El seductor, de Jan Kiaerstad

 Noruega

De nuevo mi librero de cabecera, que tiene buen paladar, Fernando, el de 80 Mundos, me lleva de la mano a la literatura nórdica, de la que ya va habiendo distintos testimonios en este epígrafe de "Libros recomendados". Animado por mi próximo viaje a Escandinavia (cuarta o quinta vez, yo que presumo de no repetir países) me he sumergido en el mamotreto. La editorial, como suele, es cuidadosísima en sus productos: una imagen curiosa y atrayente en la cubierta, unas páginas de respeto en tono salmón (tres nada menos!) y una traducción hecha al alimón por dos mujeres (Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo), bien servida. KJAERSTAD, JAN. El seductor. Madrid: Nórdica Libros, 2014, 624 págs. Casi con la tinta fresca, pues, para que no se diga que recupero antiguallas como la anterior (en esta lista de "libros recomendados" que voy confeccionando con el paso de los días y las lecturas), llevado por un ataque de nostalgia. Rabiosa actualidad, pues, y sin que sirva de precedente.


La trilogía de la que me ocupé el año anterior de Wassmo estaba escrita por una mujer con una intensidad emocional que aún recuerdo, y correspondía cronológicamente a un momento anterior en el que aún estaban presentes los ecos de la ocupación nazi de Noruega. Jan Kjærstad  (Oslo,  1953)  es once años más joven que la novelista anterior, aunque ambos gozan de gran predicamento en su país. Se graduó en la Escuela Noruega de Teología, lo que me parece algo exótico, dado el talante que despliega en la obra que voy a comentar. Desde su debut literario en 1980 se ha mostrado cosmopolita e innovador, características ambas que según la voz en off de su novela no abundan entre sus conciudadanos. Ha destacado como crítico literario, tarea en la que es enormemente respetado. A todo ello se añade el hecho de que sea un gran viajero. Ha vivido dos años en un país tan exótico para un nórdico de a pie como Zimbabwe. Sus tendencias a la hora de escribir se separan de lo que ha sido la tónica desde los años 70 en Noruega, un realismo de corte social, muy en la línea de la preponderante socialdemocracia escandinava.   


La contracubierta con sus paratextos nos advierte de que se trata del primer volumen de una trilogía. Ni siquiera sé si se han publicado ya los dos tomos que faltan. Debe de ser bastante posible que eso se haya producido en Noruega, puesto que éste apareció allá en 1993. Hago esta aclaración porque, aunque el libro se puede entender por sí mismo, hay una serie de interrogantes que quedan sin desvelar. En un breve "prólogo del editor", que supongo falso, ya se nos advierte de que se trata de un manuscrito anónimo llegado a un concurso nacional y  de "las funestas consecuencias finales (no mencionadas, por cierto en la novela)" (pág. 11). Es decir que de la muerte de la mujer del protagonista, Jonas Wergeland, que se nos presenta en sus inicios, no acabaremos por tener más que una ligera insinuación de los motivos de la misma, graves por cierto, aunque se nos escamotee la identidad del asesino, el cómo de la muerte... Lo que sí tenemos desde el principio es un narrador omnisciente que ejerce un dominio absoluto sobre lo narrado y que se ufana de ello haciéndose presente de forma constante, dirigiéndose a los lectores con apelativos e imperativos. Lo insidioso de su voz se nos revela pronto como un rasgo de estilo dominante en toda la novela, la ironía con la que el narrador/autor encara a su personaje y, de rebote, todo lo que éste opina sobre Noruega. "Déjenme de una vez por todas, y sin jactancia en absoluto, subrayar que mi conocimiento de la persona de J. W. es tal que [...] me capacita para constatar lo siguiente" (pág. 22). O bien esta otra cita, aunque hay que decir que se mantiene la dichosa voz a lo largo de todo el libro: "Permítanme revelarlo ya... " (pág. 52), o por último "Mi omnisciencia tiene unos límites" (pág. 165). El propietario de esta voz se esconde de manera persistente, aunque ofrece algunos datos sobre sí, que supongo tan apócrifos como el prólogo antes citado: "Como algunos habrán adivinado, yo no soy noruego. Soy un observador ajeno" (pág. 44). Nos señala además que ""no domino en absoluto los numerosos niveles estilísticos de la lengua noruega [...] y he considerado este manuscrito como un desafiante experimento" (pág. 75). Con todo ello lo que pretende es crear un cierto suspense: "Basta ya de comentarios. Prometo no ahondar más en mis motivaciones [...] la idea que subyace detrás de este proyecto es mi más íntimo secreto" (pág. 76). Este suspense se convierte en frustración para mí como lector, ya que no se desvela al final. No sé si en las partes sucesivas lo hará.

El autor interrumpe la voz narradora en contadas ocasiones. En esos casos no hay título para el capítulo, como sí ocurre con todos los restantes. Cambia también la perspectiva: una segunda persona ("tienes un montón de cartas de admiradores en la mano", pág. 81) que es un trasunto de corriente de conciencia interrumpido con un constante "piensas", ante el cadáver de la mujer. Son los casi únicos momentos de intensidad emocional, no hay distanciamiento alguno: "Estás ahí, desnudo, te sientes desnudo y notas que tienes frío, notas cómo el frío entra deslizándose desde todas partes, como si la habitación se convirtiera lentamente en una cueva de nieve, en un infierno, piensas" (pág. 381). No hay aquí sitio para la ironía que recorre el resto del libro. Ironía, mordacidad que afecta a su visión de Noruega, de su afición a patinar y a presenciar competiciones de ese deporte, cosa que Jonas no entiende; a su descubrimiento del petróleo en el fondo de la plataforma marítima, lo que cambió el rumbo del país por completo; de la vida familar de sus compatriotas; de su discutida entrada en el Mercado Común; de la televisión como medio de aunar a todos sus habitantes en torno a un programa que el protagonista concibe sobre personalidades de la historia noruega: "Pensando en grande"... Hablamos de una época en la que sólo había un único canal estatal. Hay en esa permanente voz del narrador (que en esto creo que coincide con las ideas del autor) a veces un toque de desencanto: "1981 constituye la verdadera diferencia entre Oslo como socialdemocracia y Oslo dirigida según los principios resbaladizos y unidimensionales del neocapitalismo [...] a partir de entonces la socialdemocracia ya no era una idea y unos valores, sino un aparato administrativo hueco" (pág. 231), a pesar de la seguridad que se respira allí. Como le dice un emigrado desde las Comores "Even the woods are safe here" (pág. 252). Esto último tiene claros ecos para el resto de Europa y también para nuestro país. Y tal vez de aquellos polvos, la izquierda recoge ahora estos lodos.


Aparte de toda la cuestión ideológica, normal en alguien que es un pensador, hay también una propuesta literaria desarrollada a lo largo del libro. Ese narrador escondido va contando la vida de J. W. en sucesivos momentos vitales, con constantes saltos atrás y adelante. El protagonista niño tiene un buen modelo de narrador, su abuelo. Las historias que le cuenta lo tienen a él como protagonista y se convierten en auténticas epopeyas en las que el niño es el héroe (la historia del oso es alucinantemente divertida). Luego está la tía Laura, que le sigue contando anécdotas de sus viajes, cuando ya es un adolescente a propósito de su colección de penes dibujados y que lo hacen trasportarse a las ciudades de Las mil y una noches, mientras se fija en las alfombras que su tía tiene en las paredes: "Una imagen no tenía que parecerse necesariamente a lo que representaba [fuera el realismo al uso], en cierta manera uno podía anudar la realidad de la manera que quisiera" (pág. 237; el subrayado es mío: la imaginación al poder). Y es esa concepción de enfrentarse con la realidad para contarla la que ponen en práctica narrador y autor. Convendría hablar también de la polisemia del título, puesto que el protagonista es en verdad un seductor con las mujeres (salvedad hecha de que son ellas las que lo buscan), pero no sólo, sino con los telespectadores a los que presenta a los personajes de su programa.
He de reconocer que esa ironía constante, la frialdad expresiva a la hora de presentar lo que se cuenta, han hecho que me sintiera distante, a la vez que intrigado por saber cómo iba a resolver las distintas historias. Pero en la vida no siempre acabamos por conocer los desenlaces de lo que nos trasmiten quienes están a nuestro alrededor. A pesar de la sequedad de la que hablo, a veces el escritor deja imágenes de gran intensidad, que por escasas son más valiosas: "Una pared negra que pasaba a toda velocidad [va en un paquebote] tan cerca. Una pared negra con agujeros iluminados" (pág. 133). O bien esta comparación "Los timbres sonaban como un mar de saltamontes a sus espaldas (pág. 527). Y esta última "Jonas, con la mirada clavada en la montaña de hielo que se alejaba flotando por el reluciente fiordo, cincelada como una escultura, mármol sobre espejo" (pág. 258). Hay un par de momentos en la vida de Jonas contados con auténtica emoción: la muerte de su amiga de infancia Nefertiti y el instante en que al escuchar a su padre tocar el órgano en la iglesia para él sólo vive una experiencia cuasi extrasensorial "Mientras la música de su padre hace oscilar toda la iglesia [...] y la luz entra a chorros como polvo coloreado por las vidrieras, J. W. comprende que tiene que narrarse a sí mismo, que tiene que crear su propia historia" (pág. 464; de nuevo la cursiva es mía). Y a eso parece aplicarse en su vida el protagonista y al parecer el autor al contarnos esta historia. un último apunte sobre ese gran amador que es Jonas. "El amor no es sólo algo físico, sino que trata sobre todo de anhelos" (pág. 157; magnífico el momento en que su mujer amasa el pan y para él es el símbolo perfecto de la felicidad); afirmación que no parece contradecirse con el hecho de que en el libro se muestren unas cuantas relaciones sexuales de una intensidad poco común. Buena lectura para quien se anime.

José Manuel Mora.

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