Los enamoramientos, de Javier Marías

 De cómo dar vueltas a las cosas...

Como viene siendo la pauta desde que inicié este blog, procuro no ponerme flores de más, ni presumir de cosas que desconozco. Así, es posible que a algún curioso lector de estas líneas le resulte un contradiós leer que no me gustaba el escritor sobre el que me dispongo a pergeñar estas líneas, que diría mi padre. Leí una novela suya en los tiempos en que no llevaba agenda lectora y no consigo recordar el título, aunque sí lo nervioso que me puso aquella mujer que aguardaba en la calle, frente a un hotel, apoyándose ora en un pie ora en otro... (comento el dato por si alguien me ayuda). Es malo que lo primero que lees de alguien no te atrape, porque puede crear un prejuicio que te impida volver a intentarlo. Convendría matizar que, por el contrario, soy un fan declarado del articulista. De hecho suelo empezar El País de "los colorines" dominical, por su final para pasármelo en grande con sus comentarios. Hablo, naturalmente, por si acaso no está claro, de Javier Marías. 


Este chico joven de mi edad, apenas tres años menos que yo (1951), proviene de una familia culta y civilizada. Por ser hijo del filósofo, D. Julián, tuvo que vivir sus primeros años en el extranjero (USA), lo que le proporcionó un dominio del inglés que luego le ha servido, entre otras cosas, para ser un magnífico traductor (su versión del Tristram Shandy, de 1978, es considerada canónica y recibió el Nacional de Traducción) y un especialista en Shakespeare, de quien hay a lo largo del libro, citas y paráfrasis. Seguramente sus conocimientos de literatura en inglés le hayan ayudado a seleccionar en su faceta de editor, pues además de escribir, traduce y edita; y dejo una cita breve que no sé si me lleva al sustrato lingüístico de quien se maneja a la perfección en dos idiomas: "Eso es lo que somos para el uno el otro" (pág. 148). Ha logrado entrar en la RAE, ha ganado prestigiosísimos premios nacionales (el Nacional de Narrativa, que rechazó, justamente por la novela que voy a comentar), y otros internacionales. Ha sido traducido a cuarenta idiomas diferentes y goza de enorme popularidad en países del centro de Europa, donde otros escritores nuestros estarían encantados de publicar y de ser tan bien valorados como lo es él. 


Mi amiga Isabel, de nuevo, ha sido la que ha insistido en que lo intentara otra vez. Y a fe que tenía razón. MARÍAS, JAVIER. Los enamoramientos. Madrid: Santillana Ediciones Generales, bajo sello Alfaguara, 2011. La imagen de la cubierta, de E. Erwitt, no puede negar su procedencia, la Agencia Magnum; es magnífica y sugeridora. Dice el propio escritor que los narradores de sus historias suelen ser personas que "han renunciado a sus propias voces", como les sucede a traductores, intérpretes o, en el caso que nos ocupa, a una editora, María Dolz, quien durante un tiempo coincide en sus desayunos, siempre de lejos, con una pareja a la que se ve muy enamorada. El marido aparecerá muerto a navajazos de una manera aparentemente casual y sin sentido. No descubro nada; es el arranque del libro. El intento de María por aproximarse a la viuda, porque "nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada" (pág. 86), permite al escritor explayarse durante una página completa, mientras que  M. Hernández fue capaz de sintetizar ese pensamiento en un soneto "Yo sé que oír y ver a un triste enfada". Ello le dará a conocer al otro personaje verdaderamente importante en la historia, Díaz-Varela, amigo de la familia del muerto y que se presenta de visita nada menos que con Francisco Rico, que de ser real se convierte en personaje pedante y tiquismiquis, de fino humor, retrato irónico afectuoso que estoy seguro habrá complacido al académico y amigo del escritor. Esa escena resulta de lo más hilarante, sobre todo para quienes hemos seguido alguna de sus conferencias o declaraciones. 


Y entramos así en lo que se convierte en el rasgo de estilo capital en el libro, la amplificatio. Marías no parece nunca tener bastante con una expresión somera de un pensamiento o de un sentimiento. Como si no estuviera seguro nunca de acertar a la primera, se dedica a aproximarse mediante matizaciones minuciosas a lo que quiere plantear: "Era como si hubiera en ella un último resorte de sensatez, o de sentido del deber, o de serenidad, o de preservación, o de pragmatismo, no sabía bien lo que era" (pág.91), con ese elemento de inefabilidad que tiene el discurso poético. Y esta otra, y basta: "Eso ocurre a veces: el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo o tan prematuro o tan atípico -en ocasiones tan pintoresco o ridículo o siniestro-, que resulta imposible referirse a esa persona..." (pág. 97). Si, como decía Buffon, "el estilo es el hombre", no cabe duda de que la opción estilística del escritor lo constituye como tal. Aquí se hace evidente que "el cómo" acaba siendo más importante que "el qué". Lo que me da pie para volver a la temática del libro. Hay una extensa disquisición sobre el sentido que tendría que los que damos por muertos volvieran a nuestro presente, con todo lo que ello comportaría de trastorno. Marías se apoya esta vez en Balzac y en una obrita suya. ¿Qué es mejor, la perdurabilidad o la desaparición definitiva? ¿Qué sucede cuando quien suponíamos muerto reaparece y reclama su derecho a resituarse en nuestras vidas?, como ocurre en Los tres mosqueteros de Dumas y el personaje de Milady...


Junto a este eje temático, el autor juega a lo largo de todo el libro con la duda de si se puede conocer de verdad lo sucedido, "Quién sabe nada de nadie con seguridad" (pág. 262), como le ocurre a la protagonista. Y por supuesto el amor, asunto que, a pesar del título, no creo que sea del todo central. Quiero dejar, no obstante, un pensamiento no sé si irónico, pero sí distanciado del sentimiento amoroso que, cuando se vive, nos transforma:   "Inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano" (pág. 151). Desmitificador, D. Javier. Hay otro rasgo estilístico menos subrayado, pero que ayuda a estructurar la trama: levísimas anticipaciones de lo que va a suceder a continuación, lo que no mata la intriga, sino que la acrecienta. Ese juego irónico, que parece ser marca de la casa, se lleva incluso al campo de la novelística para ponerla en tela de juicio: "lo que ocurre en ellas [en las novelas] da lo mismo y se olvida una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta" (pág. 278). Según esto, más que la trama, que no descuida y a la que constantemente está dando vueltas de tuerca a partir del parco suceso inicial, al autor parece importarle más todo ese cúmulo de sugerencias, de reflexiones, de matizaciones sobre lo dicho... No creo que con ésta obra me suceda lo que me ocurrió con la primera suya que leí. Se me quedará en la memoria por lo obsesiva que resulta. Y termino con una cita que de algún modo sintetiza tema y forma: "Su reenamoramiento y sus penalidades y sus ansias de restitución, fueron sólo las de un fragmento de lápida en la sala de un museo, las de unas ruinas de tímpanos con inscripciones ya ilegibles, quebradas, las de una sombra de huella [fino, el matiz], un eco de eco, una mínima curva, una ceniza, las de una materia pasada y muda que se negó a pasar y a enmudecer" (pág. 363).

José Manuel Mora.





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