Contrastes
En el tren que nos conducía hace unos días a Hannover coincidimos con una chica y su hijo de diez años. Hablaban en alemán, pero cuando nos oyó interactuar en español, se dirigió a nosotros en un castellano con acento canario bien agradable. Al comentarle que cabía la posibilidad de que hiciéramos alguna excursión de medio día, nos recomendó un pueblo cercano, a media hora de tren, Hildesheim. Tiene 120.000 habitantes y un casco antiguo recomendable, nos dijo. Así que hoy decidimos visitarlo. Los trenes salen cada media hora y en un verbo nos plantamos allí. La primera sorpresa es encontrarnos con grafitis que cubren paredes enteras, con intención decorativa. No nos lo esperábamos.
Enfilamos hacia la Marktplatz. Y, como ya nos sucedió en Bremen, la plaza está ocupada por furgonetas que exponen y ofrecen sus productos, desde que se le concedió a la ciudad ese privilegio allá por el s. X. La animación aquí corresponde a los locales, pero sin aglomeraciones. Conforme nos adentramos en la ciudad vieja, las edificaciones van cambiando de aspecto, como si se tratara de dos realidades yuxtapuestas. Aparecen las fachadas con entramado de vigas de madera, así como balcones tallados del mismo material. Casi todos fueron destruidos por los bombardeos del 45, con lo que se hace evidente que estamos en un bello decorado, como ya nos pasó en Dresde, el de una plaza que comenzó a organizarse en el s. XIII y que ha conseguido recuperar su aspecto original. La casa gremial de los carniceros es la más llamativa, aunque otras tienen empaque señorial. Algunas son sencillamente humildes, con su encanto también.
Se ha hecho media mañana y entramos en una cafetería a descansar un poco. Lo del pan en este país es llamativo. Por su variedad, por sus texturas y formas. Sólo con la vista resultan apetecibles esas hogazas imponentes. Por no hablar de la variedad de tartas, que no salen en la foto y que nos tientan.
Hay también una pequeña cripta que se descubrió cuando la reconstrucción. Está rodeada de un claustro con tumbas que sobrevivió al bombardeo y que conserva en su centro una capilla dedicada a Santa Ana. Llevado del silencio del ambiente y de la posible reverberación, entono sotto voce una pieza que me encanta, Signore delle cime. Es un momento emocionante. Al salir nos llama la atención por contraste, el techo verde a dos aguas.
Volvemos a entrar. En su interior se levanta una columna de bronce, de 4`5 m., del s. XI, en la que se representan escenas de la vida de Cristo, fácilmente reconocibles. Haber estudiado Historia Sagrada es lo que tiene. Lo mismo sucede en los portones de bronce de la misma época y tamaño, con relieves de la historia de Adán y Cristo. Y en el centro de la nave cuelga una enorme lámpara, conocida como candelabro de Hettilo, del s. XI, que representa la Jerusalén celeste.
Y nos queda St. Michaelis, también de dos ábsides, pero con una estructura de plano interior basada en cuadrados perfectos y en la que se combina el blanco y el ocre con acierto. El altar mayor se alza sobre una plataforma elevada, en la que hay enterrado un obispo y con un pequeño retablo de madera, tardo gótico, delicadísimo. El techo está profusamente decorado, lleno de color. A un lado, en lo alto, se muestra una especie de altar que da la impresión de tener algo de oratorio, con los oferentes arrodillados.
Se ha hecho la hora de comer y volvemos a nuestro siglo. En "Le Garçon" no hay más que tres mesas ocupadas por mujeres que hablan de forma apacible. La sopa de tomate o la ensalada del César no son demasiado reseñables, pero acompañadas de vino blanco pasan bien. Al cruzar por la Plaza del Mercado, tiene otro aspecto, ahora por completo vacía. La fachada del Ayuntamiento parece retar a la de los carniceros.
El tren sale puntual y a las cinco logramos llegar al hotel, esquivando ciclistas veloces, que van por su carril, que todo el mundo respeta, saludando el perfil de Leibniz en bronce, y pisando islas doradas de hojas muertas a los pies de las llamaradas en que se han convertido algunos árboles en este mes de octubre.
Al alzarse el telón, durante la obertura, ráfagas de luz rasgan la oscuridad más absoluta hasta el fondo del escenario. Conforme se desarrolle la acción comprobaremos que el montaje es una apuesta total por el B/N, únicos colores que se manejan en la obra. Incluso la sangre del primer asesinado por D. Juan es negra y de ese color se van tiñendo ropas y rostros, hasta la aparición espectral del comendador. Hay una mujer en un ángulo del escenario que dibuja en su pantallita lo que vemos proyectado simultáneamente a la acción en la pared del fondo. La música de Mozart puede sonar juguetona, lírica, o dramática, según dicte el libreto de Da Ponte. Los cantantes son magníficos, todos. Desde que canto en un coro, valoro más la dificultad de los agudos, el fiato necesario, los pianísimos, la conjunción armónicamente perfecta de siete voces cantando al unísono... Por no hablar del compacto coro, manejado con destreza por el director. En la pausa del entreacto vemos llover mansamente en el exterior. Al final la gente aplaude puesta en pie, con bravi incluidos.
José Manuel Mora.
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