Mediodía en el tiempo, de José María Guelbenzu

De la belleza y el tiempo

Hace tiempo que no me costaba terminar un libro. Esta vez me ha sucedido. Y lo siento, porque venía de la mano de mi amigo Pascual, insaciable y sabio lector. Le hice caso porque al autor del libro lo conozco (dejo de lado la referencia biográfica, ya que viene expuesta en la reseña que cito a continuación), tanto en su faceta de novelista (El río de la luna, de 1981, fue la primera que leí), ya comentada aquí en El amor verdadero, de 2014, como en la de crítico. Sus reseñas de literatura inglesa, sobre todo la decimonónica, suelen ser acertadas. Se trata de José María Guelbenzu. Mediodía en el tiempo. Madrid: Ediciones Siruela, 422 páginas. Parece pertinente, e incluso necesario, señalar que la cubierta del libro es una obra de Singer Sargent, ya que la novela se cierra con una reflexión profunda que nace de la contemplación de ese cuadro.


El arranque de los libros dicen que debe ser potente, atrapante, para que no lo puedas dejar. Y es cierto que el de éste es cuando menos curioso, ya que comienza con el nacimiento de dos niños, Pedrito Casabuena, de familia bien, y Alberto Remolín, de clase media baja. Sus destinos acabarán por unirse al ser la señora Remolín ama de cría de los dos, puesto que la señora Casabuena no estaba en condiciones de dar de mamar. Toda esa primera parte, casi de realismo costumbrista, ambientada a finales de los años cuarenta (Guelbenzu nació en 944), me ha resultado entretenida, me ha traído recuerdos de mi propia infancia. Y de repente, sin que se justifique, tras escuchar inicialmente la voz del narrador en tercera persona y la de Alberto en primera, leemos: " Es hora de cambiar de voz, de mirada y de distancia" (pág. 58). Pero no se explica cuál es esa nueva mirada que nos seguirá contando la historia, puesto que quien sigue narrando es Alberto. Sí sabemos que la carga de aquella la van a llevar cuatro personajes, los dos citados, más Ignacio, que viene de Deusto, y Belarmino, el feo, de Oviedo. Y se va convirtiendo poco a poco en una novela generacional. Esa amistad arranca a finales de los sesenta y veremos a los personajes evolucionar hasta entrado el s. XXI. 

La muerte del dictador, la Transición, la llegada de los socialistas al gobierno, son hitos que yo también he vivido. Aquí quedan como telón de fondo, puesto que lo que parece interesar al novelista es la evolución vital de los cuatro amigos. Sigue jugando Guelbenzu con las voces narrativas. "Como narrador no identificado contratado por el autor de la historia..." (pág. 81). Y vuelve a contarnos los amores de cada uno de ellos, que se irán resolviendo con distinta suerte, ya que el retrato moral de los personajes, muy logrado por cierto, es lo que los lleva a su actitud frente a las mujeres y frente a la vida. Por ejemplo, "el aturdimiento de Alberto respecto a las mujeres era el sino de su conducta" (pág. 172). Y una nueva intromisión del oculto contador: "Vaya - dijo el narrador llegados a este punto -, ahora el tal Alberto se ha apoderado de la narración y yo no voy a consentirlo" (pág. 241). ¿Quién es quien no da su consentimiento? No lo sabremos. Poco a poco se hace evidente que, junto al relato de estas vidas, tal vez Guelbenzu está interesado en hablarnos de cosas más profundas, las que le afectan a él como ser humano de una edad ya otoñal. "La fugacidad es lo único que tenemos en nuestras manos, no la perennidad [...]. Sólo nos es posible disfrutarla en el instante en que se muestra [...]. El instante sublime, sí, el  Mediodía en el Tiempo lo llamo yo" (pág. 281).  Y cita a Machado, que está detrás de estas reflexiones:

que solamente

lo fugitivo permanece y dura.

Ante este devenir implacable, del que nos hacemos conscientes con el paso la edad, la disposición anímica de cada quien depende de su formación, de sus circunstancias, de su carácter. Hay quien se sitúa en la queja constante por lo que no volverá, quien se adentra en el sexo como tabla de salvación mientras se pueda, quien pasa las tardes haciendo sudokus, o escribiendo reseñas, como hago yo ahora... A lo que Guelbenzu no está dispuesto es a acudir a la nostalgia, "que lo tiñe todo de sentimentalismo. Lo único que vale es la memoria [...]. La verdadera defensa contra el paso del tiempo" (pág. 340). Porque piensa él que justamente lo que nos diferencia de los animales es la consciencia de la memoria y del paso del Tiempo. "La idea del Tiempo es la que pauta y concluye cada vida" (pág. 402). Y así va llegando uno al final de la novela. Hemos perdido de vista a alguno del cuarteto protagonista, pero tampoco es que me importe mucho. Se va cerrando sobre Alberto, y el más inesperado de todos, Belarmino, el feo. Cuando decía al principio que me había costado terminarla, me refería justamente a esa desgana por el porvenir de los protagonistas, al ir dándome cuenta de que no se resolvería de modo alguno. Por todo ello es por lo que considero esta última obra de Guelbenzu un libro en parte fallido, a pesar de los retratos de personajes, con un uso acertado de los diferentes registros de habla, y unas reflexiones sobre la belleza y el tiempo que son certeras, pero tal vez algo extensas. Vale.

José Manuel Mora. 

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