Pueblitos
Tal y como lo teníamos programado, en la tercera y última etapa por tierras castellanas nos queríamos detener en un pueblito todavía más pequeño que Tudela, que muchos tal vez desconozcan y que comparte topónimo con otro, tan sólo con el añadido localizador: Quintanilla de Abajo (1173 hab.), lo que hace suponer a quien se adentra en dirección a Soria, que habrá otro Quintanilla, de Arriba, más próximo a Peñafiel. Sé que el nombre oficial es otro, con el que se homenajea al fundador de las JONS, que acabaría fusionándose con Falange Española en 1934. Prefiero nombrar al pueblo con su nombre primigenio.
Así que de esta estirpe es nuestro amigo Miguel Ángel, a quien venimos visitando desde hace veinte años. Luisa, su madre, y Felipe, completan el cuadro humano junto a Berta, que descansa en el césped del jardín toda modosa. Nos reciben con abrazos sin fin y alegría desbordada, tras años sin vernos. El lugar es un auténtico remanso de paz, con las plantas cuidadas, la fuentecilla, un auténtico locus amoenus, amenizado además por el canto de un canario timbrado desde su jaula elevada.
En este entorno y con la presencia de Mariaje y Lola, que son quienes nos han traído, la puesta en común de anécdotas y vivencias es inagotable, aunque han de volverse a Tudela. Miguel ha preparado una comida que habría que llamar festín. No tiene medida este chico. Tras la siesta aparecen por la casa dos antiguas alumnas del Rural, Salo y Luli. Es una alegría verlas convertidas, una en maestra y la otra en florista. Y lo mejor de todo, con las cabezas muy bien amuebladas. Ellas dicen que por culpa nuestra. Comentan lo que supuso el cambio de la escuela al colegio, con unas metodologías totalmente novedosas. Los recuerdos se amontonan mientras Miguel improvisa lo que los alicantinos llamamos picaeta. Están desbordadas por el reencuentro y el recibimiento que no esperaban.
Se nos hacen las tantas de la noche, una vez adentrados también en temas políticos, con perspectivas coincidentes. Se despiden con promesa de reencuentro, en su tierra o en la nuestra. Y el lecho nos llama. Además, al día siguiente queremos madrugar para dar un paseo matinal, antes de que Luisa despierte y haya que prepararle el desayuno. A las siete de la mañana vamos solos por el sendero que discurre entre el Duero a un lado, con su pesquera, aunque a esta hora no haya nadie echando la caña, y el Canal de Castilla al otro, obra de ingeniería de finales del XVIII. Miguel recuerda que su padre, joven, contribuyó a levantar un muro de contención.
Allí nos espera a mediodía la encargada de las visitas. La iglesia de San Pelayo, de estilo gótico sencillo, recuerdo haberla visitado y haberme quedado sorprendido ante la belleza de su retablo, y ante el hecho de que un pueblecito albergue semejante joya de estilo plateresco, al parecer ya entrado el XVI. Las explicaciones de la sacristana son precisas, y se nota que sabe de lo que habla. Las siete calles verticales están decoradas con pinturas sobre tabla, que hacen referencia al apresamiento, martirio y muerte de San Pelayo. Y en el centro, la escultura del santo patrón, la de la Virgen de la Asunción, y en la crestería un calvario casi expresionista.
Miguel Ángel, organizado como es, ha dejado la comida preparada y vuelve a ser pantagruélica. Tras la siesta, aprovechamos que en la casa se capta Mosvistar+ y nos vemos La infiltrada. El resto de la tarde da para charla incontinente hasta la hora de la cena. A pesar de conocerlo bien, no deja de asombrarnos el que pueda atender a su madre, a la casa, a la perra, y a los amigos y familiares que recibe. Su casa siempre está abierta.
Y como el tren sale a mediodía, aún hay ocasión para caminar hacia la salida del sol, rodeando el pueblo. Los campos están e sazón y los colores estallan suavemente bajo un sol que todavía no quema. Trigo, vides con rosales que advierten de la llegada del temible pulgón, olivos... Castilla, ya digo.
José Manuel Mora.
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