Jaume Cabré: las voces del Pamano


Así se escribe la historia...

Es cierto que durante los últimos años en que se empezó a hablar de la necesidad de mantener viva la memoria histórica respecto a lo sucedido en el conflicto incivil español, casi no se habló de la continuación de la guerra por otros medios. Hay alguna honrosa excepción, como la que filmó Mario Camus con Pepa Flores, Los días del pasado (1978, recién muerto el que te dije), ambientada en el maquis cántabro. Sin embargo son varios los autores que han decidido últimamente incorporar el tema a sus narraciones. En 2010 Almudena Grandes le dedicó al asunto Inés o la alegría. Y lo mismo hizo años antes el libro que paso a comentar. CABRÉ, Jaume. Las voces del Pamano. Barcelona: Destino, 2004, 684 págs. (no es por desanimar), en catalán; traducida en 2007 al castellano y reeditada en 20012, traducida ahora por Concha Cardeñoso. Como suele acostumbrar la editorial, el ejemplar en tapa dura está cuidadosamente editado, con unas hojas de guarda con mapa casi infantil de la zona donde se desarrolla la trama.


Hacía tiempo que no me sucedía que, al leer un libro, sintiera la necesidad de bucear en otros títulos del mismo autor. Y he aquí que, tras haber tenido entre manos el verano pasado su Yo confieso (Premio de la Crítica en 2012), del que di cumplida cuenta en estas páginas por parecerme magnífico, he decidido cambiar el regalo navideño de mi hermano Vicente por el que le dio auténtica relevancia nacional e internacional. Este chico joven de mi edad,  profesor de Secundaria en excedencia, académico del Instituto de Estudios Catalanes (del que se puede consultar su estupenda página:  http://www.jaumecabre.cat/) y hoy profesor en la Universada de Lérida, mantiene dedicación cuasi plena a la escritura, tarea a la que llevaba cediendo parte de su tiempo desde los años setenta del pasado siglo. Tuvo que esperar a los años ochenta y noventa para la consolidación de su saber narrativo, lo que le fue reconocido con el Premi d'Honor de les Lletres Catalanes en 2010, y con el Premio de la Crítica en 2005 para el libro que nos ocupa, premio este último de enorme prestigio al ser considerado independiente.


El autor recurre a una argucia clásica, usada desde Cervantes (los papeles de Cide Amete) a Cela (el manuscrito de la farmacia que encierra la historia de P. Duarte), por poner sólo dos ejemplos. Aquí se trata de unos cuadernos escolares escondidos detrás de una pizarra de una vieja unitaria del Pallars, en el Pirineo, que va a ser derribada y con los que da una maestra en plena crisis vital de la cuarentena y otras. Tina, la maestra, decide hacerlos suyos y llevar a cabo la investigación sobre la autenticidad de lo que en ellos cuenta su autor, Oriol Fontelles, antiguo maestro de Torena (pueblo del Pallars, tan real como Región, Celama, Macondo o Yoknapataupha), aparentemente falangista por miedo a las consecuencias de no serlo cuando a uno lo presionan. Pero éste es sólo uno de los cabos de la narración, que irá basculando entre el pasado de 1944, poco antes del intento fracasado de invasión del Valle de Arán por el maquis, y el 2004, a punto de su beatificación en Roma. No cuento nada que no se sepa desde el principio de la novela.


Sin embargo, y como la Historia la escriben siempre los vencedores, una cosa es el testimonio del involuntario protagonista, y otra lo que el pueblo en el que vivió, su familia, pueda llegar a conocer de él. ¿Cuál es la verdad? ¿La que durmió dentro de una caja de puros encerrada tras la pizarra escolar o la que se encarga la cacique del pueblo en transmitir? Y éste es para mí el personaje central de la narración, la extraordinaria creación de Cabré: Elisenda Vilabrú, de casa Gravat (modo de identificar a la gente en los pueblos pequeños, según la casa familiar  en la que viven), de los Vilabrú-Comelles de toda la vida. Hay un montón de páginas dedicadas a trazar el seguimiento familiar para poder entender de dónde le viene a esa mujer su singular capacidad para el ordeno y mando. No en balde, tal vez no deje de ser verdad que, en Cataluña, todo se cuece entre un centenar de familias que vienen controlando el poder político y los resortes económicos desde el siglo XIX, que veranean en sus "torres" y se encuentran en el Liceu en pleno invierno. Esta mujer, digo, representa a la perfección cómo esas familias han sabido siempre colocarse donde hacía falta: franquistas a la  entrada de las tropas del dictador, en connivencia con los falangistas en los tiempos del estraperlo para hacer negocios redondos, o aplicados ya a la compra especulativa de terrenos para hacerse con todo el valle, aunque sepan de dónde sopla el viento y toque ahora darle coba a los del Opus. Se trata de un personaje complejo, rico, contradictorio, no es el malo de una pieza que proponía Delibes en sus Santos inocentes, por ejemplo, sin mezcla de bien alguno, por hablar de otros latifundistas que pretendieron cabalgar la Historia. Esta mujer tiene sus debilidades, pero su fortaleza le viene del control que ejerce sobre todo lo que la rodea, gracias a su inteligencia, a su intuición, a su capacidad para ahogar los propios sentimientos, aunque sean éstos los que la muevan en el tramo último de su vida. Y éste es, creo, uno de los ejes temáticos del libro: el poder casi onímodo y la compleja condición humana.


 Hay aún otro vértice en la narración, el personaje de Valentí Targa, el verdugo de Torena, además de su alcalde y jefe local de la Falange en el pueblo, éte sí, malísimo de la muerte. Si la guerra, como cualquier otra de carácter civil, fue horrorosa, más cruel aún lo fue en los pueblos pequeños, porque allí "el rencor se queda pegado a las paredes de las casas. Todo el mundo se conoce y todo el mundo sabe lo que hizo cada cual" (pág. 561). Y fruto de ese rencor, de esas cuentas sin saldar, de los intereses inconfesables, carnales o económicos, son muchas de las venganzas disfrazadas de justicia inmediata o de defensa de la Patria ("¡vivaspaña!, ¡cagüendiós!", pág. 189). Disfrutamos así de un fresco de personajes, ambientes y épocas perfectamente reconocibles para los que tenemos una edad, y estupendamente ilustrativo para quienes son más jóvenes. Sobre todo porque el pulso narrativo no se pierde en nigún momento y porque el juego de tiempos y espacios, aunque pueda parecer enrevesado, está sabiamente manejado gracias a toda una serie de recursos estilísticos.


 Se pasa sin transición ni marca alguna, de escenas dialogadas en el presente, a las que suceden en el pasado (pág. 437), gracias a la aparición de un solo personaje de la época anterior. O de algo bastante novedoso a mi entender: el estilo directo en que se expresan los intervinientes aparece sin guión, señalado por una coma, cuando sucede en el presente; sin embargo, al referirse al pasado se usa la consabida marca del guioncito alternativo para cada hablante. Maneja Cabré la corriente de conciencia  sin señalar, contrapunteando lo que Tina dice con lo que de verdad  piensa
"-¿Qué tal Jordi?
     Me pone los cuernos
 -Bien.
 -¿Y tú? ¿Esas molestias que tenías?
     Cáncer de mama
 -Nada, ya se me han pasado                        
(pág. 398)
Hay cambios también en el punto de vista. Está contando desde la tercera persona y pasa sin transición alguna a la primera: "Abrazó a su mujer [....] como si fuera lo más normal del mundo marcharse con el ejército perdedor [...] y entrar un buen día por la ventana sin pedir permiso irrumpiendo en mi vida, y yo, tener a punto un plato caliente para él" (pág. 438) lo que ayuda a la movilidad de escenas, con un tono muy cinematográfico. Y en los registros que utliza, para adaptarse a los personajes de cada fragmento: un estilo eclesial engolado y pomposo en los momentos de la beatificación; o bien con la grandilocuencia propia del No-Do para los ambientes falangistas; o el de las revistas del corazón y la crónica rosa cuando se refiere a las amistades de Elisenda. Se trata de un escritor de raza. Si en la anterior ponía de manifiesto su hondo conocimiento de la música, aquí es la imagen, la fotografía y la pintura, como formas de superar la limitación del verbo: "Hizo una fotografía con esa luz para fijar en algún sitio una tristeza que no cabía en las palabras" (pág.542). A conseguir todo ello ayuda una excelente traducción que no deja traslucir el catalán por debajo del castellano, algo muy molesto para quienes nos manejamos en los dos idiomas.


No sé cómo será en su vida personal, pero las dos obras que le conozco exhalan un hondo pesimismo ante la posbilidad de vencer a los poderosos, ante la conciencia de que la muerte sepulta de manera definitiva vidas y memoria cuando ya no quedan testimonios de lo vivido (¡qué frágiles los soportes informáticos, tanto o más que el papel), tan sólo las lápidas con los "nombres por los suelos" (pág. 61), con la vida de los sepultados comprimida entre las dos fechas que separan el nacimiento de la muerte en la eterna "memoria de las piedras" (pág. 509).  Ya sé que es un novelón, pero compensa el dedicarle el tiempo necesario. 

José Manuel Mora.

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