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Del mismo modo que no necesitaba presentación la ciudad de la primera etapa, creo que sí que merece decir algo sobre este pueblecito cercano a Valladolid, que no llega a diez mil habitantes, cercado por el Duero, donde pasé años fundamentales de mi vida, tal vez los que me hicieron ser la persona y el profesional que soy.
Llegamos a Pucela en tren, donde nos espera Mariaje, puntualidad personificada. Como no hay prisa, propone que nos adentremos en el Campo Grande, pulmón enorme de la ciudad, ahora más cuidado que entonces. Hacía muchos años que no lo recorría. Dado el calor, vienen bien las sombras verdes que protegen los bancos y el pequeño lago que atrae a niños y visitantes que dan de comer a las ardillas, mientras un pavo se pasea majestuoso sin miedo alguno.
El recorrido hasta Tudela, que en los años setenta, con una carretera nacional que llevaba a Soria y que tenía dos direcciones suponía tres cuartos de hora si no había tractores cargados de remolacha, ahora es una autopista cómoda y rápida. En seguida nos adentramos en casas y calles reconocibles. La de Mariaje, donde tantas veces hemos sido acogidos, está también sin Juan desde hace demasiados años. ¡Qué buenos ratos hemos pasado en ella!, ¡qué celebraciones!, ¡cuántas risas! Yo he quedado con un grupo de antiguos alumnos del Rural, como lo siguen llamando. Nos hemos citado en lo que para mí sigue siendo el Isi, aunque ya no se llame así; a ese cine, el único en el pueblo. llevaba yo al alumnado cuando se anunciaba algo interesante. Muchos de ellos no tenían sala de proyección en sus pueblos y les suponía un acontecimiento, así como el fórum subsiguiente; la quedada ahora es en el Goya, que lo ha sustituido. Quienes vienen a tomar la cervecita son los de la promoción del 77/78. Resulta inquietante reencontrar a muchachos que dejé con dieciséis, convertidos en personas que se adentran en la sesentena, a los que me sería difícil identificar si ellos no me hubieran dicho sus nombres. El ambiente es fraterno, divertido, lleno de anécdotas y de recuerdos de un tiempo y una experiencia que, según dicen, los marcó profundamente. Luis, Pepe, Kike... Su presencia me supone un buen empujón hacia un lado de la foto. No me dejan pagar. Están en su pueblo, dicen. Aparece luego Ana, que cuidó a nuestros niños, y Mari Carmen, la de Olivares, con sus inmensos ojos azules.
Nuestros "pequeños", aquellos a los que criamos y cuidamos entre todos, se han hecho mayores. Tienen sus propias familias, con hijos ya universitarios. Qué vértigo temporal. Que uno de ellos, Mario, toque el piano, mientras esperamos que se haga la hora de comer lo que nos ha preparado Mariaje, tiene algo de madalena proustiana. Porque yo conocí a nuestra anfitriona en Salamanca mientras tocaba El lago de Como en un cafetín de estudiantes lleno de humo y juventud. Me dejó tan fascinado como ahora su nieto. Él es más de improvisar y no deja de sorprendernos sin hacer alardes, aunque podría. Llega luego su hermano Guille, con Lorena, su chica. Y comemos mientras nos contamos cómo van nuestras vidas. Tras la siesta y la charla continua, al bajar el calor, salimos. Yo he quedado con Pedro, un antiguo tutelado, a punto ya de jubilación, cargado con su bonhomía de entonces y una vida llena de experiencias. El día no da para más.
Al día siguiente, domingo, no podemos visitar el Rural, ahora convertido en biblioteca, archivo y centro de orientación profesional para personas con diversidad funcional. Lo mismo le sucedió a los de la promoción del 77, aunque inmortalizaron su reencuentro. Así que Mariaje propone un paseo por el pinar, a las afueras del pueblo, una vez que se cruza el puente sobre el Duero y se deja a la derecha el arenal, ahora con árboles que lo convierten casi en un parque. Antes de adentrarnos entre los pinos, vemos a la derecha el instituto, que acoge a la juvenalia del pueblo y su entorno, Sardón, La Parrilla, Herrera, Aldeamayor, nombres con tantos ecos para mí.
Dar de comer a una docena de personas sería para mí un reto. Nuestra familia de acogida hoy se lo ve hecho: una paella magnífica elaborada por Jorge y unos postres de Marta, nos dejan ahítos. Vuelven las risas, alentadas ahora por Fernando, el benjamín de Inés y Carlos. De nuevo en casa la conversación no se detiene. Y, cuando baja el calor, nos encaminamos hacia una terraza llamada "El andén", al aire libre, entre pinos, donde hemos quedado con una alicantina, Lola, ahora tudelana. Sigue con el mismo humor de siempre y la conexión es inmediata. Nos ponemos al día, nos reímos como entonces, cuando compartíamos piso en Valladolid, allá por el Pleistoceno. Éramos jóvenes e indocumentados...
A la derecha, lo que fueron gallineros albergaban los dormitorios de los chicos y "la clase de abajo". El internado era mixto. Todavía no sé cómo salimos indemnes. Que entre los ocho miembros del equipo, llegamos a ser once con la incorporación de Maru e Iñaki, más la llegada de Juan desde Perú, hubiera cuatro pedagogos, seguramente hizo que nuestro trabajo docente fuera distinto de lo que se llevaba por entonces. Innovamos en las formas, en el trato, en los contenidos, en igualdad entre chicos y chicas, en la relación con los padres y madres, en el proceso de alternancia, que combinaba clases y prácticas... Nuestra tarea procuraba adaptarse a tres palabras clave: "programación, acción, reflexión". Y vuelta a empezar.
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