Adjetivo paradójico
La lectura rápida, en prensa, de una reseña ha hecho que esta vez me decante por el exotismo de su procedencia y de nuevo por la literatura escrita por mujeres, más si tiene un nombre tan exótico como el de Ypi, Lea. Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia. Barcelona: Ed. Anagrama, 2023; traducción de Cecilia Ceriani. 318 págs. Como curiosidad señalaré que el original se escribió en inglés y se publicó en Londres en 2021, lo que se explica en el párrafo siguiente. Aquí vamos ya por la sexta edición.
Ypi (Tirana, 1979) es una escritora albanesa que, tras estudiar Filosofía y Literatura en Roma, trabaja en la actualidad como profesora de Teoría Política en la London School of Economics, y que además da clase de Filosofía en la Universidad Nacional de Australia. De todo ello se deduce que habla con fluidez el albanés, el inglés, el italiano y el francés en que su abuela se comunicaba con ella. Se maneja también en alemán y en español. Todo ello le ha permitido especializarse, bebiendo directamente en las fuentes de la Ilustración, el marxismo y la historia de los Balcanes. Aunque su familia fue originariamente musulmana, de tapadillo, en la escuela, "con la ayuda del Partido pudimos por fin comprender que Dios no era más que una invención" (pág. 56). Ella se reconoce ahora como agnóstica. Todos estos datos pueden ayudarnos a entender mejor el contenido del libro.
Los Balcanes han ido interesándome a partir de la terrible guerra civil de la antigua Yugoslavia, que seguí conmocionado en prensa y televisión, de lecturas allí ambientadas, como
La hija del Este, de Clara Usón, o
Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric, de mi viaje a Croacia y Montenegro... Pero Albania permanecía como un espacio infranqueable, al que nunca me hubiera atrevido a viajar, a pesar de estar a tiro de piedra de la costa italiana. Los "mafiosos albaneses", como estereotipo, tampoco ayudan a animarse a visitar el país. Y es aquí donde el libro arranca, desde la voz de una niña de once años, la propia Lea, que hoy escribe un libro a caballo entre las memorias, el ensayo histórico, la reflexión sociopolítica y la novela. Y ya desde el inicio surge un primer pensamiento de la cría: "Nunca me había parado a pensar en la libertad. No hacía falta. Teníamos muchísima libertad" (pág. 16). A pesar de ello, "En julio de 1990 decenas de albaneses habían trepado los muros de algunas embajadas extranjeras en busca de refugio" (pág. 22). La caída de la estatua de
Enver Hoxha es algo que la criatura no entiende, porque en la escuela le habían explicado que estaban en el lado correcto de la Historia.
El 90 queda tan atrás que apenas recuerdo la caída del último dictador del llamado "socialismo real", defensor del estalinismo y crítico de la Unión Soviética por "revisionista", lo que llevó al país a un aislacionismo internacional. En ese contexto, Lea se pregunta: "¿Por qué la gente reclamaba libertad si ya éramos uno de los países más libres de la tierra? [...] Me convertí en adulta el día en que me di cuenta de que era yo quien debía conferirle sentido a mi propia vida [...]. Perdí mi inocencia infantil" (pág. 39). ¿Cómo podía ella compaginar el adoctrinamiento que se les practicaba en la escuela, con el hecho de provenir de "una familia de intelectuales"? (pág. 41). Va siendo consciente de que "era producto tanto de mi familia como de mi país" (pág. 145). Habían llegado las primeras televisiones y en ellas "descubrimos que no era necesario hacer cola [...], que las estanterías rebosaban de productos {...], que la gente no presentaba bonos de comida" (pág. 95). La teoría escolar comenzaba a ser contrastada con otras realidades.
Alia, el sucesor de Hoxha, comenzó una tímida apertura que llevó a que "los mismos que que habían participado en las marchas que celebraron el socialismo [...] se echaran a la calle para exigir su fin" (pág. 139). La narradora, con el toque irónico de la escritora, que impregna todo el libro, dice: "la bufanda roja de pionera [...] pronto se convertiría en un trapo con el que limpiar el polvo" (pág. 137).
Y hay otro aspecto del que se hace consciente la futura escritora: "Antes de que se desintegrara el Estado, se desintegró el propio lenguaje con el que se articulaba la aspiración [...]. Cuando por fin llegó la
libertad fue como si te sirvieran comida congelada. Masticamos poco, tragamos rápido y nos quedamos con hambre" (pág. 148). Todo ello llevó, ya en 1991, a las estafas piramidales, a los cierres de empresa, a los intentos de salida del país, en una emigración masiva y descontrolada hacia Italia, a una breve guerra civil. "En el pasado te detenían por querer irte del país. Pero después, cuando ya no estaba prohibido emigrar, no éramos bien recibidos fuera de nuestras fronteras" (pág. 196). Y de nuevo la ironía en forma de paradoja: "¿Las fronteras y los muros sólo son censurables cuando sirven para impedir que la gente salga y no cuando impiden que la gente entre?" (pág. 197). Y esto me resulta dramáticamente familiar todavía hoy. La narradora, hablando por boca de su padre señala que "la ironía era más que un recurso retórico: era un método de supervivencia" (pág. 252), lo que claramente se puede aplicar al modo de escribir su relato.
Y, más que todo este recorrido por la historia del país de su infancia, el libro atrapa por el recuento de su vida familiar, ese grupo humano venido a menos, limitado a una vida gris, en la que se hablaba en susurros por miedo a que las paredes oyeran (las cárceles se llamaban "universidades", la
segurimi acechaba), en el que la abuela, Nini, de origen griego, hablaba en francés a su nieta para que quienes los rodeaban no entendieran lo que se decía, que viajó a Atenas en un intento de recuperar las posesiones que le fueron incautadas, detalles tan surrealistas como la pelea entre vecinas por una lata de coca-cola (de ahí la foto de la cubierta), la huida de la madre a Italia, mientras ella ha de comenzar en el instituto, donde "la asignatura Economía de Mercado sustituyó a la de Materialismo Dialéctico" (pág. 264). El retrato de todos sus integrantes es inteligente, cercano, vivo. Y cuando ya te parece conocerlos, resulta dura la confesión de Lea: "En 1990 no teníamos más que esperanza. En 1997 también la perdimos" (pág. 309). A partir de esa fecha el libro adopta la forma de un diario en el que los hechos se suceden de forma dramática y tumultuosa, con disparos en la ventana mientras ella leía
Guerra y paz. "Cuando comencé a escribir, las ideas se convirtieron en personas; en las personas que me hicieron ser quien soy" (pág, 318). Y ese es otro de los grandes aciertos del libro. Resulta un punto dramática la conciencia de la escritora desde su Londres actual cuando termina diciendo: "Para mí el liberalismo era sinónimo de promesas incumplidas, de destrucción de la solidaridad, del derecho a heredar privilegios, de hacer la vista gorda ante la injusticia [...], mi mundo está tan lejos de la libertad como aquel del que mis padres intentaron escapar. [...]. He escrito mi historia para explicar, para reconciliar, para continuar la lucha" (pág. 318). Lástima que para los madrileños defensores de la "libertad de una cerveza" estas reflexiones les queden tan lejos. Como decía aquel chiste que me contaba mi amigo Paco en mi colegio mayor valenciano, "confunden el culo con las témporas".
José Manuel Mora.
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