Reikiavik, de Juan Mayorga

 El juego... del ajedrez

No sé si lo he dicho ya en estas páginas. No me gusta el ajedrez. Creo que se debe a mi carácter. El juego necesita de reposo, concentración, memoria, capacidad de anticipar las jugadas del otro, mesura en la toma de decisiones. Recuerdo de niño, cuando nuestro padre nos enseñaba los movimientos, lo mal que me sentaba que, dado mi atolondramiento no sé si congénito, no pudiera deshacer una jugada, con todo lo que ello comportaba de acercamiento al desastre. Mi hermano pequeño me solía ganar, con mi consiguiente berrinche. Y sin embargo he aquí que, al aparecer en la renovada programación del Teatro Principal el título del que yo tenía referencias ya por la prensa, Reikiavik, me haya apresurado a comprar entrada con anticipación. No quería quedarme sin verla. ¿Por qué? 
  
En primer lugar por su autor: Juan Mayorga (Madrid, 1965) es en estos momentos uno de los más importantes autores teatrales que no sólo escriben, sino que estrenan y a veces incluso dirigen. De hecho ha fundado su propia compañía, La loca de la casa, no sé si en un intento de teatro total. Que se licenciara en Filosofía y Matemáticas antes de dedicarse de lleno a las tablas, lo auran con un bagaje poco común para un teatrero. Que haya escrito sobre Walter Benjamin es un plus. Ha estrenado obras de tesis, comedias, obras poéticas y piezas breves. Desgraciadamente y, a pesar de escribir casi una obra por año, su teatro ha llegado a Alicante tarde, mal y nunca. De hecho la única obra suya que he visto ha sido Himmelweg (2003) y fue en Madrid. Me quedé con las ganas de asistir y partirme de risa viendo Alejandro y Ana (2002), y por supuesto no pude quitarme el cráneo ante la Machi cuando interpretó La tortuga de Darwin (2008); no recuerdo dónde andaba. Así que ir a ver ésta me parecía de obligado cumplimiento. Mayorga ha recibido el Nacional de Teatro, varios premios Max y ha participado en la gestación de proyectos con el grupo Animalario, además de haber sido su teatro traducido a muchos idiomas. Currículo extenso e intenso.


Para una mente filosófico-matemática no es extraño que se sintiera atraída por el asunto del ajedrez. Si además se trataba de una partida mítica celebrada en la capital de Islandia en 1972, en plena Guerra Fría, entre el entonces campeón del mundo Borís Spassky frente al retador estadounidense Bobby Fisher, más y mejor. En el programa de mano el autor y aquí también director del espectáculo, nos pone sobre aviso respecto al hecho de que lo que vamos a ver no es más que un juego al que juegan dos hombres en un parque, cuyo nombre desconocemos y que a sí mismo se nombran con los apelativos de derrotas napoleónicas: Waterloo y Bailén: "hombres que viven las vidas de otros" (autor dixit) Me gustaría saber el proceso creativo del escritor. Aparentemente unos quidam incorporando a dos grandes del ajedrez en una partida crucial y definitiva, símbolo del conflicto entre las dos grandes potencias. Pero al modo de muñecas rusas, o del juego de espejos, parece que no les basta con eso; necesitan además tener público, un muchacho que pasa por allí y acabará haciendo novillos. Lógicamente estamos los espectadores de la función, y los actores que incorporan a los jugadores que se hacen pasar por los ajedrecistas. Y no sólo, porque en un incesante juego de prestidigitación, van sacando personajes de un escenario desnudo: unas gafas, una bufanda, una gorra de visera, un determinado modo de hablar o una cierta actitud corporal. Todo sirve para que ante nuestros ojos vayan apareciendo todos los miembros del cortejo ajedrecístico, familiares, árbitros, médico, incluidos H. Kissinger o Stalin. Todo con sólo la palabra que crea realidad mediante un diálogo vivísimo y sin pausas. El combate es a muerte, física o figurada, qué más da.


Una vez más la magia actoral es aquí imprescindible para que veamos desfilar a esa multitud de personajes. Y lo hacen sin descanso, a un ritmo vertiginoso. Parece increíble que no se equivoquen en el objeto que tienen que utilizar para caracterizarse o en un parlamento dicho de modo inadecuado. La obra está muy trabajada desde la dirección y desde los dos actores. Ambos han actuado juntos en una serie televisiva que para mí hizo historia: Camera café. Uno era el segurata, Daniel Albaladejo. El otro César Sarachu, oficinista de timidez enfermiza, que luego supimos que tenía una vida real mucho más teatral que la que mostraba en la serie. Ambos componen su personaje del parque, su ajedrecista y los múltiples que incorporan sin un respiro. Acabarán absolutamente agotados, mental y físicamente. Divertidos, conmovedores, angustiados, paranoicos, en todas las pieles se meten, y salen y entran de ellas con una desenvoltura que parece no costarles nada. Como si fuera un juego, pero de alto voltaje y de mucho peligro escénico. El resultado es soberbio. Los secunda muy bien Elena Rayos, aunque su papel sea más de "espectadora".
























Aquí tenemos un nuevo motivo para volver al teatro, al teatro de texto, mágicamente (¿qué otro adjetivo usar?) escrito y puesto en pie por este trío de actores. He aquí un ejemplo de por qué la Filosofía debía desaparecer de nuestro Bachiller. Puede ser peligrosa si ayuda a pensar o a ponerse en el lugar del otro. Si no, que se lo digan a Mayorga.

José Manuel Mora.

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