El silencio roto, de Mariano García Torres

 Rompecabezas
                                                                                                                                   El amor que no osa decir su nombre
                                                                                                                                                            F. García Lorca 

Un libro lleva a otro libro, según afirmaba el Petrarca. Bien es verdad que no siempre. En este deambular entre ejemplares, comprados o prestados, sugeridos, regalados o señalados por los comentarios de prensa, tendría que incluirse el azar en la selección de cada título, liberado ya de ninguna obligación curricular ni de la necesidad de estar " a la última". Así me sucedió con el Balzac que encontré en el banco de mi calle, no sé si como resultado del book crossing, que decimos los ingleses. O como en esta ocasión ha ocurrido con motivo del expurgo de mi biblioteca, necesario ante la imposibilidad material de albergar más volúmenes. Además de donar los que estoy seguro que no voy a volver a leer a una pública (gracias a la de Algorfa y a su bibliotecaria, Manuela, alumna mía del MBAD, por aceptarlos), he tenido la sorpresa de descubrir libros en la mía que no había leído. Y, aunque esto ya no se delata por haber quedado intonsos, sí se notaba por la tersura de sus páginas y el cuidado de su cubierta, además de tratarse de un texto editado en tapa dura y cosido, lo que ayuda a su conservación. Y así he dado con algo que no puede ser a estas alturas en absoluto una novedad: GARCÍA TORRES, MARIANO. El silencio roto. Sevilla: Algaida, 1996, 390 págs. Como es evidente, nada más lejos de la rabiosa actualidad. Pero aquí va el comentario que me ayudará a no olvidar su lectura y a alertar a quienes no conozcan ni el título ni al autor, como me sucedía a mí. Me parece pertinente además por comprobar cómo todo, también las narraciones, van cambiando según la época en que se realizan.


Mariano García Torres (León, 1951- Valencia, febrero de 2007) era casi de mi quinta, sin embargo ha tenido menos suerte en el reparto de días vividos en este mundo. Con su muerte su obra queda completa, a no ser que, como sucede cada vez con más frecuencia, su editor o sus herederos decidan paublicar de manera póstuma, algo de lo que dormitara en sus cajones. He de reconocer que no recuerdo cómo llegó el libro a mi estantería, puesto que no conocía a su autor ni de oídas y el título me era absolutamente ajeno. ¿Regalo? ¿De quién? Da igual. Estudió en Estocolmo, cosa inusitada para alguien de una ciudad castellana, tan provinciana como León en los años cincuenta. En París se licenció en Filología e Historia del Arte. Hablaba ya por entonces, además del sueco y el francés, el alemán, el griego  y el ruso, además de entenderse en italiano y portugués, algo muy infrecuente para la época y para nuestra mentalidad. Ejerció de secretario personal del Nobel, Miguel Ángel Asturias hasta la muerte de éste en 1974. Volvió a Madrid pero falto de libertad marchó a México, donde trabajó como guía turístico alrededor del mundo y colaborador en prensa como crítico de arte. De allí pasó a Buenos Aires, donde se relacionó con Borges o Cortázar. Muchas de estas experiencias son incorporadas, tramutadas en narración literaria, a la presente novela, que ganó el premio Ateneo de Sevilla. A pesar de su traslado a Valencia, la esclerosis múltiple que se le diagnosticó pudo con él. Hay un segundo título, Se van mueriendo las rosas, de 2000, también en Algaida, que fue bien recibido por la crítica y que deconozco.  


Parafraseando a R. Darío, se podría decir que el personaje pretende señalarnos aquello de: "Plural ha sido la celeste historia de mi corazón", aunque en el caso del  protagonista no haya sido tan "azul", sino más bien oscura, a pesar de los momentos de intensidad emocional que lo atraviesan en su trascurso vital. Esa pluralidad tiene que ver con diferentes lugares y épocas: Berlín (1942), Kiev (1957), Leningrado (1958), París (1966), México (1972), Buenos Aires (1975), hasta acabar en Madrid en 1986. Y habría que asociar cada ciudad y cada momento al nombre de un varón diferente, buscando siempre reencontrar al Nikolai, que lo enamoró por primera vez en la soledad de ambos a los dieciséis años. La manera en que el narrador/protagonista se refiere a esas relaciones va cambiando de acuerdo con su manera de estar en el mundo y la visión de lo que inicialmente él vive como problema, con él mismo y con su entorno. "Haber caminado por las emociones sin nombrarlas, sin adjetivarlas" (pág. 99), dice en un principio; y más dadelante: "Nuestro eufemismo, llamado amistad muy íntima" (pág. 141). Al llegar a "los alegres setenta, había cosas que empezaban a decirse o a insinuarse clara, descaradamente" (pág. 316). Sin embargo hay una crítica a ese momento: "No era ese el camino, la vía de la reinserción, del respeto, la tolerancia. Aludo al comportamiento vergonzante e hiperpromiscuo [la cursiva es mía] de algunos sectores llamados liberados [ahora, del autor]" (pág. 317). Hay por todo ello la conciencia de "no encontrar jamás un hogar estable" (pág. 93), entre otras razones porque "mi desarraigo significa que no tengo raíces, ni quiero tenerlas" (pág. 128). Con toda esta cosmovisión no es de extrañar que, al llegar a los cincuenta, los sentimientos del protagonista "se enfrían y las emociones se quiebran y nada importa mucho" (pág. 177), como le sucedía a la Dª Rosita de Lorca; a "prescindir del sexo" (pág. 187). Se llega pues a la misantropía, al darse cuenta de que "una vida entera no había dado frutos, resultó estéril, improductiva" (pág. 298). Da la impresión de que, como sucedía con los homosexuales cristianos de antaño, sobrevuele la conciencia de la culpa por ser quien se es. Estamos lejos de tantos autores españoles y extranjeros, pasada ya la esquina del siglo XX y aclarado, que no superado, el estigma del sida, al que aquí también se hace mención, quienes son capaces de contar con más naturalidad, con menos sentimiento de falta, unas vivencias propias, que se muestran como normalizadas, aunque no en todos los sectores sociales ni en todos los ambientes culturales. El mismo narrador reconoce: "aunque no tenga gracia ni sentido del humor" (pág. 170). Y ello me ha parecido un lastre en la novela. En ese sentido no es nada gay (que etimológicamente significa "alegre"). He tenido la sensación de que el autor presentaba la historia con una amargura y una tristeza tremendas, con un aire en exceso trascendente, que daba idea de estar sentando cátedra: "Tengo derecho a la seriedad, al respeto, y, naturalmente, al amor" (pág. 58); a pesar de su descreimiento de todo, del feroz "individualismo que circulaba por mis venas" (pág. 342); a pesar de haber sido educado en el espíritu colectivo de la Europa soviética y de haber tenido carné del PCUS; a pesar de que el propio autor fuera capaz en su última etapa vital de compartir su vida con su compañero/pareja de manera al parecer bastante plena y abierta. Sí suscribiría sin embargo una afirmación que formula en sus sesenta parisinos: "Algo sí tenía muy claro [...] que la mayor riqueza del ser humano es su albedrío y que nadie tiene derecho a imponer su voluntad a nadie" (pág. 238). 
Todo este discurso ideológico viene presentado a través de una estructura temporal dislocada, en la que los personajes aparecen sin ser presentados, para luego acabar por ocupar el lugar que les corresponde en la historia. Por ello  he titulado esta entrada "rompecabezas", por no llamarla con el neologismo "puzle". Y también me ha parecido que en el estilo hay un exceso de "literatura", de estilística que se sabe manejar pero que pretende el adorno, más que ser fruto de una necesiad expresiva: "La luz penetra teñida de gualda, de nostalgia azufrada, de angustia pajiza" (pág. 40). Al trascribir la cita me ha venido a la memoria la frase del profesor Higgins hablando del trasformado padre de Eliza Doolitle: "Observe el ritmo salvaje de su prosa", al escuchar el uso que hace de las estructuras trimembres. 
Pienso pues que el libro da cuenta de todo un periodo bastante oculto, donde la gente ni se planteaba el outing y por lo tanto vívía con angustia y miedo lo que no era sino su forma de estar en el mundo. Ahora las historias se cuentan de otra manera, como se puede comprobar al leer el libro comentado aquí hace poco, Para acabar con Eddy Bellegueule. Y como la Historia no es lineal, ni posee un sentido de progreso continuado, habrá que estar siempre atentos a posibles regresiones. No hay más que mirar hacia Polonia o hacia Hungría, tristemente. 

José Manuel Mora.        

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