Niebla y Doñana

Historia y naturaleza

Hay nombres que quedan envueltos en la magia de lo evocado, aunque los lugares no se hayan visitado nunca. En mis tiempos salmantinos, mi amiga Nieves visitó el Parque Nacional de Doñana y pernoctó en él. No se cansaba de compartir las sensaciones que experimentó en el silencio rumoroso de las acampadas a cielo abierto. Lo tenía mitificado. Así que la visita al Parque era la última de las excursiones a las que decidimos sumarnos. Había hecho búsquedas previas y me pareció evidente que el único modo de visitarlo era de forma organizada. Sin embargo, antes de llegar a la zona acotada, había prevista una visita a una ciudad con ecos para mí históricos, Niebla, en cuya batalla se utilizó por primera vez la pólvora. 

















Y la primera sorpresa es encontrarme con una ciudad fuertemente amurallada, con un perímetro de dos kilómetros de paredes almenadas y cuarenta torres defensivas. Penetramos por la Puerta del Agua en un recinto que primero fue musulmán, como marcan sus arcos lobulados, y luego cristiano, señalado por la iglesia de San Martín, que fue anteriormente mezquita. En el lugar del antiguo mihrab se alza ahora una arquería de tracería gótica que, aun en ruinas, muestra lo fuerte que debió de ser el intento de superar el culto musulmán, aunque no más fuera en altura, para lo que hubo que levantar un campanario donde ahora se asientan las cigüeñas. 


Por la Calle Real se llega a  la Plaza de Santa María de la Granada, peatonal, con una fuentecilla de piedra sobre la que resplandece, casi perpendicular, el sol y con un campanario elegante.  Los dos cuerpos inferiores de la torre parecen pertenecer al antiguo alminar de la mezquita, como señalan sus arcos, lo que se confirma al entrar en el patio, con una aire casi granadino. Su interior es de un gótico mudéjar sobrio, salvo la tracería estrellada del altar mayor. Hay un par de piezas visigóticas, una silla arzobispal y un atril, ambos de mármol blanco, hermosos en su primitivismo. 



















Y desde allí nos llevan a uno de los monumentos más importantes de la villa, el Alcázar de los Guzmanes, situado sobre un alcor, con fundamentos originales romanos, dado su buen enclave defensivo; más tarde, los emires de la taifa musulmana levantaron la edificación para dedicarla a residencia. Ya en el XIII, los Guzmanes fueron los que ocuparon la fortaleza, que ahora tiene unos muros de una anchura excesiva, que sólo se percibe al atravesar sus puertas. El río Tinto fluye a sus pies, lo cruza un puente romano y la panorámica de toda la campiña desde sus almenas es impresionante. La planta es cuadrangular y la edificación está organizada en torno a dos grandes patios de armas, flanqueados por torres cuadradas y de tambor. En un ángulo, la del homenaje es la más alta del recinto y se puede acceder a ella por unas estrechas escaleras. Vale la pena el esfuerzo de llegar a la barbacana y recorrer el paseo de ronda. Se hace evidente que había una zona palaciega y residencial y otra fundamentalmente defensiva.  La visita la hago en solitario, perdiéndome por recorridos sin gente, lejos de la muchachada "imsersiana", que sigue atenta al guía. 



Vale decir que tras el terremoto de Lisboa y las guerras napoleónicas, lo que vemos es fruto de una restauración cuidadosa, que da perfectamente el pego. La visita ha sido larga y sin apresuramientos, pero es hora de salir hacia Matalascañas, un conjunto de urbanizaciones sin gracia entre pinos. Nos adentramos en los terrenos arenosos que recorren las carretas cuando van hacia el Rocío. A veces van apareciendo los famosos cultivos bajo plásticos. Paramos a comer en "Casa Matías" (1962), un menú que ya ha sido contratado previamente y que sirve para que los viajeros socialicen. Descansamos un poco, y tras el café salimos hacia nuestro destino, el Coto, por antonomasia. 










El Parque Nacional dispone de vehículos especiales, de ruedas que puedan transitar por los terrenos de su interior. No están permitidas las visitas individuales, y las colectivas han de ser con guía autorizado. La visita se inicia con un recorrido de treinta kilómetros de playa virgen, con un mar de una sola ola. Ambos, playa y mar están siendo picoteados por unas avecillas pequeñas que tratan, como sus compañeras las gaviotas, de alimentarse con lo que encuentran en la arena. El mar está de un turbio brillante, porque sopla del este. El chófer, todo un experto, va explicando con detalle mientras conduce por el borde del agua con las dunas a su izquierda. Al final, se aquieta por completo porque entran en escena las aguas del Río Grande. Enfrente se perfila Sanlúcar y más allá el faro de Chipiona.  














Poco a poco se va poniendo de manifiesto que el conductor es especialista en flora, fauna, ecología, sociología, política, y que conoce la problemática de su tierra. Lo escucho como si estuviera dando una clase magistral, pero sin el empaque habitual del mundillo universitario. Nos vamos adentrando en zona de matorral, con un traqueteo importante, dado el firme de la pista por la que circulamos, en medio de una pinada apretada, con un montón de árboles que no sabría nombrar, pero que él identifica con precisión. Los olvido de inmediato, salvo la zarzaparrilla, que me llama la atención porque envuelve los troncos más altos y los viste desde las copas a los pies. Paramos en la zona propiamente marismeña. Como llevan años de sequía, lo que debería ser marisma es un secarral sin agua. La arcilla del subsuelo no impermeabiliza un terreno agostado. Allá lejos fluye el río. Nos hemos detenido en una parada "técnica", en lo que pretende ser la reconstrucción de las cabañas en las que vivían quienes cuidaban del parque, cuando todavía estaba permitido. De vez en cuando vemos a lo lejos cervatillos, jabalíes o caballos salvajes. 



















Y vamos pasando ya a la última de las zonas que visitaremos, la propiamente dunar. Los viajeros se asombran del fenómeno que los que venimos de Alicante conocemos bien, sobre todo si hemos ido a Guardamar. La arena, empujada por el viento, se va trasladando y va cubriendo los pinares. Al tiempo, y como el viento de poniente no se detiene, en las zonas que fueron anegadas por las dunas, pinos nuevos vuelven a aparecer paulatinamente, en un fenómeno cíclico. La explicación final sobre los cultivos bajo plástico es más clarificadora que todo lo que uno haya podido leer en prensa. El viaje ha durado cuatro horas y es el momento de volver a subir a los buses para regresar al punto de partida. 






















El regreso se hace largo: ha sido un día de muchos kilómetros, pero ha valido la pena por lo ilustrativo que nos ha resultado. Al ser sábado, nos tememos alboroto en el hotel, pero a las 23 se acaba el karaoke y dormimos plácidamente.

José Manuel Mora.

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