El amor verdadero, de J. M. Guelbenzu

Toda una vida...

El autor  de la novela que me ha ocupado este mes de agosto (José María Guelbenzu), por sugerencia de mi amiga Isabel, tiene una larga trayectoria a sus espaldas. Madrileño, de 1944, casi de mi quinta, dejó pronto la formación en Derecho para dedicarse al mundo de los libros, tanto como editor (dirigió Taurus y Alfaguara), como crítico literario (es especialista en literatura en inglés, sobre todo la decimonónica, y de ello se encarga en el Babelia) y también como autor desde su primera novela, El mercurio, de 1967, de la que todavía se hablaba en Salamanca en mis tiempos de estudiante, pero que no llegué a leer, a pesar de ser finalista del Premio Biblioteca Breve, de gran prestigio en la época. Sí que me compré años más tarde El río de la luna, de 1981, por aquella manía mía de leer los Premios de la Crítica, que no tienen compensación económica, aunque sí le dan alas al libro. Me pareció entonces muy novedoso, también una historia de amor tormentosa, aunque como no llevaba esta memorabilia en forma de blog, no recuerdo en profundidad la impresión que me causó. 


Aunque no sea más que por su presencia, el libro se diría que está pensado para días estivales. Al estar de vacaciones perpetuas, da igual la época que he escogido para su lectura. GUELBENZU, JOSÉ MARÍA. El amor verdadero. Madrid: Siruela, 2010, págs. 583.  Como suele hacer esta editorial, aunque no es de tapa dura, sí es una edición que está muy cuidada, con sus páginas de respeto en un negro elegantísimo, y una hermosa foto en la cubierta. Lo cierto es que el número de páginas no debe echar para atrás, porque la verdad es que más que leerlo, me lo he bebido. Paso a explicar por qué.


El autor hace, a través de personaje interpuesto, Andrés, y por supuesto Clara, el amor de su vida, un recorrido por toda su trayectoria vital, la del propio autor, a la par que la de los seres que ha levantado en la ficción. Ambos se complementan con el conjunto de amigos que forman la pandilla desde los tiempos universitarios: "No daban de sí mucho más que la representación de una especie de comedia dramática nacional en la que, como reconoció lúcidamente Andrés, "sólo hemos tenido papeles secundarios" (pág. 379). Y así, la anécdota narrativa arranca en los terribles años de posguerra, con sus miserias, sus silencios, sus necesidades insatisfechas; pasa por los años estudiantiles de los protagonistas, que coinciden con las primeras revueltas universitarias; llegan en su tiempo de madurez con los años de la Transición y el subsiguiente gobierno socialista, hasta presenciar después al triunfo de la derecha ya a finales de siglo, con todo el sabor del desencanto acumulado, con una vida peleada y vivida en compañía de la pareja perfecta, con los desgarrones que su discurrir produce en nuestra piel, con esa experiencia acumulada intrasmisible (lo repite el autor/narrador en diferentes ocasiones), con ese mirar hacia atrás desde un presente en el que se han instalado y la consiguiente serenidad que dan los años. En el epílogo se cita el horror de los atentados del 11 de marzo en el metro de Madrid, que provocaron el descabalgue del gobierno de Aznar, por haber querido engañar a la ciudadanía. A la vista de este sucinto resumen, es evidente que tenemos entre manos un fragmento de nuestra historia (iba a escribir "reciente", al menos así me lo parece a mí), un estudio sociológico de todo el periodo y una historia de amor que dura lo que una vida. "Entremos más adentro en la espesura", que decía el poeta.


En esta novela se hacen necesarias las precisiones relativas a la estructura del material narrado, así como a las voces narrativas. Aparentemente la perspectiva desde la que se cuenta la historia es el presente en el que se sitúa Andrés, en una playa al atardecer, viendo cómo se aleja Clara en un paseo calmo, que le da ocasión a él de rememorar todos sus años con ella. En principio nada llamativo. Es la misma estructura de tantas historias en las que el que cuenta va saltando atrás y volviendo al presente en cada recodo de la trama. Todo se hace algo más complejo cuando esa voz narrativa viene completada y contrastada con la de la misma Clara, cuyo punto de vista no siempre coincide con el de su marido, lo que enriquece la historia. Tampoco son coincidentes los tonos, que se ajustan con precisión al decoro poético, que decían los clásicos: sereno, reflexivo, de madurez expresiva el de Andrés, con sobriedad descriptiva; juguetón, coloquial, desenfadado el de Clara, sobre todo en sus años mozos: "la abuelita, los regalos, bla, bla. Todo ideal" (pág. 300). Otro ejemplo: "Y no sólo él, son todos: unos moros de libro, todo el día pensando en el sexo con las otras, y luego moralizando con la tuya. ¡Ésa es la propiedad privada que hay que abolir y no la de los bienes materiales" (pág. 109), con ese uso de la segunda persona de tono impersonal, tan de andar por casa. "Y acabar medio piripis" (pág.147), o bien "de la cáscara amarga" (que muestran un buen oído para el habla común y que se inserta en auténticos monólogos de conciencia). Todavía hay un tercer narrador omnisciente, con conciencia claramente irónica de su dominio de la historia que cuenta: "Las preocupaciones de un narrador son tantas y es tanta y tan variada la carga que ha de distribuir, que asuntos de importancia quedan a veces descolgados y engullidos por la vorágine de la vida que ha de ocuparse de ordenar " (pág. 456), en este caso en la tercera persona habitual; en otros llega a usar la primera del plural para incluir al lector en su discurso: "pródigo en acontecimientos, como hemos visto" (pág. 100), o bien, "Y ahora continuemos con nuestra narración" (pág. 159). La cursiva es mía, claro. Este narrado encierra un secreto que no desvelaré y que el autor se guarda hasta el final. Hay incluso teoría sobre el papel del novelista: "Bertoldino es un ingeniero de almas, aunque esta titulación suele corresponder más bien a los novelistas" (pág.309), o de la situación que atraviesa el género: " La novela puede morir porque lo que está muriendo es el lector complejo" (pág. 529; otra vez subrayo yo porque coincido con la apreciación). Desde esa voz, lanza Guelbenzu algún homenaje que otro, por ejemplo al citar El gran momento de Mary Tribune (1967), de J. García Hortelano, de la Generación del 50, por no hablar de las citas a sus grandes maestros en lengua inglesa.
Aparte de toda la historia individual y colectiva que se ha citado, la novela es una reflexión honda sobre el amor como "una construcción que se erige con la intención de permanecer y ese permanecer es un misterio [...] la vuestra es desde el principio una voluntad de permanecer unidos [...] el secreto es el respeto mutuo que se gana cada día" (pág. 527). Además del respeto, Andrés/Guelbenzu considera que hay otro componente fundamental para que el amor perdure: "La fidelidad, mi amigo, es una virtud perruna; la virtud humana verdaderamente digna de tal nombre es la lealtad" (pág. 425; otra vez la cursiva es del que esto escribe). Completa Andrés todo este Ars amandi que la novela encierra: "Clara y yo hemos perseverado. No ha sido por miedo, por convicción o por costumbre, sino por deseo de seguir juntos" (pág. 570). Y para terminar: "Permanecer es un acto de la voluntad, pero por arduo que sea el resultado, ha de ser más alegre que arduo y el esfuerzo ha de merecer la pena; sólo la generosidad es capaz de alcanzar esa meta" (pág. 571).
Si tuviera que poner alguna pega al novelón es justamente el que sea demasiado redondo. La vida para la mayoría es mucho más difícil de llevar, aunque a los protagonistas las cosas también se les tuerzan. Los personajes son complejos, bien trazados, incluso los secundarios. El ambiente de cada momento se presenta con una cuantas pinceladas, suficientes para recordar unos, o para que los que no lo vivieron se hagan una idea. Por comparar, la novela de R. Chirbes, La larga marcha, ya comentada en estas páginas, es tan amarga como la vida misma, tal vez por eso, más auténtica. Y no es que ésta no lo sea, auténtica, digo, pero todo me parece demasiado perfecto en la relación de la pareja. Y ya sé que hay parejas felices. Sé de lo que hablo. Pero se nota en exceso la mano del novelista para que todo case. Guelbenzu, como Andrés, se ha concedido "un respiro; el deterioro puede esperar" (pág. 556), dice desde la altura de los sesenta y tantos. A esto último me apunto de cabeza.

José Manuel Mora.








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