En mis tiempos de secundaria la música no era una asignatura curricular, así que nunca tuve la oportunidad de estudiar solfeo. Sin embargo, el buen oído típico de los Mora de Dolores, de donde es mi familia paterna, hizo que pudiera disfrutarla. Siempre me gustó escuchar los "discos solicitados" en la radio, que acabaron formando mi paisaje emocional de la infancia y la preadolescencia. Porque con dieciséis años mi padre tuvo a bien regalarnos un tocadiscos con una colección de long plays de "Selecciones". Pronto empezamos a comprarnos discos de 45 rpm. El primero, el "Capricho Italiano", de Chaikovski. No le hacía ascos a nada. Con 18, me aprendía en una noche las más pegadizas del Festival de San Remo y era capaz de tararearlas. Así que no resultó extraño, al llegar a Salamanca, apuntarme al coro de S. Benito. Empecé a disfrutar con la mezcla polifónica de voces, que aprendíamos a base de ensayos presenciales. Seguí con ello en La Paillère de Burdeos, ahora cantando en francés. Y, en "argentino", rasgueé la guitarra gracias a mi amiga Mimí: sambas, cuecas, canción protesta... Luego la afición tudelana a cantar sevillanas o a Raimon o a la Bonet, todo de oído. La docencia me alejó del canto durante treinta años. Y, al jubilarme, me apunté al coro de la Universidad de Alicante. Un exigente director, Juan Luis Vázquez, me fue introduciendo en la lectura de partituras. Como él decía, el principal mandamiento de un buen coralista era: "escucharás a tu prójimo (también próximo) más que a ti mismo". Nunca pensé que fuera a ser capaz de llegar a cantar el Requiem de Mozart; mucho menos los Carmina Burana, como ya he hecho. La conjunción de voces es algo que me sigue emocionando cuando sale bien. Esta larga introducción viene a cuento como presentación de la película Boléro (léase como aguda, a la francesa), dirigida en 2024 por Anne Fontaine. Ahora está disponible en Filmin.
Como no retengo, comencé a verla atraído por el magnetismo obsesivo de la famosa melodía, más que por su directora, la luxemburguesa Fontaine, de quien ya había visto Les innocentes (2016) con muchísima emoción, aunque dejé de lado su Coco Chanel. Sí que imaginaba que se trataría de un biopic del célebre compositor Maurice Ravel (1875). Y ya en el arranque se pone de manifiesto una cuidadísima ambientación, lo que ayuda a entrar en la historia con una estupenda fotografía de ChristopheBeaucarne.Las dificultades del principiante para lograr entrar en el ámbito restringido de los barbus ya muestran que el mundo de la música está repleto de rencillas y miserias, de críticos que pueden destrozar una carrera. El talento no siempre se reconoce, a menos que a veces se tenga padrinos. O en este caso, una madrina, Ida Rubistein (aquí Jeanne Balibart), la vanguardista bailarina judía de los años veinte, que fue capaz de desnudarse por completo en escena. Su intuición la lleva a pedirle en 1928 a Ravel una composición para balé. Ya había bailado con los Balés Rusos y con Nijinsky.
Había coreografiado también a Débussy, y propuso a Ravel (Raphaël Personnaz) algo de aires "españoles", que fuera "carnal, embriagador y erótico". Aun con tiempo suficiente por delante, el compositor se ve abocado a una sequedad de inspiración que lo atormenta, mientras viaja dando conciertos por EE.UU., y vive en constantes dudas por su relación con la pianista Misia Sert(Dora Tillier), que había recibido clases de Fauré, y que tenía una gran sensibilidad musical, que confiaba en Ravel, y que estaba desdichadamente casada. Una de las escenas que mejor lo retratan es cuando le pide a una prostituta que se quite unos guantes de satén para percibir su rastro sonoro. Su afán de perfeccionismo lo lleva a desconfiar de sí mismo, a aislarse de la gente. Tardó seis años en acabar la composición. Se daba en él la posibilidad de aunar la tradición y la modernidad. Ya lo había demostrado siendo joven en su delicada Pavana para una infanta difunta (1899).
Él veía/escuchaba música en cualquier sonido que pudiera rodearlo: máquinas, goteos, trinos... La repetición de los mismos se va imponiendo como posible eje vertebrador de la composición. Con una única frase melódica, decide repetirla hasta diecisiete veces, con la incorporación progresiva de los instrumentos, en un crescendo absorbente que arrastra al que lo escucha. Y es esa meditación sobre la música lo que me ha resultado atractivo en la película, además de unas interpretaciones muy ajustadas por parte de un intenso Personnaz y la belleza sugerente y esquiva de Tillier, siempre dispuesta a animar y sostener al compositor. La bailarina lo convertirá por fin en una pieza llena de sensualidad, que tuvo un éxito enorme. Al igual que la estructura del bolero, la película tiene también una narrativa circular, con idas y vueltas al pasado.
La pieza se le fue de las manos, porque era fácil que cualquiera se quedara con el "aire", habiendo escuchado la melodía sólo una vez. El cine vino a coronarlo ya en el siglo XX, desde Cantinflas, con su Bolero de Raquel, que mi chacha Ángeles bailaba para mi hermano y para mí, a Bo Dereck en 10. Es curioso que la propuesta dancística que se presenta en la película me haya traído a la mente la coreografía fascinante que planteó hace años en enorme Maurice Béjart para la misma obra, pero esta vez bailada por varones, con la misma carga, si no aumentada, de sensualidad y fuerza, con el mismo tono obsesivo en torno a aquella mesa circular rodeada de bailarines que acababan por someter al solista.
Las películas de carácter biográfico, lo que los modernos llamamos biopic, se ven sometidas a unas reglas establecidas. Sin embargo, tal vez por la personalidad de Ravel y por su música, aquí creo que se logra el acercamiento al proceso creativo y a su sorprendente resultado. Dejo a continuación el vídeo con la coreografía bejartiana para quienes no la hayan visto todavía. Vale la pena seguirlo al completo. Luego, el trailer.
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