La edad lo hace a uno situarse en determinadas coordenadas históricas, sociológicas, culturales. Ya en los años noventa me venía grande el fenómeno de la "ruta del bakalao", que a mi alumnado parecía fascinarlo y que a mí me quedaba tan lejos. Excuso decir lo que treinta años después, y ya en la setentena, puede suponer para mí el asunto de las raves. Esos sonidos repetitivos, concebidos como latidos de un corazón potente, han sido creados para ser bailados en ceremonias colectivas, llenas de alcohol, "petas" y completamente al margen de la sociedad. Tan al margen que aquí, el director, Oliver Laxe, ha decidido que ese encuentro sonoro tenga lugar en un sitio perdido, en medio del desierto del sur de Marruecos. Ahí se desarrolla Sirât (الصراط), que parece que se podría traducir por "camino recto", o "puente sobre el infierno", el que conduce al paraíso y que sólo los justos logran cruzar sin caer en el abismo.
El director, de origen gallego pero criado en Francia, de padres migrantes, de ahí su perfecto francés, ya me sorprendió con su anterior título, O que arde (2019), que se salía de lo establecido al ubicar la historia en la Galicia profunda, allá donde se producen los terribles incendios veraniegos. También los personajes eran marginales: la anciana madre incombustible y el hijo recién excarcelado a quien todos miran con recelo. Aquí vuelve a hacerlo, pero con más peligro, pienso, puesto que hay en la cinta una mezcla de géneros al iniciarse casi como un documental y continuar como la road movie de la que hablaba en el título de la reseña, una peli de aventuras, y lo que acaba siendo una viaje espiritual, cuya filmación ha debido de ser un auténtico tour de force en ese territorio entre Marrueos y Mauritania, que es un no man´s land. Y le ha salido bien, puesto que ha conseguido el Premio del Jurado en Cannes este año 2025, donde ya era conocido por sus anteriores trabajos. Doble mérito, puesto que también firma el guión, junto a Santiago Fillol. Se ha atrevido además a hacerlo con actores no profesionales, salvo el inmenso Sergi López.
La peli arranca fuerte, con la instalación de un muro de altavoces potentísimos ante una pared de roca ocre, vertical, escenario perfecto para que comience la fiesta de la comunión con los otros, con uno mismo, con la tierra, a la vez que se evidencia la incomunicación en medio de tanta gente. Y ahí, bailando, vamos conociendo a los integrantes de un grupo de seres humanos rotos por dentro y por fuera (Stefania Gadda, Jade Oukid, Richard Bellamy, Tonin Janvier)que se proponen asistir a la rave más potente del desierto.
Y lo harán por un territorio sin señalizaciones, por pistas, vadeando riachuelos, conduciendo al borde de precipicios imposibles, en medio de ninguna parte. Apenas en una ocasión se les ve manejar un mapa para orientarse. No tienen Google Maps. La música que los acompaña es otro acierto del film, a cargo de Kanding Ray. Y nada sería igual de no haber sido fotografiado con la fuerza que lo hace Mauro Herce.
Y en medio de todo eso, Luis, un padre que busca a su hija, ravera también, pero que llega acompañado de su hijo, un preadolescente al que da naturalidad absoluta Bruno Núñez. Tal vez ese punto sea el más cuestionable, dado que uno puede entender la ansiedad de un padre para localizar a su hija, pero no se lleva en su búsqueda a una criatura con perrito. La aventura en la que se embarcan junto a los raveros los transformará. Descubrirán que hay otros modos de constituir una familia, y que las dificultades convierten en solidarios a quienes han de atravesarlas. Todo ello acaba transformándose en un terrible ritual de paso en el que da la impresión de que el mundo esté a punto de acabarse y bajo un sol implacable.
Es verdad que la autenticidad del grupo de actores no profesionales da a la cinta un toque de verdad. Pero también lo es que López se enfrenta con una fuerza y un desgarro auténticos a esa búsqueda que no parece que vaya a tener una resolución feliz, dada la dureza de la travesía. En los propios límites ese padre acabará conociéndose en profundidad. Y en ese luchar contra los elementos el espectador se siente golpeado sin previo aviso y la conmoción ya no lo abandona a uno. Brutal, honda, extenuante en su visionado. Laxe acierta a transmitir ese querer escapar del sistema, aunque a él le haya servido para coronarse de nuevo como triunfador. Habrá que seguirlo atentamente.
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