Si esto es un hombre, de Primo Levi

 Testimonio del horror

El expurgo de mi biblioteca me sigue descubriendo tesoros sin leer. Un ejemplar en rústica, de bolsillo, humilde, que no sé cómo ha estado ahí durmiendo, tal vez porque no me atrevía a hincarle el diente al horror. Y por fin me he enfrentado a lo que es uno de los testimonios más espeluznantes de un superviviente de los campos de concentración nazis. LEVI, PRIMO. Si esto es un hombre. Barcelona: Muchnik ed., 2001, trad. Pilar Gómez, 347 págs. El original fue publicado en 1947 por primera vez y fue revisado por el autor en 1976, cuando le añadió una coda con las preguntas más frecuentes que le planteaban en los coloquios a los que asistía para hablar de su libro seguidas de las respuestas pertinentes. 


Primo Levi (Turín, 1919 - Turín, 1987), nacido en el seno de una familia judía de origen sefardí del Piamonte, estudió Química y con veinticuatro años fue capturado en 1943 por los fascistas italianos al pertenecer a un grupo de partisanos y deportado a Auschwitz, donde trabajó de forma inhumana en una planta industrial. Su juventud, su buena forma física de senderista empedernido, su formación de químico que lo llevó al laboratorio, y la suerte dentro del campo de concentración, que le hizo coger la escarlatina y ser llevado a la enfermería permitieron que fuera de los pocos que sobrevivieron a la barbarie; de los 650 que partieron de Fossoli, sólo tres regresaron. Escribió el libro al poco de volver y acabaría formando parte de una triología con La tregua (1963) y con Los hundidos y los salvados (1986). Un año después acabó arrojándose por el hueco de la escalera de su casa. Es de los relatos más antiguos que se conservan del Holocausto.Y no me resisto a transcribir el poema con el que el libro se abre antes de comenzar plenamente la narración. No quiero olvidarlo, ni que quien esto lea pueda pasarlo por alto.
                                                                                                                       
Si esto es un hombre

Los que vivís seguros 
en vuestras casas caldeadas
los que os encontráis, al volver por la tarde,
la comida caliente y los rostros amigos: 
 Considerad si es un hombre
 Quien trabaja en el fango
 Quien no conoce la paz
 Quien lucha por la mitad de un panecillo
 Quien muere por un sí o por un no.
 Considerad si es una mujer
 Quien no tiene cabellos ni nombre                                                     
 Ni fuerzas para recordarlo
 Vacía la mirada y frío el regazo
 Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido: 
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
La enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.


La presentación introductoria tiene un inicio irónico: "Tuve la suerte [la bastardilla es mía] de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944" (pág. 9). Ya más en serio, habla de su intención al escribir el libro: de un lado "proporcionar documentación para un estudio sereno del alma humana" (pág. 9); y es cierto que no hay odio en él, ni afán de venganza, y sí una profunda serenidad en medio de la narración de tanta atrocidad. Y de otro "la necesidad de hablar a los demás, de hacer que los demás supiesen" (pág. 10; ahora la cursiva va entrecomillada por él en el original). Es a "los demás" a los que se dirige con los imperativos del poema inicial, y son los demás quienes tendrán que responder si seres humanos en esas situaciones límites siguen manteniendo su humanidad. "Nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre" (pág. 39); porque justamente de eso se trata, de la destrucción de la humanidad intrinseca de los que fueron allí llevados como ganado en vagones cerrados por fuera sin el espacio mínimo, e internados y separados de forma aparentemente aleatoria. LLegaban como personas e iban siendo despojadas de todos los elementos que nos sirven para preservar nuestra identidad, no sólo de los objetos materiales, que también, sino de la dignidad que nos ayuda a mantenernos en pie.


Tras dejarlos desnudos venía el tatuarlos con un número. "Me llamo 174517. Nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo" (pág. 41). Aprenderán en seguida que no hay warum que valga. Las cosas se hacen porque, quienes tienen poder para ordenarlas, lo quieren. No hay más porqués. También se encargarán de decirles los más veteranos que "de aquí sólo se sale por la chimenea" (pág. 43). Entonces la ironía es sangrante, claro. Como en el lema que reza en la entrada del campo de concentración: Arbeit macht Frei (El trabajo os hará libres). La experiencia les enseñaría en seguida que "el Lager es una máquina para convertirnos en animales [...a pesar de lo cual] se debe querer sobrevivir para contarlo, para dar testimonio"  (pág. 64). Ese es el afán que impregna todo el libro, como lo explicita en la parte final de las preguntas que va respondiendo. Y eso a pesar de que los momentos de desfallecimiento eran, lógicamente, constantes: "Nadie puede salir de aquí para llevar al mundo [...] las malas noticias de cuanto en Auschwitz ha sido el hombre capaz de hacer con el hombre" (pág. 90). Sobre todo después de que la moralidad que nos eleva como personas es cuestionada por el escritor. "Quiero invitar ahora al lector a que reflexione [...] ¿cuánto de nuestro mundo moral normal podría subsistir más allá de la alambrada de púas?" (pág. 147). Y no sólo la moralidad, la mera sociabilidad: "Frente a la necesidad y el malestar físico oprimente, muchas costumbres e instintos sociales son reducidos al silencio" (pág. 150). Todo queda destruido.


 En medio de la crueldad incesante y ciega, sin sentido, de los SS, de los kapo, de cualquiera que se sintiera con poder para ejercerlo en favor propio, surge la figura de Lorenzo, compañero de Lager, "alguien todavía puro y entero, no corrompido ni salvaje, ajeno al odio y al miedo; algo difícilmente definible, una remota posibilidad de bondad, debido a la cual merecía la pena salvarse" (pág. 200). Y cada quien se agarra a lo que puede para mantener viva la esperanza, a Dios entre otras cosas mediante la oración. Sin embargo el escritor sabe que eso es una falacia: "Hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria , ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca" (pág. 223). Y que sólo cuenta con su voluntad de testigo. ""El dolor del recuerdo, la vieja y feroz desazón de sentirme hombre, que me asalta como un perro en el instante en que la conciencia emerge de la oscuridad. Entonces cojo el lápiz y el cuaderno y escribo aquello que no sabría decirle a nadie" (pág. 243). Con todo y conforme las fuerzas escasas menguan todavía más, la derrota de uno mismo se hace evidente y surge la reflexión pesimista: "Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes [...] Ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue" (pág. 258).


El libro concluye con la narración de los últimos diez días, mientras los rusos bombardean el campo y se teme una matanza masiva e indiscriminada. Sucede sin embargo la desbandada de los alemanes con el miedo de los que quedan a morir de inanicón y frío, y por fin la ansiada liberación. Sin embargo "ninguno tenía tiempo de alegrarse. Alrededor todo era destrucción y muerte" (pág. 290). Y la mayor, la que experimentaban en el interior de sí mismos los pocos supervivientes al ser conscientes algunos de ellos de que la experiencia que habían vivido había sido no humana, "la de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre" (pág. 295). Dejo a continuación una cita de su cuaderno correspondiente al penúltimo día:



Y ya desde la reedición de 1976, las reflexiones a posteriori, la insistencia de no querer erigirse en juez, tarea que deja a los lectores, quienes serán los que deban juzgar: "Los jueces sois vosotros" (pág. 303). Para ello se exigió a sí mismo un estilo de escritura conciso, una narración escueta de los sucesos, objetiva y sin adornos ni exageraciones. La magnitud de los horrores vividos y contados es tal que basta para espeluznar: el hambre, la miseria, la violencia, el frío, las enfermedades, el trabajo embrutecedor, la crueldad sin sentido, el no saber si las fuerzas llegarán hasta alcanzar el día siguiente. Todo aparece narrado pormenorizadamente pero sin la acritud que uno esperaría, desapasionadamente. Hay poco espacio aquí para la literatura, salvo las referencias al Inferno de la Divina Commedia sólo accesibles a quienes la conocen. "El sol se ha puesto irrevocablemente en un enredo de niebla sucia, de chimeneas y de cables y esta mañana es invierno" (pág. 211).


 Y son esas reflexiones finales las que más me han sorprendido por su acertada visión de que todo pudiera volver a suceder. "El fascismo estaba muy lejos de haber muerto, sólo estaba escondido y enquistado" (pág. 302). No hay más que mirar a los movimientos en Europa con el despertar de tanto partido xenófobo, racista, dispuesto a la limpieza de raza y religión para conservar los pocos privilegios alcanzados que las clases populares ven peligrar,  para no tener que compartirlos con los que llaman a las puertas. Porque la historia suele volver a repetirse aunque sea bajo diferentes formas. La Inquisición quemaba libros, pero como Levi recuerda, "Con los libros no gratos, o ya no gratos de épocas anteriores se encienden hogueras públicas en las plazas. Así era Italia entre 1924 y 1945; así la Alemania nacionalsocialista" (pág. 305). Parece que los alemanes habían olvidado la advertencia de su compatriota, el gran Heine, poeta judío alemán: "Quien quema libros  termina [...] por quemar hombres" (pág. 336). Quienes vieron esas quemas en 1933, quienes prsenciaron con aquiescencia los asaltos a tiendas judías, la obligación de llevar una estrella cosida al pecho y luego el confinamiento en guetos y el traslado a los Lager sabían lo que sucedía. "El país entero lo sabía" (pág. 306) y si no, afirma Levi que "la mayor parte de los alemanes no sabía porque no quería saber" (pág. 310). Y ese no querer saber es doloso, ya que "los Lager nazis han sido la cima, la culminación del fascismo en Europa [...] pero existía antes de Hitler y Mussolini y ha sobrevivido, abierto o encubierto a su derrota en la Segunda Guerra Mundial". En todo el mundo, en donde se empieza negando las libertades fundamentales del Hombre y la igualdad entre los hombres, se va hacia el sistema concentracionario" (pág. 321).


Dice Levi: "El antisemitismo es un fenómeno irracional de intolerancia" (pág. 331). Por eso me resulta tan doloroso ver a los judíos disparar a los jóvenes palestinos, semitas también, que reclaman su derecho a la existencia en sus tierras. "Esa semilla de intolerancia, cuando cae en un terreno bien predispuesto, prende con vigor increíble pero con nuevas formas" (pág. 335): Orban, Le Pen,  Kaczyński e tutti quanti son un buen recordatorio del peligro que pretende conquistar el corazón de Europa de nuevo. Como proclaman todos estos dirigentes, que no hacen más que repetir lo que ya dijo Hitler: "Hay que desconfiar de la inteligencia y de la conciencia, y poner toda nuestra fe en los instintos" (pág. 335). Y detrás de ellos los que los votan y obedecen: magistrados, policías, funcionarios... "¡Los ejecutores de órdenes horrendas no son inocentes" (pág. 340); "más peligrosos [que esos dirigentes] son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir" (pág. 342). Por eso, va concluyendo Levi,  "si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también" (pág. 342; la negrita es mía). Y con esto acabo. Ojalá no tengamos que volver a lamentar un horror como el que Levi presenta en este conmovedor libro.

José M. Mora.  

Comentarios