Escenas de un pasado que se desvanece, de Aidan Higgins

 Bildungsroman

Quienes tienen la paciencia de leer estos comentarios, saben que suelo homenajear a quienes me ponen en la pista de determinados libros. En este caso se trata de un comentario en passant escrito por M. Rodriguez Rivero en su "Sillón de orejas", sección habitual en el Babelia, y por la que me entero de sabrosas curiosidades que tienen que ver con el mundo de los libros, sus autores o sus editores. A ello había que añadir la poesía que me pareció se encerraba en el título de esta novela. Cuando ya tuve el libro en mis manos, el cuidado de su edición y la foto de la cubierta (una preciosa imagen en blanco y negro) acabaron por decidirme, junto con el hecho de no haber leído demasiada literatura irlandesa, fuera de Joyce, o de Becket y del inevitable tío Oscar (Wilde, off course), por no hablar de G. B. Shaw


No había oído hablar del escritor (Irlanda, 1927), a pesar de ser casi un nonagenario y de llevar a sus espaldas una buena lista de libros y premios. HIGGINS, AIDAN. Recuerdos de un pasado que se desvanece. Cáceres: Periférica, 2015; aunque el libro se publicó en inglés nada menos que en 1977. Nos llega pues con bastante retraso, aunque pueda presumir de haberlo leído con la tinta aún fresca. Tanto es así que, al buscar algún comentario sobre el libro, no he encontrado nada. Por si a alguien le sucede como a mí, dejaré constancia de unas notas biográficas sobre el autor: además de irlandés y católico (valga la redundancia), nacido en una familia adinerada, empezó a publicar en 1966. Es un viajero empedernido que, además de moverse, se queda a residir en algunos de los países que visita, como le sucedió con Andalucía (lo que le daría ocasión de retratar Nerja en su Balcony of Europe, de 1972), con Alemania, Rodesia o Londres. Todo ello ha dejado en él una pátina de cosmopolitismo y una capacidad extraordinaria para acercarse a los acentos y jergas de cada lugar, lo que queda luego en sus libros de viajes o le sirve para caracterizar a algunos de sus personajes.


Y ahora toca pedir disculpas por el título de la entrada. En los estudios literarios es un término aceptado, bildungsroman, pero no todo el mundo habla alemán, así que se impone un acercamiento al concepto de "novela de aprendizaje". No sé si decir que se inventó en español con nuestro Lazarillo, pero tiene gran tradición en Centroeuropa (Los Buddenbrook) y lo que hace aquí Higgins es novelar en parte sus recuerdos de infancia y adolescencia en la primera parte, para pasar a continuación a una historia de enamoramiento. Y es cierto que una de las cosas que me han llamado la atención en el inicio ha sido el hecho de remontarse a su infancia, con balbuceos e incorrecciones incluidos a la hora de escribir sus primeras palabras. Si rebusco en mi primera memoria, además de las carreras que organizaban mis padres con cada uno de los dos pequeños para ver quién llegaba a la cama antes, encuentro la lectura temprana (aprendí a leer con cuatro añitos) de El soldadito de plomo, de H. C. Andersen, un libro bellamente ilustrado y de tipos grandes, que ahora considero poco adecuado para una criatura. Así le sucede al protagonista de la historia, que va narrando sus peleas con su hermano, las rarezas de sus padres, sus angustias en el colegio de monjas al que asistía con auténtico terror, hasta trasladarse a otro, esta vez de curas, para preadolescentes: "Tengo 12 años [...] pasamos de las monjas al otro lado del río a los Hermanos Cristianos, de la correa a la palmeta" (pág. 65 y la cursiva es mía, claro). A pesar de su formación religiosa, la del personaje, tanto él como su padre son practicantes de superficie, como sucedía por aquí, sobre todo entre los varones; "Somos los últimos en llegar [a misa] y los primeros en salir, católicos indiferentes que nunca pasan del pórtico" (pág. 107). En esa preadolescencia hay una angustia que anticipa otras que vendrán: "La tarde de verano parece interminable. No sé qué hacer conmigo mismo" (pág. 44). Ese agobio viene expresado con enorme fuerza en muchas ocasiones: "Cuando el día termina, comienza mi verdadera vida. Me quedo dormido como si me sacaran lentamente de mí mismo" (pág. 56). Y llega el momento de la casi siempre tormentosa adolescencia, más si es vivida en un internado católico exclusivamente para varones. Las sugerencias de prácticas homosexuales entre ellos son casi consustanciales a este tipo de instituciones. El muchacho sin embargo vive su despertar sexual encerrado en sí mismo y viendo de lejos a chicas inalcanzables, que le sirven para sus ensoñaciones eróticas: "Me desnudo y me meto en las frías aguas del abrevadero del ganado [...] La inmersión total me excita. Me siento tan extraño que no me reconozco a mí mismo. [...] Me hundo más en el musgo, sin saber muy bien qué estoy haciendo. Lo que sale flotando de mí parecen huevos de rana" (pág. 110).


El paisaje está permanentemente presente en sus evocaciones infantiles y en sus vivencias posteriores, con una relación de amor/odio hacia su tierra. El estilo de Higgins es cortante, su prosa, sincopada y de gran precisión; funciona por acumulación desde el principio, como en su percepción del mar, tan importante para los habitantes de una isla: "El viento del Atlántico remece y hace traquetear las ventanas; las ventanas venecianas se mueven agitadas [...]. Fuera el viento aúlla. El Atlántico se está haciendo trizas. Pienso en marineros perdidos" (pág. 13). Para el niño que lo trae a su mente, el mar es fuente de inquietud: "Tengo miedo del Océano, y de sus olores. Huele a inmensidad, a oscuras algas enredadas y a desamparo" (pág. 15), con ese quiebro que asocia el fuera con el adentro más íntimo. Y sin embargo, todas esas vivencias infantiles se van volviendo deslavazadas a la hora de que pasen a ser la preocupaciones de un joven que vive antes, durante y después de la IIª Guerra Mundial, ante un incierto panorama laboral o un más incierto amor, no se sabe bien si correspondido. Entonces entra la ironía en juego cuando pasa a hablar de su relación con Olivia, la chica que llegó de las antípodas, aunque con ascendencia irlandesa, faltaría más. Me parece que entonces falta precisión. La mezcla de lugares para mí desconocidos, con topónimos indescifrables, hace que uno no sepa muy bien dónde situar la acción. Los casi nulos cambios de perspectiva narrativa nos dejan sin conocer verdaderamente a la tal Olivia, y sin saber cuáles son sus sentimientos por el protagonista. Lo que sí sobrevuela toda la segunda parte del libro es una sensación de desamparo, de desubicación, que uno intuye que va abocada al desastre. Hay una declaración clara del narrador: "La vida que llevo no tiene Norte y parece que la sed de lo que quiero nunca se verá saciada" (pág. 117). Las digresiones relativas a personajes del pasado de la muchacha en el tramo último no parecen sino un intento de prolongar la narración y a mí no han llegado a atraparme. Si he de decir la verdad, al final de la lectura casi estaba deseando que ésta se acabara. Es cierto que la prosa de Higgins es "feroz y deslumbrante", como se dice en la contracubierta, pero ha llegado a abrumarme. Seguramente los irlandeses la leerán con otros ojos y conociendo muchas de las claves que a mí se me han escapado, a pesar de las notas al pie de la traductora, Carmen Torres, que ayudan a contextualizar algunos de los juegos de palabras, las canciones o los personajes que se citan.

José Manuel Mora.  























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