Distintas formas de mirar el agua, de Julio Llamazares

 Memento...

Ahora sí, de total actualidad, y sin necesidad de que me lo recomendara nadie. Y además con placer, porque es un autor que me gusta y al que sigo desde  sus inicios. Se trata de LLAMAZARES, Julio. Distintas formas de mirar el agua. Barcelona: Alfaguara, 2015, con una sugerente cubierta de K. de la Rubia. "Hay distintas formas de mirar el agua, depende de cada uno y de lo que busque" (pág. 175), se nos dice al final. Y eso es el libro, un buceo en el pasado para no perder el recuerdo de un hombre bueno.


Su segundo libro de narrativa, La lluvia amarilla  (1988), el primero que yo le leí, supuso una auténtica conmoción en el panorama editorial del momento, porque "lo que se llevaba" era otra cosa. A mí aquella historia contada en primera persona por el último vecino de Ainielle a punto de morir, me emocionó hasta el tuétano, con aquel clima de ensoñación y melancolía en medio de los bosques del Pirineo, y con una prosa que se acercaba a la poesía, a veces peligrosamente (el descubrir en la lectura unos endecasílabos perfectos me provocaba desazón y me obligaba a releer en voz alta). Seguí también sus libros de viajes a través del periódico, Las rosas de piedra (2008), en su recorrido por el románico castellano. Y ya en estas "páginas" está el comentario de Las lágrimas de S. Lorenzo (2013), que me pareció una delicia. Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) es casi un chico joven de mi edad, como creo ya haber dicho, con el que además comparto el ser hijo de maestro. Licenciado en Derecho, lo dejó pronto para dedicarse al periodismo y a la escritura en todos sus géneros, incluida la poesía, o los guiones para el cine, como la adaptación de su primera novela, Luna de lobos. Me gusta que parece estar apartado de los cenáculos al uso o del relumbrón televisivo. Él mismo se define como un hombre romántico, en el sentido de que es alguien para quien "el paisaje es, además, la primera y principal fuente de melancolía". Nadie se puede llamar, pues, a engaño.


Para él "el paisaje es memoria". Y de eso trata el libro que comento hoy: "Montañas entonces ya pintadas de amarillos y granates [...] por un otoño precoz" (pág. 18). De esas montañas es uno de tantos de entre los habitantes de los pueblos que quedaron sepultados en el fondo de los valles, anegados al construirse las presas correspondientes, como el suyo de Vegamián; muere ya anciano y ha dejado expreso su deseo de que sus cenizas acaben reposando en el fondo del lago, junto a los restos de su aldea y a la tumba del primero de sus hijos, allí enterrado antes de que las aguas lo cubrieran todo. (En la imagen subsiguiente se muestra lo que quedaba del pueblo cuando hubo que desecar el pantano para su correcto servicio bastantes años después de su construcción; seguramente hubiera sido una visión insoportable para cualquiera de quienes vivieron en él cuando aún estaba lleno de vida, aunque fuera mínima y humilde, dadas sus dimensiones).



Su viuda, hijos y nietos se encaminan hacia el borde del agua para cumplir el deseo. Y el libro se compone de una serie de monólogos de cada uno de los miembros de esa familia, en el camino hacia el agua. Cada uno con su visión de la historia del lugar, de su familia y de sí mismo. Cada uno con el fardo de sus sentimientos a cuestas, distinto según la relación habida con el viejo y con el paisaje, de donde el título... Entre todos acaban componiendo un retrato múltiple del viejo montañero trasplantado a su pesar al páramo palentino, a un pueblo de los llamados "de colonización" por el vetusto Régimen. Y lo primero que llama la atención es el hecho de que, a pesar de las diferencias de edades, sexo (que no género), formación o procedencia, no haya en esos monólogos marcas lingüísticas que personifiquen a cada uno. Todos usan el mismo tono emocionado y doliente en mayor o menor grado, pero sin dejarse conocer por su habla. No hay además intriga. La acción progresa en el acercamiento sucesivo de los personajes a la orilla para acabar lanzando las cenizas a las aguas. Y sin embargo no podemos dejar de leer. El entorno es sobrecogedor en su belleza porque "como mi padre ahora, el paisaje está muerto por completo" (pág. 36), con una personificación perfectamente traída. Personificación que acaba por hacerse fusión con el lugar para alguno de ellos: "Tengo sangre de estas montañas. Sangre de nieve, y de bosques viejos" (pág.61). Todo dentro de una contención expresiva cuidadísima. A veces se da el gusto de recuperar palabras del terruño, como otra forma de homenaje: "El escaño, como lo llamaban ellos; hasta el vocabulario guardaban de estas montañas" (pág. 44).  



Hay en todo el libro una añoranza por el lugar y el tiempo perdidos, que deviene en melancolía para quienes los conocieron de otro modo, y en tristeza para todos ante la desaparición del viejo campesino, honrado, de palabra, firme en sus convicciones,  que no quiso volver hasta el borde del desastre para mejor retener en su recuerdo lo que fue. Y en una paradoja hermosa sobre el enterramiento que no tendrá lugar, uno de los nietos dice "La tierra no le dará sepultura, sino el agua; ese agua azul y quieta" (pág. 67). En definitiva, una joya de libro, casi en tono menor, pero en la línea de la poética del escritor, aquí más contenida y de enorme y expresiva sencillez.

José Manuel Mora.

P.S. Hasta el mes que viene. Me embarco ahora en algo más extenso. Ya contaré.


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