Como la sombra que se va, de A. Muñoz Molina

Lisboa/Memphis

Hablaba en mi entrada anterior bajo la etuqueta de "libros recomendados" de la fidelidad a determinados escritores que han sabido captar nuestro interés, nuestro gusto, a lo largo de la maduración de su obra. Decía a su vez que no siempre se puede mantener un escritor en la cresta de la ola creativa. Por eso hay libros que nos sujetan más y mejor que otros, y por ello también no siempre corremos al encuentro de lo último que han escrito. En este caso sí que he ido a mi librero de cabecera (Fernando, de 80 Mundos) para comprar junto al de Cercas, lo que acababa de terminar MUÑOZ MOLINA, ANTONIO. Como la sombra que se va. Barcelona: Seix Barral (Planeta), 2014, 531 páginas de limpia y apretada prosa, que diría mi amiga Pepa.  


Compré el primer libro de Muñoz (Úbeda,1956) en Valencia, antes de trasladarme definitivamente a Alicante, en 1987 (El invierno en Lisboa). Lo sé porque, a modo de ex libris, anoto el lugar y la fecha en las páginas de respeto de cada adquisición. Sin embargo, como no llevaba cuenta de mis lecturas como ahora, no guardaba memoria de la historia (jazz, humo, garitos, ajustes de cuentas y desamor a caballo entre San Sebastián y Lisboa), si no era a través de imágenes confusas de la peli que luego rodaron a partir del mismo. Sí dejó huella honda El jinete polaco (1991), aunque ahora no recuerde poco más que una maleta llena de fotografías que permitían la remembranza, y los años de enraizamiento en su tierra granadina trabajando con el hortelano de su padre, al tiempo que estudiaba bachillerato. Había en aquellas páginas verdad vivida y una historia apasionada que me atraparon sin escapatoria posible. Es de esos libros que tal vez volvería a leer a pesar del peligro de la desilusión. El dueño del secreto (1994) ambientado en la hoy tan denostada Transición, y sobre todo Ardor guerrero (1995) conseguían engancharme nuevamente, y eso que yo no había hecho la mili. El segundo me pareció un alegato antimilitarista que pienso mantiene toda su vigencia. Carlota Flainberg (2000) me sumergió en la turbiedad de un hotel bonaerense, y luego Ventanas de Manhattan (2004) me lo llevé en mi segundo viaje a Nueva York. Me pareció que el escritor captaba maravillosamente la desolación de las calles y avenidas neoyorquinas barridas por el viento, el frío y la soledad de los viandantes. Sin embargo, Plenilunio (1997) y El viento de la luna (2006), no me parecieron tan redondas, las vi más fáciles (qué sencillo resulta juzgar a quien sería incapaz de inventar la menor fabulación). Cuando volvió a la Historia novelada, esta vez durante la llegada de la IIª República y su descalabro a manos del fascismo, en La noche de los tiempos (2009), ya comentada aquí, consiguió atraparme nuevamente de modo virulento. No leí a pesar de eso el ensayo Todo lo que era sólido (2013), en el que hacía balance de los hechos que nos han llevado a la debacle actual aunque, como lo sigo a través de sus artículos, sabía un poco cuál es su visión del asunto. Y así me he situado frente a un libro que guarda cierto paralelismo con el de Cercas que acababa de terminar. Veamos en qué.


El arranque es contundente: "Qué raro de pronto ser ese hombre, entrado en años, de pelo gris y barba gris que me mira en un escaparate. Pero más raro todavía es haber sido el hombre joven de entonces [...] ignorante de su porvenir inaudito, y sobre todo de la extensión del porvenir, ajeno a tu existencia" (pág. 18; la cursiva es mía). Ambos escritores se sitúan en el interior de la narración desde la primera persona del autor: ambos hacen referencia a la persona con la que comparten vida, aquél de forma explícita y éste con el elusivo 'tú' que el lector avisado sabe que corresponde a su mujer actual, la escritora Elvira Lindo. Ambos también traen a colación a sus hijos, aunque por la diferencia de edad de forma diversa.Y ambos alternan capítulos en un vaivén de perspectiva narrativa cambiante. Los pares están contados en tercera persona, desde la óptica del asesino de Martin Luther King, que fue abatido el 4 de abril de 1968 en Memphis (Tenesse), el prófugo James Earl Ray, que se esconde en Lisboa durante diez días. A veces conviene conocer los avatares vitales del escritor para entender por aproximación la elección de personajes y lugares. "Fui por primera vez a Lisboa en 1987" (pág. 45). Lo hizo en busca de localizaciones e inspiración para la redacción de la primera novela más arriba citada. También hay aquí algo de cercanía con el escritor catalán: "Casi no había contacto entre mis mundos segregados [el de funcionario oscuro y provinciano y el incipiente escritor]. No siempre sentía la tensión secreta del impostor" (pág. 47; nuevamente la cursiva la pongo yo). De hecho el escritor confiesa que "La novela se escribe para confesarse, para esconderse" (pág. 257). Como le dijo un amigo de la época, "No sé si eres  un infiltrado de los bajos fondos en el Ayuntamiento o un infiltrado del Ayuntamiento en los bajos fondos" (pág. 50).


Tal vez por su estancia también alternante en USA seis meses al año, se encontró con la noticia del asesinato en las páginas de un libro y comenzó su investigación. Es cierto que hoy en día no hace falta viajar para escarbar in situ en los archivos locales, casi todo está en la red, pero él reconoce en las páginas finales de agradeciemiento, la abundancia de sus fuentes, una de las cuales, tal vez la más importante ha sido la documentación del FBI que se ha puesto recintemente en línea a disposición de los investigadores. Ha buceado en todo tipo de documentación primaria y ha leído los libros que sobre el asesinato se han escrito, sobre la vida del predicador muerto; conoce las entrevistas que el asesino concedió desde la cárcel y ha repasado los dos libros que éste escribió desde la prisión. Ha visionado grabaciones de vídeo de la época y sus sucesivas visitas a la capital lisboeta le han permitido un conocimiento de primera mano de la topografía en la que Ray vivió. De todo ello se desprende una sobreabundancia de datos que le permiten imaginar el deambular insomne del fugado, aunque afirma que "Escribir es dejar cosas no dichas, mostrar indicios que se completarán en la imaginación del lector {...] Escribir ficción es ver el mundo por los ojos de otro, oírlo con otros oídos" (págs. 64-100). Es decir que  "Lo que uno elige contar es una parte de lo que uno ha visto y vivido. El escritor que cuenta en primera persona un viaje es una proyección novelesca y siempre solitaria de sí mismo" (pág. 433). Sin embargo el mundo interior atormentado y huidizo, obsesivo en su escapada, del criminal no ha logrado atraparme. Su personalidad, no sé si enferma, pero sí algo demente en su fobia a los negros, a los judíos, a los comunistas, me ha resultado reiterativa, tal vez por las constantes repeticiones de actitudes y acciones. "La literatura es querer habitar en la mente de otro, como un intruso en una casa cerrada, ver el mundo con sus ojos" (pág. 453). Y seguramente lo logra, pero a mí ha acabado por aburrirme.


Me ha parecido mucho más apasionante el buceo en su pasado, en su sensación de culpa expuesta desde su timidez y su prudencia, pero con certera expresividad: "Pasan los años y se debilitan los recuerdos pero no la pesadumbre por el dolor que uno causó" (pág. 130). Hay como un intento de saldar cuentas con su vida anterior e intenta confesarse con su hijo mayor, lo que me parece un acto de imposibilidad encomiable: "Me gustaría contarle a mi hijo cosas sobre mí mismo que no le he contado nunca. No podía decírselas cuando era niño y ahora que es adulto no sé cómo hacerlo [...] los dos a la vez reconciliados y heridos, cada uno de los dos conscientes del lugar que ocupa en la vida del otro, del daño que sólo pueden infligirnos los que más amamos" (pág. 401); esto último tan Tolstoiano...

Y por fin, en el capítulo 25, al igual que Cercas cedía la palabra a Marco en un diálogo inventado, aquí el punto de vista se traslada a Memphis, a la conciencia del luchador por la igualdad en aquellos USA donde las leyes habían cambiado, pero no la actitud de muschísimos ciudadanos del profundo sur, que durante siglos habían tenido a los negros como esclavos y no podían verlos como iguales. Y vuelve aquí a haber una vibración auténtica con el personaje, con sus dudas y vacilaciones ante la tarea autoimpuesta, al que van a descerrajar un tiro certero, rompiendo al tiempo su mandíbula y su sueño, el famoso I have a dream. "La novela sujeta la vida a sus propios límites y la abre al mismo tiempo a toda una abundancia de tesoros ocultos [...] la imaginación narrativa no se alimenta de lo inventado sino de lo sucedido" (pág. 523), frase que hubiera podido firmar Cercas. Doy por sentado que la prosa de Muñoz sigue siendo diáfana, de imágenes bellísimas, de adjetivación justa. Un par de ejemplos para confirmarlo: "Bosques bajo la lluvia en los que cada hoja o rama añade a la gran percusión colectiva muros y torres de cristal desmoronándose en calamidades jubilosas" (pág. 107); esto último, de ecos cortazarianos, como las citas de sus admirados músicos de jazz, tan en la onda parisina de D. Julio. O esta otra: "Días helados y luminosos de invierno que  a media tarde ya se han volcado sin aviso hacia la desolación del anochecer, el túnel oscuro del final del domingo" (pág. 130). El escritor en las últimas páginas, de nuevo en Lisboa, cuenta: "He salido de la casa pero no del libro en el que llevo tantos meses viviendo" (pág. 509); tarea agotadora y libremente elegida la de crear mundos a partir de los datos propios y ajenos que la realidad nos proporciona, para levantar un edificio de palabras que testimonian lo vivido a través de lo inventado.

José Manuel Mora.







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