Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin

 Epistolario

Vaya por delante que el género epistolar no se encuentra entre mis favoritos. De hecho, y en un repaso rápido de mi memoria declinante, sé que he leído el de Federico, porque se incluía en sus Obras completas, y algunas de Miguel Hernández. Magro resultado. Eran epistolarios escritos con lágrimas y sangre, con las vísceras, desde el dolor del amor perdido o la alegría restallante de la paternidad, o el ardor guerrero ante la batalla. Para Reyes de este año mi hermano el madrileño, que a veces me ha descubierto alguna perla desconocida que luego he comentado aquí, se presentó con el libro que voy a comentar y del que no había oído hablar. Ni del título ni de su autor, ni de los libros escritos por él. Otra de mis lagunas.


CHATWIN, Bruce. Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin. Madrid: Sexto piso, 2012. Págs. 560 (la indicación anterior no tiene carácter disuasorio, sino tan sólo pretende dar cuenta de la densidad del volumen). Trad. de I. Attrache y C. Mayor. Conviene citar a los recopiladores ya que se publica tras la muerte del escritor y al cuidado de Elizabeth Chatwin, su esposa y la que guardó gran parte de las misivas que su marido le fue enviando y Nicholas Sahkespeare, que es el autor de la introducción y las notas que presentan cada capítulo, además de las explicativas al pie. La edición es cuidadísima, no en balde Sexto Piso alcanzó el premio a la mejor labor editorial en 2008, a pesar de ser minoritaria. Cabe tan sólo algún pero por pequeños fallos de grafías y algún que otro de gramática poco comprensible: "Si no andara (por "anduviera") tan mal de dinero"( pág. 166); "Hacer aguas" (por "hacer agua", cuando una empresa o barco se hunde; y no lo que significa la forma que usa el editor (pág. 330), que significa "orinar". Y es un libro extraño ya que mucha gente joven considerará poco menos que estrafalario escribir semejante número de cartas, algunas además extensas, ahora que todo se resuelve en 140 caracteres.


 

















Chatwin (Sheffield 1940-Niza 1989) comienza a escribir cartas desde el internado, en la época de las faltas de ortografía, y no para hasta que al borde de la muerte se las va dictando a su mujer. Y esta brazada de misivas acaba convertida en la sinopsis no lineal de 40 años de vida en la que "se muestra el conflicto entre quien era y quien quería ser [...] conversaciones consigo mismo para aclarar lo que piensa", dice el recopilador (pág. 19), al modo machadiano: "converso con el hombre que siempre va conmigo", o también "para cambiarse a sí mismo" (pág. 110). Sin acabar los estudios consigue un trabjo en Sothesby's, lo que lo acerca al mundo de los objetos bellos y extraños, y le proporciona algunas libras para subsistir, pero a disgusto porque "la venta de obras de arte  es la profesión más desagradable que conozco" (pág. 64). Gracias a la galería le toca viajar a Afganistán y a Sudán entre otros lugares exóticos, y más en la época, lo que lo pone en la pista del concepto de "nómada", además de seguir una honorable tradición decimonónica y británica de su admirado R. Burton. En esos viajes entra en contacto con los buscadores de tesoros y decide estudiar Arqueología, cuando ya cuenta 26 años, estudios que no terminó. Consideró esa época su personal "saison en enfer" (pág. 88).  



 



















Y con su nomadeo, que se prolongará toda su vida, comienza la reflexión sobre su sentido "Por qué hay hombres que prefieren errar antes que quedarse en un único sitio?" (pág. 116) parece ser su pregunta. Asocia esta actitud con la de los gitanos actuales, o con el vagar constante del Caín bíblico. Considera que "Los nómadas, que jamás se asientan, acaban convirtiéndose en una influencia subversiva, aunque se ha exagerado muchísimo el daño material que causan (pág. 117). ¿Qué lo mueve a él, hombre del s. XX, con un buen trabajo y buena formación a ese perpetuum mobile? "Además del motivo económico, el escapismo (un sólido motivo personal para escribir un libro) [...] tal vez por mi curiosidad natural y mis ansias de explorar" (pág. 117). Esto es lo que él escribe. Sin embargo el recopilador , y la impresión que he sacado yo mismo se orientan hacia el hecho de que "El mayor problema de Bruce era dónde estar. Nunca sabía dónde estar. Siempre quería otro sitio" (pág. 252). Y por eso decide alejarse de la civilización y se pone a recorrer la Patagonia argentina en 1975. "Es como la esperaba, pero de forma aún más intensa; inspira arrebatados accesos de amor y odio" (pág.233). Dos años después aparecerá En la Patagonia (1977), libro inclasificable; él no consideraba acertado clasificarlo como de viajes y tampoco era una novela. Dice Shakespeare "No tenía capacidad de inventar ficciones, sí la imaginación para narrar historias" (pág. 22).


Y a la vuelta se instala en Inglaterra con su mujer y va apareciendo en las cartas lo que será una constante en todas ellas y que a mí ha llegado a cansarme: la referencia constante a sus problemas monetarios, las minucias domésticas, los problemas con la escritura y los editores, la variabilidad del clima del lugar en que se encuentra, los amigos múltiples con las consiguientes relaciones sociales, la incapacidad para permanecer en un mismo sitio por un periodo razonable.... Otra más de sus contradicciones es el muestrario de amigos varones a los que escribe con muestras de afecto, con los que viaja y, aparentemente, de los que se enamora. "No te ocultaba nada respecto a Esa Persona (sic). Pero lo cierto es que me he ido de Inglaterra muy maltrecho emocionalmente, en parte por culpa de algunos de mis mejores amigos, que utilizan mi inevitable turbación para cotillear sin piedad" (pág. 296).  A pesar de todo este tormento es un hombre que triunfa en sociedad por ser encantador, cosa que sabe y explota con su conversación torrencial, aunque a G. Brenan, a quien visitó en Granada en 1978 le parecía que "es un hombre encerrado en sí mismo [...] no le importan nada los demás y tiene que estar todo el rato hablando" (pág. 317).


Recorre constantemente Europa en busca de un lugar tranquilo donde escribir y se instala en italia, en Grecia, en España, en el sur de Francia. Viaja al corazón de África, a Brasil, a Nueva York cada dos por tres, a Australia en varias ocasiones (producto de esas visitas será el libro de más larga elaboración y uno de los más alabados, en el que se adentra en el mundo de los aborígenes y que se  publica en 1987: Los trazos de la canción), pasando por China y a la Suráfrica del apartheid . Algunas veces acompañado por su mujer, como cuando van a India o a Nepal, otras completamente solo o con algún acompañante. Fruto de ese deambular constante, ya en 1980 él reconoce que "La relación con mi mujer va de mal en peor. Llevar existencias separadas [...] supone acabar con concepciones de la vida distintas" (pág. 335). Y fruto de tanto viaje y de su encanto personal, además de su extendida fama como escritor, conoce a escritores, políticos, cineastas, la nómina es extensa: J. Ivory, S. Sontag, W. Herzog, J. Onassis, S. Rushdie, I. Gandhi, a la que no puede ni ver... Habla mal de Tatcher y de su guerra en las Malvinas y sigue obsesionado con el constante proceso de autocorrección de sus escritos. No en balde también admiraba a T. Bernhard y La corrección.

Hasta que le detectan el VIH, cosa que él prefiere disfrazar como una enfermedad tropical producida por un hongo. Descubre que "la sanidad pública británica es maravillosa" (pág. 484) y en cuanto se encuentra algo repuesto vuelve a viajar y sigue escribiendo. Se hace varios própositos: isntrucción religiosa (en relación con su descubrimiento de la ortodoxia de los monjes del monte Athos), estudio de la enfermedad y las posibilidades de curación y atención a Elizabeth y a los asuntos de la casa. "Dentro de todo viajero hay un anacoreta que ansía quedarse en su casa" (pág. 527). Además va poniéndose en contacto con organizaciones altruistas que ayudan a los enfermos, aunque a la vez desarrolla una desaforada compulsión por las compras carísimas, incluso en silla de ruedas. Cuando la enfermedad se agrava se somete a cualquier tratamiento que lo pueda aliviar pero su situación empeora y ni la compañía de su mujer, con la que se ha reconciliado, basta para aliviar sus penalidades. Acaba mencionando en una carta que "El VIH no es un ocaso de los dioses en versión gay, sino otro virus africano" (pág. 537). Así lo había fotografiado R. Mappelthorp.


Y a pesar de ser yo también un viajero impenitente, además de compartir su pasión por la belleza y la literatura, no he conseguido conectar con él. El tono general de sus cartas es de superficialidad, de hombre de mundo, de niño caprichoso; a veces es reiterativo porque cuenta una misma anécdota a diferentes personas o porque sus obsesiones siempre son las mismas, como corresponde a una obsesión. Sin embargo he de confesar que, a pesar de haber estado a punto de dejarme el libro a medias, cosa poco frecuente en mí, he descubierto unos cuantos títulos suyos y me ha picado la curiosidad por conocer algo de su obra literaria. 



Ahí lo dejo para quien quiera descubrir y aventurarse en un tipo de libros que no se dejan clasificar. Para quien quiera conocer una personalidad torurada bajo la máscara que se colocaba ante la sociedad a la que pertenecía y de la que temía que lo castigara al ostracismo. La verdad es que esas cartas impiden el olvido, cosa que no sucederá con tanto tweet y tanto "me gusta". 

José Manuel Mora.




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