Ayamonte, último día

Despedida

Y de repente surge lo imprevisto. Con ánimo de viajar hasta la sierra de Aracena y su Gruta de las Maravillas, al llegar a Lepe empiezo a encontrarme mal. Regresamos. Cerca del hotel hay un pequeño centro de salud donde me atienden y me diagnostican con precisión y certeza: cólico nefrítico. ¡Viva la sanidad pública! No aconsejan volver a coger el coche. Toca descansar. Por la tarde, algo aliviado, damos un pequeño paseo hasta la lonja, donde se subasta el pescado a una velocidad de expertos. Regresamos al hotel bordeando el río.


No tomo ya notas en la bitácora. Escribo de memoria. Amanezco mejor y decidimos dar un paseo en un barco turístico por el río Carreras, que llega a salir hasta la bocana y enfrente divisamos las construcciones turísticas de Isla Canela. Pasamos junto a una edificación con pinta de faro y que resulta ser la residencia de un conocidísimo cantante de aquí. La marea está baja y hay pocos barcos fondeados que no hayan salido de madrugada a pescar. El sol brilla como si fuera verano, aunque hay que ir protegido contra la brisa que puede acatarrar. El paseo dura hora y media, es agradable e informativo. El patrón, un lobo de mar ahora reconvertido en gestor turístico, sabe de lo que habla. En medio de la navegación nos ofrecen un platillo de gamba y vino blanco. Un detalle.


Dado que la mejoría se mantiene, decidimos acercarnos después de comer a Ayamonte, a ver la última puesta de sol de nuestro viaje. Entramos por la parte alta del pueblo, junto a la parroquia del Salvador con un campanario que llama la atención por lo esbelto. Desde allí nos acercamos a un mirador desde el que se aprecia en toda su magnitud el que es uno de los puentes más largos de Andalucía, el que conecta con Portugal.












Y desde allí vamos bajando hasta la orilla del río, donde dejamos el coche, dispuestos a callejear. Hay muchas que están peatonalizadas, lo que permite pasear con tranquilidad y admirar edificaciones sencillas, pero decoradas conos colores que vamos ya asociando a estas tierras, el amarillo albero. Y sin proponérnoslo damos con la llamada Casa Grande, que es la sede de la Casa de la Cultura. Es un edificio de sillares, del XVIII, estructurado en torno a un patio con pozo. Alberga la Biblioteca Municipal, salas de exposiciones y conferencias y lo más curioso, una sala con enormes tinajas enterradas en el suelo de la habitación donde se guardaban provisiones para la flota. 


























Y llegamos hasta el que se conoce como Paseo de la Ribera, rodeado de palmeras y con unos bancos de piedra, adornados con unos azulejos que hacen que uno necesite sentarse un rato. Casi al lado está el puerto deportivo con un montón de amarres. Parece que el pueblo en verano es un hervidero de turistas con ínfulas de patronear sus embarcaciones. Seguimos caminando sin rumbo fijo, sin mapa, sin prisas. Y acabamos frente a la iglesia de las Angustias, con una escalinata que le da un porte señorial, encajada en una pequeña plaza.


En la Plaza de la Laguna tomamos el último café frente a los bancos que la adornan, que vuelven a ser una muestra de su maestría a la hora de diseñar los azulejos que revisten los bancos. El sol va de bajada, enmascarado en nubes que velan su brillo. En algunas calles aún quedan restos de los pasados carnavales.



La luz es la que nos indica que el viaje va acabando, dada mi reticencia a conducir de noche. Regresamos a la orilla del río para ver cómo se despide el sol. Con esta entrada viajera, me despido de viajes por ahora. Habrá que dejar pasar las celebraciones primaverales, además las borrascas han decidido aguar la fiesta a los capillitas, pero después de haber visto el Coto seco, me parece absolutamente necesario que llueva a cántaros. Los locales parece que tienen como rito venir a disfrutar de las puestas, que cada día deben de ser diferentes.  Con esa imagen lo dejo.


José Manuel Mora.






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