Austerlitz, de W. G. Sebald

 Costrucción verbal

Adentrarse en un escritor nuevo puede ser acercarse a un mundo desconocido, con nuevas claves estilísticas y temáticas. Y uno no sabe nunca cómo va a ir la cosa. Se trata pues de una aventura. Venía otra vez la recomendación de mi amiga y traductora Teresa Clavel, quien me advirtió que había habido gente a la que se lo había sugerido y que no había podido con él. Otros, sin embargo, habían quedado fascinados. He de confesar que, aunque el apellido del escritor me sonaba vagamente, como de haber leído alguna referencia sobre su obra, no recordaba nada concreto sobre su vida o su obra. Así que, confiando en mi amiga, me he adentrado en el libro que sigue. SEBALD, W. G. AUSTERLITZ. Barcelona: Anagrama, 2014, en su octava edición, aunque la primera es de 2002 y el original alemán, de un año antes. La traducción corresponde a Miguel Sáenz, especializado en autores alemanes de la talla de Brecht, Grass o Bernhard y multipremiado por su labor con el Nacional a la Obra de un Traductor. Es además miembro de número de la RAE.  


Sebald (Baviera, 1944 - Reino Unido, 2001, en un accidente automovilístico) se ha dedicado a la escritura y a la enseñanza de la Literatura en Gran Bretaña, donde residió desde los 21 años. Escribió siempre en su lengua materna, el alemán y supervisó sus traducciones al inglés. En ese intento de permanencia en su lengua original parece que ya se atisba un intento de no olvidar nada de lo vivido previamente, al contrario de lo que tantos alemanes hicieron al acabar la guerra. La distancia física tal ve le proporcionó la distancia emocional para encarar la búsqueda que desarrolla en este libro. Comenzó a escribir tardíamente, a los 43 años. Se le reconoce como uno de los mejores escritores en lengua alemana de la segunda mitad del s. XX. Ha escrito ensayos y relatos breves publicados póstumamente, aunque su tarea principal ha sido la novelística pero, como se comprueba nada más iniciar la lectura del libro, con unas carácterística espeicales, en las que mezcla el estilo de la literatura de viajes, con el memorialístico o lo ensayístico, siempre en un intento de reflexionar sobre la condición humana.


Todo el libro se desarrolla en forma de diálogo entre el narrador belga testigo de lo que cuenta el tal Austerlitz y los recuerdos que éste va desgranando; se encuentran en la estación de Amberes casualmente en 1966, y a partir de ahí se seguirán cruzando de forma más o menos aleatoria hasta el último de estos encuentros, ya buscado, en Londres, en 1996. El segundo irá contando su historia. El narrador reconoce que aquél "era el primer maestro al que podía escuchar" (pág. 37) y como él, el lector desconoce lo que se le va presentando. Ambos se necesitan, pues Austerlitz "tendría que encontrar para su histroia, que sólo en los últimos años había averiguado, un oyente como yo" (pág. 47). Este artificio exige que el narrador intercale constantemente  un "dijo Austerlitz", convertido en estilema, que acaba multiplicándose en caso de un narrador secundario "Dijo Vera, dijo Austerlitz" (pág. 158). Sabemos que Austerlitz es un experto en arquitectura, de donde se deducen las prolijas descripciones de edificios que se inician con la de la estación de Amberes. Y uno se queda entre sorprendido y confuso, sin saber adónde conducirá toda esa costrucción verbal. Él mismo sabe de "su extraña habilidad para observar" (pág. 159), que se pone de manifiesto de forma continua y hasta extremos exasperantes por momentos. Hay que esperar a mediar el libro para saber dónde nos va a llevar. No hay ni un sólo punto y aparte en toda la narración.


En el último encuentro el narrador recibe a modo de legado un archivo fotográfico que Austerlitz ha ido atesorando. Todas esas fotos en B/N, de una calidad lamentable en las reproducciones que aprecen en el libro, forman parte intrínseca del mismo. No se trata de ilustraciones, como las que puedo yo intercalar aquí, sino que forman parte esencial de la narración. Es algo poco frecuente, al menos para mí, este cruce de soportes. Se supone que una fotografía es un trasunto de la realidad por lo que, al estar asociadas a lo narrado, dan a lo que se cuenta un tinte de veracidad. No parece que estemos en el territorio de la ficción. Resulta curioso que no haya seña alguna en la página de créditos respecto al Copy Right de las mismas. ¿Quién las ha hecho? Austerlitz va desgranando su historia personal desde su infancia en la brumosa Inglaterra, en el seno de la familia  de un predicador calvinista galés, que él sabe que no es la suya. A ella parece que llegó en 1935, a una casa "donde reinaba el frío y el silencio" (pág. 50). No fue pues una infancia feliz. De adolescente, en el colegio al que lo envían, comienza a hacerse preguntas sobre sus orígenes al conocer su nombre real y el tratamiento que recibe "Thank you, Sir" (pág. 71), aunque "nunca pensé en mi verdadero origen" (pág. 128).



Los veraneos en casa de un compañero le proporcionan algo de oxígeno. El tío de éste pinta acuarelas, lo que le permite mostrar una precisión extrema al hablar de los colores que aquel maneja: "sólo insinuaciones de cuadros, aquí una pendiente rocosa, allá un terraplén, un cúmulo, fragmentos casi sin color, fijados por un barniz hecho con gotas de agua y un grano de verde montaña o de azul ceniza" (pág. 91).  O esta otra cita: "todos los colores del espectro -verde cardenillo, escarlata y rejalgar, amarillo azufre y negro terciopelo" (pág 93). Por no hablar de la reflexión sobre el tiempo, que le provoca una vista al observatorio de Greenwich: "¿cuáles serían las orillas del tiempo? ¿Cómo serían sus cualidades específicas, parecidas por ejemplo a las del agua, que es fluida, bastante pesada y trasparente? ¿De qué forma se diferenciaban las cosas sumergidas en el tiempo de las que el tiempo no rozaba?" (pág. 103).


Las descripciones son siempre sutilísimas: enumeraciones de elementos precisas en su nomenclatura, trátese de mariposas, objetos de observación del cielo, interiores... Todo le exige una exactitud y una demora que parecen congelar lo descrito: "Una fina llovizna surgía en el aire, aparentemente sin precipitarse " (pág. 113); o bien:  "Un ramo de crisantesmos de color herrumbre " (pág. 114). A veces recurre a metáforas elaboradísimas: "la curva del estuario del Támesis que surgió delante como de la nada, una cola de dragón, negra como grasa de carro, enroscándose en la noche que irrumpía ya" (pág. 117). Y, como le sucede a su presonaje, "para quien leer y escribir habían sido siempre su ocupación favorita [...] sin embargo no había frase que no resultara ser una lamentable muletilla" (pág. 124). No ha sabido de sus orígenes porque se los ocultaron o porque no se interesó en conocerlos. Él mismo reconoce que "Así, por inconcebible que hoy me parezca, no sabía nada de la conquista de Europa por los alemanes, del Estado de esclavos que establecieron, ni de la persecución a la que yo había escapado, o si algo sabía, no era más de lo que sabe la chica de la tienda, por ejemplo, de la peste o del cólera. Para mí el mundo acababa al terminar el siglo XIX" (pág. 142). Parece que empezamos a saber hacia dónde nos conduce su búsqueda. Y ésta nos lleva hacia Praga, donde acaba encontrando personas con su apellido y a las que se propone buscar. cuando llega a la ciudad del Moldava "Sentí bajo los pies los adoquines [...] fue como si se abriera para mí el recuerdo, no por el esfuerzo de recordar, sino por mis sentidos tanto tiempo entumecidos y ahora otra vez despiertos" (pág. 153). Y así llega a saber que su padre, Maximilian, era comerciante deespecias y pertenecía al Partido Socialdemócrata. Su madre, Agáta, quince años más joven que él, llevaba adelante una vocación teatral. De todo ello se entera por Vera, amiga de la madre, romanista y que ejerció de niñera, con la que acba encontrándose.

 
Documentadísimo, Sebald se empeña en buscar los recovecos de la realidad desde la ficción. A través de la memoria del padre, según Vera, «Solo lo supe años más tarde por alguien que sobrevivió, me dijo Vera, dijo Austerlitz», éste va siendo consciente de cómo lo alemanes, al salir del periodo de humillación en que les sumió la derrota en la Gran Guerra, "estaban desarrollando una ideade sí mismos como pueblo elegido para mesianizar al mundo" (pág. 171).  de donde se deriva todo lo que vino después. Sin embargo Maximilian no quiso marcharse porque "no quería renunciar a creer que el derecho protegía a las personas" (pág. 173) y así fue viendo cómo ese derecho se iba estrechando. "Desaparecía la esperanza de obtener un permiso de salida" (pág. 173). Por ello envían al niño a Inglaterra, uno más de los deportados que gracias a esa salida desgarradora logró salvar su vida. Agáta no lo logrará y acabará en el campo de concentración de Theresienstadt, junto con otras 60.000 personas juntas en un kilómetro cuadrado, de donde ya no saldrá. La visita de Austerliz al museo del gueto de Terezín resulta sobrecogedora, tanto por la descripción que hace de lo que ve, como por las fotos que incluye: desolación, vacío, bodegones muertos. Ello acaba dándole una idea de la persecución " a mí, que había permanecdio ignorante" (pág. 201). Y esa toma de conciencia que el escritor guarda para su personaje parece ser la que pretende trasmitir al posible lector del libro, si todavía no está suficientemente avisado. Entre 1942 y 1943 se contabilizaron 20.000 muertos. 


La búsqueda de la madre a partir de un supuesto documental, rodado con una tramutación de la infernal realidad intramuros de Terezín, en un mundo de perfecta armonía como propaganda para toda Europa, se convierte en un momento angustioso, porque Austerlitz utiliza incluso la moviola para poder pausar las imágenes en busca infructuosa del rostro de su madre. Probablemente por no saber de sus orígenes, por no encontrar huellas de su madre en el archivo, ni de su padre en París, adonde logró llegar, confiesa: "Siempre he tenido la impresión de no tener lugar en la realidad" (pág. 187). Recorre Amberes, Londres, París (impresionante la visión que ofrece de la que a mí me pareció magnífica nueva Biblioteca Nacional, pero que ahora tendría que ver con otros ojos), Mariembad, en una búsqueda sonámbula. Tal vez esa sea la razón de que toda su narración tenga algo de pesadilla para él, para quien lo escuha y para quienes lo leemos. La precisión en lo descrito/narrado acaba dando a todo un tono de documento. El personaje se desvanece en la noche londinense como en un fundido en negro, tras dejar su memoria y sus fotos en manos del narrador testigo. No tenía idea de este campo de concentración. Una vez que he visto las imágenes que el buscador ofrece, se añade para mí a la larga lista de horrores perpetrados durante el Holocausto. Sebald, nosotros, hemos de buscar, aunque sepamos que no nos va a serivr de mucho, tan sólo como testimonio de cara al futuro, a quienes vendrán tras nosotros, para que nada se olvide.

José Manuel Mora.














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