Una isla
No hay que madrugar. El tren sale a las 10:30. El viaje es de casi dos horas para llegar a Lübeck, también conocida como Lubeca. La estación ya muestra el ladrillo rojo tan característico de toda esta zona. Y, a su puerta, una imagen que aquí dejo, me transporta a Copenhague, donde la vi por primera vez.

El Hotel Mercure, donde nos vamos a alojar, está casi a la salida de la estación. Aparentemente es pequeño. Luego comprobaremos que son dos edificios y que la clientela es numerosa, aunque la tranquilidad es absoluta. La ciudad está considerada como la capital de la confederación comercial establecida desde el Medioevo, conocida como Liga Hanseática. En 1987 fue declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO. No suelo hacerlo, pero dejo aquí una foto pirateada de Carsten Steger. Lo hago para que el curioso lector pueda hacerse una idea de lo que representa el casco histórico, abrazado por dos ríos, una auténtica isla fluvial, que pretendemos conocer en los días de viaje que nos quedan.
Y en busca de restaurante nos echamos a la calle, aprovechando un sol espléndido que parece recibirnos. Y al cruzar el primero de los puentes hacia la parte vieja, nos quedamos fascinados ante la imponente Holtenstor, una de las puertas de la ciudad. Las dos cúpulas cónicas llaman poderosamente la atención, más cuando percibimos que han perdido parte de su verticalidad, debido a lo inestable del suelo fangoso en el que se asienta y de los pilotes sobre los que se levantó en el s. XV. La humedad del vecino río Trave también hace lo suyo. Su orientación a poniente hace que se nos ofrezca perfecta para la primera foto de las muchas que le haremos.
Volvemos a comer cocina italiana bien hecha. Y comenzamos el paseo por la que comprobamos es la arteria principal de la ciudad, trazada de norte a sur por su centro. Es una primera toma de contacto. En unas galerías tomamos un café buenísimo con un trozo de tarta de mazapán, que resulta ser un producto típico de aquí. Pero atardece más pronto, y eso, y el fresquete, nos hacen regresar al hotel. Mañana habrá ocasión de seguir descubriendo algo que quedó destruido por los británicos en una auténtica lluvia de fuego en la que murieron muchas personas. Dejo aquí otra foto que muestra el destrozo.
El día siguiente amanece como el de un otoño alicantino, radiante. La torre de ayer se puede atravesar bajo su centro y decidimos pasar bajo ella para hacer bien el turista. Esta vez orientamos nuestros pasos hacia el sur, bordeando el río. En este viernes laborable no hay nadie en sus orillas, tan solo algún pescador o algún anciano con una barra de pan bajo el brazo.
En las fachadas de los edificios que miran hacia sus aguas se abren de vez en cuando arcos pequeños que dan paso a corredores estrechos que llevan al interior de la manzana de casas. Para aprovechar los espacios, en ellos se ha permitido construir otras más pequeñas, más bajas. En esos vecindarios la calma es total. Se trata de los Gänge und Hoffe, es decir, callejones y patios, vestigio del urbanismo medieval. En esas "casetas" solían vivir quienes trabajaban para los comerciantes de las casas a dos aguas, las principales de la calle. Normalmente son accesibles, aunque algunos llevan el cartel de "privado" y no se puede pasar. Otros tienen sus jardincillos, sus huertos, sus espacios de descanso y esparcimiento.

Subimos por un callejón con escalones hasta llegar al Dom. Las agujas son tan exageradamente elevadas que se requiere perspectiva para poder captarlas por entero. La catedral está cerrada, ya que la están preparando para un concierto vespertino. Muy cerca hay una residencia de estudiantes de gran colorido gracias a las trepadoras que decoran su fachada. A la espalda de la catedral escuchamos un sonido que me resulta familiar, voces de niños que vuelan desde las ventanas de un colegio.


Y así damos con la St. Annen kirche. A su lado se anuncia un museo ubicado en el convento que lleva el nombre de la iglesia. No sabemos lo que hay en su interior. Pagamos disciplinadamente los 12€ y entramos. La planta baja aloja obras recogidas de otras iglesias y de algunas casas, tal vez por eso se salvaron de los bombardeos. El gótico holandés que inspira al de aquí da lugar a retablos bellísimos. Uno de ellos de Memling, y otro del gran Cranach, son magníficos en su detalle y expresividad. No me resisto a poner un detalle del segundo, dado el título de este blog, con ese santo junto a su escritorio atestado de libros.
De repente, veo una puerta y compruebo que se puede abrir. Da a un patio alfombrado de césped, un árbol enorme y una serie de estatuas mitológicas sobre pedestales. Estoy solo. De repente tengo la sensación de haber abierto una puerta temporal y haberme trasladado al S. XVI. La emoción que experimento es incomprensiblemente intensa. Y aún hay espacio para el asombro al volver a entrar y encontrar en la siguiente sala, bajo los finos arcos góticos, nuevos retablos, unos de carácter sacro, como suele ser habitual, otro con una cacería caballeresca en la que hay incluso una dama montando seguida de perros y una última cena con Judas y su bolsa de monedas y San Juanito recostado en el pecho de Jesús.
En la planta superior, lo que encontramos son objetos de la vida cotidiana, de la cocina, o de una sala de estar de los burgueses de la Hansa: Paredes cubiertas de paneles de madera tallada, altas estufas de porcelana, muebles compactos y oscuros, armarios de tres cuerpos muy sólidos. La luz se filtra gris por las ventanas. Hay también instrumentos de música, recortables en piel, un reloj astronómico y una fotografía de Thomas Mann, quien vivió aquí y de quien se presenta una exposición. El escritor se pregunta en el panel que la anuncia si no está en peligro la democracia. Una preocupación tan de actualidad...
El vigilante del museo nos recomienda una calle con restaurantes alemanes. Entramos en el Miera, bastante lleno, pero situados junto a una ventana que da a un patio interior , tranquilos, podemos pedir el petit menu, de 35 módicos euros. Sopa de calabaza de primero y piezas de cerdo asado con salsa de verduras y patatas al horno o bien bolitas de pasta al dente con remolacha morada, manzana, brócoli y una salsa exquisita. El café nos lo tomamos en el Niederegger por recomendación de mi amiga Marlene. Está atestado de gente. En la planta baja se hace cola para comprar los famosos mazapanes, como si se acabara el mundo. Arriba conseguimos algo de tranquilidad y unos spresso macchiato con mazapán a la naranja.
A la salida se nota que ha refrescado y seguimos recorriendo calles al azar, orientados por la luz del poniente, que es hacia donde tendremos que dirigirnos, mientras chispea levemente y la temperatura ha bajado a unos módicos 10º. Consideramos que hemos aprovechado bien la jornada y que cada vez dominamos mejor esta ciudad isla.
José Manuel Mora.
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