Las sirenas de Bagdad, de Yasmina Khadra

 Del horror yihadista

Dice la normativa, que naturalemente no he leído, que al comentar un libro cuyo autor se supone puede ser desconocido para el público en general, conviene presentarlo previamente. Como sigo sin saber cuál es el tipo de lector que se asoma a estas páginas, parece pertinente hablar de Yasmina Kadra, autor del libro que me dispongo a comentar. Ya es peculiar que tras este seudónimo, no sé si tachar de femenino, puesto que se trata de los dos nombres de su esposa, y cuya traducción sería "jazmín verde", se oculte un varón: Muhammad Moulessehoul (1955), argelino trasterrado a Francia con su familia, y que ha escogido el francés como lengua literaria, cosa no demasiado extraña en un país tanto tiempo colonizado. La perplejidad es mayor cuando sabemos que su profesión paralela a la de escritor, fue durante un tiempo la de militar, tarea que compaginó con la escritura, hasta que desveló su auténtica identidad y abandonó la milicia para dedicarse exclusivamente a escribir. Sé que había leído algo de él hace ya tiempo, tanto que no consigo recordar qué, puesto que la costumbre de referenciar las lecturas que voy haciendo la he vuelto a retomar tan sólo hace unos años. Sin embargo no debió disgustarme lo leído cuando me decidí por este autor, en las entrañas de mi lector electrónico desde el año pasado.


He vuelto al libro electrónico con harto disgusto, debido a que no sé si por mi torpeza con la electrónica, o a las características del dispositivo lector, el texto no aparece encuadrado correctamente y se repetían a cada página los datos de la cabecera del mismo, interrumpiendo el trascurso del texto. Aunque la reseña editorial de la portada me señala que se trata de un libro publicado en papel no hace demasiado, siete años en los tiempos que corren podían ser una eternidad. Sin embargo, y como luego comentaré, el argumento del libro (no puedo poner "goza") es de rabiosa actualidad. KHADRA, JASMINA. Las sirenas de Bagadad. Madrid: Alianza Editorial, 2007, trad. C. Lozano. El título es ambiguo, salvo que la imagen elegida para la cubierta deshace la ambigüedad.


Cuando he hablado hace un momento de la "actualidad" de su contenido, quiero suponer que el autor no pensaría que, tras la ocupacón de Irak por las tropas estadounidenses en busca de unas armas de destrucción masiva inexistentes, y después de la retirada vergonzante con un país destrozado a su paso, la situación de guerra civil que se señala en sus páginas, no sólo no se habría apaciguado, sino que ha resurgido con nuevos bríos, como me cuentan las páginas del diario de hoy (http://internacional.elpais.com/internacional/2014/07/25/actualidad/1406283706_721485.html). La novela arranca en la terraza de un barrio beurutí, que sigue sin curar las cicatrices del último conflicto civil que vivió el pequeño país mediterráneo. Un antiguo estudiante universitario de unos veinte años, que tuvo que dejar los libros al inicio de invasión, discute con un intelectual, irakí como él, sobre la deriva que llevan tanto oriente como occidente, en un enfrentamiento secular, ahora revitalizado por la presencia de los yankees a orillas del Tigris, a la caza y captura del dictador Sadam Hussein. "Occidente sólo es [...] un canto de sirenas para náufragos de su identidad. Dice ser tierra de acogida; en realidad, sólo es un punto de caída del que uno jamás acaba de levantarse del todo [...] La convivencia ya no es posible" (pág. 11). Con este punto de arranque no será difícil entender la continuación. En un largo flash-back el narrador protagonista vuelve a la aldea beduina de la que procede: "Podría decirse que vegetábamos en otro planeta, al margen de los dramas que corroían nuestro país" (pág. 35). Antes hablaba de la ambigüedad del título; "sirenas" en el título de una composición musical de un primo del protagonista, y en esta otra cita, con su sentido más real: "El cielo de Bagdad se estrelló con extraños fuegos artificiales. Las sirenas resonaron en el silencio de la noche" (pág. 14). Hay en este movimiento espacial una contraposición entre la tranquilidad de Kafr-Karam, perdida en ninguna parte del desierto, y la capital bulliciosa y superpoblada. Los contrastes se atenúan en la medida en que hasta esa aldea apegada a la tradición de matrimonios concertados, de respeto sacralizado a la figura paterna y a la autoridad de los mayores, de sumisión de las mujeres, han llegado los equipos Hi-Fi y las antenas parabólicas, con las que se cuelan las imágenes de los horrores que antaño no se llegaban a saber y que ahora resulta imposible ignorar. 


 El lugar permite al escritor algunas descripciones de un lirismo muy oriental: "Eran aproximadamente las once y el sol iba esparciendo oasis artificiales por la llanura. En el cielo calentado al rojo blanco, una pareja de aves aleteaba [...] El horizonte desplegaba su desnudez hasta el infinito" (pág. 37). En otras ocasiones con un toque casi humorístico "Un charlatán ambulante contaba que ambas palmeras eran, en realidad, el fruto de una inmemorial alucinación colectiva que el espejismo, al disiparse, había olvidado llevarse" (pág. 20). Y que conste que en semejante lugar no sólo hay tradición y Corán. También hay personajes capaces de rebelarse contra todo lo impuesto. Una de las hermanas del protagonista se marchó a Bagdad y con ella acabará encontrándose y enfrentándose: "¿Es que te has vuelto loca? Tienes una familia. ¿Has pensado en tu familia?¿En su honor?¿En el tuyo? Estás pecando [...] -No vivo en el pecado, vivo mi vida / -¿Ya no crees en Dios? / -Creo en lo que hago, y eso me basta" (pág. 97. Y hay conciencia en algunos de la grandiosa historia acumulada por los pueblos del Creciente Fértil: "Proceden (los yankees) de un universo injusto y cruel, sin humanidad ni moral, donde el poderoso se nutre de los sometidos [...] ¿Qué pueden comprender de este mundo nuestro que contiene las páginas más fabulosas de la civilización humana" (pág. 118).


Y hasta ese lugar perdido, donde casi no hay de nada, ("Yo nací en la miseria y la miseria me educó en la idea de que todo se comparte" pág.69), llegan, al tiempo que las imágenes televisivas, los primeros radicales, que se dedican al "forum" de las mismas ante la pantalla del bar del pueblo. Son quienes comienzan a enardecer las conciencias de los que en realidad vegetan tan lejos del conflicto. "En un futuro nuestros caminos se cruzarán. Será él quien potenciará mi autoestima: me iniciará en las normas elementales de la guerrilla y me abrirá de par en par las puertas del sacrificio supremo" (pág. 50). Y así se irá fraguando la conciencia del futuro terrorista, aunque seguramente él se consideraría más un vengador. Más cuando, en forma de perfecto anticlimax, en medio de la boda de una aldea vecina, cae un misil y llegan luego los soldados a rastrear la posible presencia de exaltados. En los registros, asaltan también la casa del autor: "Un occidental no puede comprender, no puede imaginar la magnitud del desastre. Para mí, ver el sexo de mi progenitor (zarandeado y golpeado por los soldados) era como reducir toda mi existencia, mis valores y mis escrúpulos, mi orgullo y mi singularidad a un destello pornográfico [...] y en aquel preciso instante supe que ya nada volvería a ser como antes [...] que estaba condenado a lavar la afrenta con sangre" (pág. 73). Ése será el detonante definitivo "algo que fuera mayor que mi pena, más grande que mi vergüenza" (pág. 77). Tal como dice el narrador, hay muchas cosas que a los occidentales se nos escapan, dado que nuestra escala de valores es radicalmente distinta; aunque no las podamos compartir, la exposición del autor no justifica, pero sí explica la decisión del protagonista "Los beduinos, por menesterosos que sean, no bromean con el sentido del honor. Las ofensas deben lavarse con sangre, el único detergente autorizado para salvaguardar el amor propio" (pág. 92).



Decide marcharse a Bagdad para tomar contacto con quienes ya están radicalizados y organizados. La capital es un campo de minas permanente donde constantemente estallan bombas en mercados, escuelas y mezquitas, donde el horror se envuelve en las banderas de unos y otros y se está incubando la guerra civil que viven en este momento. "Siempre había temido el momento de dar el paso: ahora que estaba hecho, no sentía nada especial. Había asistido a la matanza con el mismo desapego con que veía a las víctimas de los atentados [...] Había vuelto a nacer en la piel de otro, aguerrido, frío, implacable" (pág. 130). No todos los que se relacionana con él tienen los mismos sentimientos ni están dispuestos al sacrificio. Su primo Hossein le dice "¿Adónde nos lleva esta guerra? [...] Lo que está ocurriendo no tiene sentido. Matanzas y más matanzas [...] Ya no se sabe quién es quién" (pág. 140). Frente a este destello de sensatez está la opinión de quine realmente lo recluta para el sacrificio, Sayed, quien piensa que "Para mí la vida no es sino una apuesta sin sentido, y es la forma de morir la que lo dota de él" (pág. 173). Lo que es la coartada perfecta para el martirio del que se autoinmola y de quienes perecen con él.


El doctor que dialoga con el muchacho en la terraza beirutí, que ha estado coqueteando con la radicalización desde su cátedra de intelectual, acaba aportando la que parece es la visión del novelista: "No hay peor miseria moral que optar por sembrar la desgracia cuando de lo que se trata es de sembrar vida" (pág. 182). No hay por parte de Kadra justificación alguna de la barbarie, pero sí es capaz con su narración de explicar lo que puede llevar a ella a determinadas personas. Y una última pega estructural. Como sucede en las historias contadas en primera persona y que además poseen un final abierto, como es el caso, plantean la preguntas que el lector puede hacerse. ¿Desde qué lugar, qué tiempo, qué situación está contando el protagonista su historia? Y creo que no tiene fácil respuesta. En un coloquio con M. Moulessehoul no me quedaría con las ganas de preguntárselo. Cada lector puede darse a sí mismo la explicación que más le acomode. Novela pues intensa y dura, que ayuda a conocer mejor el inmenso horror que siguen viviendo tras haberlos invadido, combatido y abandonado a su suerte. 

José Manuel Mora.


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