Isla Cristina

Lengua de arena

No era mi primer viaje con el IMSERSO. Ya estuve en San Carles de la Ràpita y en Fuentepodrida, aunque entonces no publiqué reseña alguna de nuestra visita. Pero en ambos casos fui con mi coche, con lo que la estancia y las salidas eran de programación propia. En esta ocasión, había que coger avión hasta Sevilla y desde allí, dos horas de autobús hasta Isla Cristina, donde se ubicaba nuestro hotel frente al mar. Por el camino, el paisaje va cambiando y se llena de pinos panzudos, olivos y naranjos. Cruzamos ríos con nombres de ecos escolares, embarrados por las últimas lluvias, el Tinto, el Odiel... Pronto se divisan las marismas, llenas ahora de agua con flamencos al fondo. Unos cuarenta "ancianos" escuchamos la información de la guía, sobre una tierra que no conocemos y que se formó debido a un tsunami provocado por el terremoto de Lisboa de 1755. No será la única sorpresa. Bajamos a ver el mar y el primero de los atardeceres de la zona, en un día grisáceo. Valió la pena llegar por una pasarela de madera hasta una playa, la de la Gaviota, que dicen que se alarga más de 50 kms hasta llegar a la desembocadura del Guadalquivir. No hay nadie. El silencio se rompe rítmicamente con una sola ola, vencida por el gris malva de la tarde y que, en su deshacerse, anuncia que está comenzando la pleamar. Uno entiende ahora los versos de Alberti:  " Y de pronto, el mar suelta un caballo blanco... / y se queda dormido". 



Al día siguiente salimos a explorar el pueblo y vamos recorriendo la costa de lo que luego sabremos es el río Carreras, en el que duermen cuatro barquichuelas que no han salido a faenar. Llegamos hasta la lonja del pescado, la segunda en importancia, tras la de Vigo. Ahora está tranquila, esperando las capturas. Nos adentramos en el pueblo y encontramos el punto de información. Los mapas de papel me siguen resultando mucho más orientativos. Pasamos ante la casa donde vivió en los años treinta Blas Infante, padre de la patria andaluza. Está rodeada de otras edificaciones bajas, adornadas con azulejos de la tierra y con patios interiores, lejos de los barrios nuevos, feos con ganas. Las plazuelas arboladas, sin apenas circulación, se van llenando de gente preparada para el desfile vespertino. No hay colegio y las familias, al completo, van ya preparadas. Resulta evidente que el modo de vivir de "los del sur" es muy especial. Saben disfrutar.






























Al atardecer, en el Paseo de las Palmeras, la gente se  va concentrando. Tan sólo quienes por edad no están ya para trotes, no van disfrazados para acompañar a la sardina antes de su entierro e incineración. Ellos se sientan en los bancos del paseo, dispuestos a disfrutar del desfile. Sabemos ahora que, tras los de Cádiz, son los segundos en importancia. La creatividad no parece tener límites a la hora de lucir tocados de plumas o tutúes por parte de unos varones barbudos, absolutamente desprejuiciados, llevando a sus criaturas en el cochecito para que se vayan ambientando. Y cada año es distinto, y las charangas y las murgas compiten en diversión y crítica. Atuendos, brillos, bailes, música, copas en la mano... Hay que aguantar hasta las once de la noche. Un grupo de sesentonas de luto riguroso, elegantísimas, va cantando, "que no, que no, / que no nos da la gana / que no me voy de aquí / hasta por la mañana". Uno de los papás, travestido, se deja fotografiar antes de volver a casa. Es patrón de barco y a las cuatro de la madrugada ha de hacerse a la mar. Es evidente que la gente conjunta bien el ser disfrutona y trabajadora. La sardina ya ha ardido junto a la playa y la gente va retirándose con desgana. Me resulta difícil elegir entre el centenar de fotos que hice, pero sí quiero dejar aquí una muestra de la creatividad y el sentido del humor de los de esta tierra. 



















































José Manuel Mora.



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