Luchar por lo evidente

Al final toca seguir luchando por lo evidente. Los viejos moduleros recordarán que, en las clases del Historia del Libro, dedicaba un tiempo considerable, al igual que a conocer la destrucción de los libros, a tratar el asunto de la censura en las bibliotecas y por parte de las autoridades pertinentes, fueran éstas políticas o religiosas. La cosa empezó a tener más fuste cuando, a raíz de la invención de la imprenta y a las posibilidades de extensión de las ideas que ésta propiciaba, los jerifaltes se pusieron a la labor. Por lo que concierne a España, La Inquisisción elaboró el Index librorum Prohibitorum, de infausta memoria. Los censores condenaban no sólo libros completos, sino a veces capítulos, que dejaban de imprimirse en las siguientes ediciones (véase lo que sucedió con algunos de El Lazarillo), o algunas páginas totalmente entintadas o tachadas que nos mostraban luego en nuestras visitas a bibliotecas de renombre. Todavía en el s. XVIII la Iglesia tenía suficiente poder como para seguir condenando las ideas de los demás.

Ya en el s.XX, con el triunfo de la moral nacional católica, al final de la Guerra Civil y durante cerca de 40 años, la actividad censora se trasladó a los medios de comunicación masivos: prensa que no salía a la calle, películas con el doblaje falseado para ocultar adulterios (aunque la cosa se convirtiera en incesto, como sucedía en Mogambo), oscuridad en los escotes, besos que no llegaban a darse...Hay por cierto un estupendo programa en La 2 sobre este asunto. Algunos libros se servían bajo manga en las librerías de Salamanca, v.gr. Réquiem por un campesino español, de R. J. Sender. Eran los tiempos en que triunfaba la película de Truffaut, en la que un gobierno dictatorial había prohibido todos los libros y los bomberos eran los encargados de su incineración: Farenheit 451, sobre la novela homónima de Ray Bradbury .



Acabo como empecé: Habrá que seguir luchando por lo evidente.
José Manuel Mora
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