. Tanto el campanario como la aguja, cubiertos de azulejos, resultan muy andaluces, según vamos viendo.
La Plaza de las Monjas parece ser el centro de la ciudad. Es un espacio abierto, con edificios cubiertos de azulejos, de aires de fin de siglo diecinueve, y con un kiosko para música, también finisecular. Al fondo hay una fuente con un Colón en lo alto de una columna, demasiado grandilocuente. Todo tiene un aire de pequeña capital de provincias, incluso el hecho de que unos críos jueguen al fútbol en ella, como sucedía hace ya tanto tiempo.
Tal y como ya nos habían comentado quienes estuvieron aquí antes, la ciudad da para un breve paseo como el que hemos dado, no más. Así que enfilamos hacia Moguer. Queremos llegar a tiempo de visitar la Casa Museo de J. R. Jiménez y Zenobia Camprobí.
Fue el hogar familiar de él hasta sus veinte años. Se ha decorado y amueblado con lo que no pudieron llevarse de Madrid al partir hacia su exilio en Puerto Rico. Somos los únicos visitantes y los espacios de la casa tienen un aire de autenticidad, empezando por el pozo de la entrada, bajo la claraboya del patio, que logra emocionarme por los textos que se pueden leer en las distintas habitaciones, las fotos, los objetos personales dispersos sobre las repisas.
Su biblioteca lo muestra como el gran políglota que era. Sabía de su francés por su estancia en Burdeos, pero no de su correcto alemán. Ella era bilingüe en castellano y catalán y se educó en inglés, lo que le permitió traducir bellamente a Tagore, quien luego influiría en el poeta. El inglés de él, usado en Puerto Rico, no quiso utilizarlo nunca, para no perder los ecos de su español fuera de su patria.
Hacía tanto tiempo que no leía a Juan Ramón, que no recordaba la impresión temblorosa que provocó en mí leer por primera vez Platero y yo, en la edición que guardaba mi padre y que ahora se me renueva como un nuevo descubrimiento. Nos recomiendan seguir por esa calle, con sus rejas para pelar la pava y sus portalones de madera, hasta llegar a una plazuela, para podernos sentar en el "Pata Negra", un local para gente del pueblo.
El Monasterio de la Rábida fue en su origen un convento franciscano, asentado en una enorme explanada en la que se aparca con comodidad. Los autobuses y los coches indican que los visitantes deben de ser numerosos. No sabemos lo que nos vamos a encontrar, porque no habíamos preparado esta excursión. Cierra a las seis y somo de los últimos en entrar.
Decidimos dejar de lado la visita a la réplica de las carabelas que fondean en Palos; por cierto el nombre no viene de trozo de madera, sino de paulus, zona pantanosa. El resto del viaje es pelear contra el sol poniente que se estrella en mis gafas y protegen mis ojos, pero que no deja de dificultarme la conducción, hasta llegar a Isla Cristina. Hotel, descanso, cena y elecciones gallegas que están cantadas.
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