Ciudad reconstruida
Desayuno tranquilo. La estación está enfrente. Tren puntual. Mucho viajero. Circula rápido por esta zona del país, llana, con granjas, molinos aerogeneradores, paneles solares y otoño. Al llegar a Hannover, una marabunta se apresta a llegar a su andén correspondiente. Hay doce, nada menos. Salimos a una amplia plaza y dejamos el edificio rojo de 1875 a nuestras espaldas. Quedó destruido por las bombas en 1943, salvo la fachada. Siguiendo la pista que sugiere el mapa de gúguel, avanzamos por una avenida, vacía al ser domingo, que combina edificios de corte clásico, como el de la Opernhaus (Ópera, para entendernos), con otros de factura moderna, de acero y cristal. Mientras, los árboles parecen haberse vuelto locos de golpe y se encienden con colores imposibles.
Y llegamos al imponente edificio construido en 1905 en el estilo neorrománico de la época, con su cúpula centrada y sus dos torres de agujas simétricas, todas en verde. Le damos la vuelta y entramos por su puerta norte, la principal. El hall es inmenso, con una escalera central de mármol negro con espléndidos bajorrelieves en los arranques laterales. En cada uno de los cuatro ángulos del mismo hay una maqueta de la ciudad: la del XVII, todavía amurallada; la de 1939, antes de la catástrofe urbanística que supuso la guerra; la de 1943, que impresiona por el destrozo general, y que dejo aquí, y que hace pensar: si esos fueron los desastres urbanísticos, ¿cuántas personas quedarían bajo tanto derrumbe?; y la última, que se corresponde con la actualidad, y que muestra la extraordinaria transformación que ha experimentado, en cuanto a la restauración de edificios y la construcción nueva llevada a cabo.
Parece que hay un ascensor que lleva a la cúpula, desde la que se debe de tener una vista casi de pájaro, pero está fuera de servicio. Así que salimos hacia el centro de la parte antigua de la ciudad. Las calles se van llenando de domingueros locales y de turistas. También se van haciendo presentes cafeterías y restaurantes donde, llegado el caso, poder comer. Son todos tan concebidos para los visitantes, que no lo pensamos mucho y entramos en uno que tiene luminosidad y con una carta "comprensible". Comemos a base de pollo. Y salimos dando la vuelta al ábside de la Marktkirche, o "iglesia del mercado", con ánimo de atravesar la puerta de poniente, la principal, con sus torres cubiertas de andamios y lonas mientras la restauran. Entramos. En su interior, desnudo, de ladrillo rojo conformando sus naves góticas, todo rehecho, ya que las bombas la destruyeron por completo; en la nave derecha suena un saxo acompañado de un piano eléctrico. Interpretan música de swing, lo que no he visto nunca en ninguna otra iglesia en la que haya entrado. Y escuchándolos, un grupo numeroso de personas que meriendan tarta con café, sentados en mesas largas. De no ser por el maravilloso retablo del altar mayor, gótico del XIV, se podría pensar que está desacralizada. Pero no. Me dicen que se ofician servicios religiosos, La fiesta es en honor de los homeless del barrio, a quienes la parroquia invita una vez al año. El momento musical es tan fantástico, que se nos olvida todo lo demás. No puedo resistirme y grabo. Me encantan los contrastes.
Tomamos luego un café en un lugar que nos llama la atención por su nombre: Café & Bar Celona. El cortado está rico y a un precio razonable, 3'5€, para hacerse una idea de cómo están las cosas.
Algo más allá, otras más historiadas, pero también hermosas en el barroquismo de sus fachadas, como la supuesta casa de Leibniz, que era natural de aquí y del que se sienten muy orgullosos.



















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