Otra vez Mendoza
Vaya por delante que soy seguidor de Mendoza desde los tiempos cada vez más lejanos de su novela La verdad sobre el caso Savolta (1975), que se consideró inaugural de un nuevo periodo literario, una vez muerto "el que te dije" (Cortázar siempre). Más tarde, entre el profesorado de literatura de Bachiller se puso de moda recomendar El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982), porque pensamos que a nuestro alumnado podrían atraparlo las andanzas atropelladas de aquél protagonista/detective tan divertido y loco. Eran otros tiempos, no se había inventado la play ni los ordenatas y todavía leían. Con todo, la que me convirtió en un auténtico admirador del escritor catalán, que escribía en castellano, fue La ciudad de los prodigios (1986). El retrato de la Barcelona que se movía en torno a la Exposición Universal de 1929, con toda su panda de pícaros, asesinos, violencia y pasiones desatadas, me pareció genial. Y sin embargo le perdí a partir de ahí la pista.


A ese Madrid llega un experto en Velázquez, Anthony Whitelands, británico, pero con excelente dominio de nuestro idioma, y con un parecido enorme a Leslie Howard (Lo que el viento se llevó). Conoce el país de anteriores viajes, pero no lo que en él se está cociendo. Y sin imaginarse siquiera dónde se mete, se ve envuelto en toda una serie de acontecimientos que harían emparentar al libro con un fresco histórico (J. A. Primo, Azaña, Franquito, D. Niceto...) en primera lectura, pero también con una novela de aventuras/policiaca, si no fuera porque los desastres amorosos en los que se ve envuelto la relacionan también con un folletín romántico, o con un relato ejemplar cervantino, todo trufado de aires picarescos. Y no quiero poner más etiquetas.

Frente a la seriedad y hondura de la novela de Muñoz, o el desgarro granguiñolesco de aguafuerte de Cela, Mendoza se desempeña con ese estilo de escritura elegante y sereno, que sabe captar el tono de cada personaje, sus expresiones y muletillas, desde los laísmos madrileños a los refranes y modismos, "tasis", sin las comillas que yo le pongo, o diálogos perfectamente enlazados. Todo desde la perspectiva que da la tercera persona de narrador omnisciente, que le permite mostrarse bien documentado tanto en pintura, como en hechos históricos, pareja a la de su protagonista, observador al inicio y protagonista a su pesar.
La ironía de muchos pasajes o el humor abierto que ya brillaba en otras de sus novelas, están aquí presentes, aunque el ambiente que retrata sea previo al de la tragedia. Él prefiere convertir toda la intriga en una comedia de enredo, con entradas y salidas, gente que se esconde detrás de las cortinas, puertas que se cierran, como en el maestro Lubitsch, persecuciones y mamporros.


José Manuel Mora.
P.S. Como no veo otro modo, quiero dejar constancia aquí del éxito obtenido por el pamfleto de Hessel que comenté en estas mismas páginas el 31 de marzo. En mes y medio parece que la gente ha decidido seguir su consigna y se ha indignado y se ha echado a la calle. A ver ahora cómo se articula toda esta protesta tan sentida.
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