El orden del día, de Éric Vuillard

Historia magistra vitae.

 Es cierto que en los años de estudios Comunes de Filosofía y Letras, en la calle de la Nave de Valencia, tuve dos profesores que, además del terror que causaban por su fama de exigentes, eran excelentes historiadores: Antonio Ubieto y Joan Reglá. Me cambiaron la visión escolar que yo traía del instituto y me hicieron plantearme los hechos históricos con una óptica basada en el estudio de los documentos, en los datos socio-económicos, como parteros de la Historia con mayúscula. Sin embargo la disciplina se caracterizaba en mi época por no llegar nunca al s. XX. Al empezar Románicas, la Historia se convertía en Historia de la Literatura y se nos suponía una formación que sin embargo había quedado incompleta. Viene todo este prolegómeno a cuento del libro que acabo de terminar. VUILLARD, ÉRIC. El orden del día. Barcelona: Tusquets Editores, 2018; cuidadosamente traducido por Javier Albiñana y de tan sólo 141 páginas. La foto de la cubierta, de Gustav Krupp, empresario del acero, no puede ser más conveniente. De rabiosa actualidad, pues su primera edición es de marzo de este año y la segunda, que es la que he leído, de abril. Como siempre suelo hacer, indico lo que me llevó hasta él, y de nuevo he de confesar que fue un premio, pero de los que tienen pedigrí.



El autor, para mí desconocido, es de nuevo un francés. ¿No habíamos quedado en que la literatura del país vecino estaba en franca decadencia? Sin embargo no deja de resultarme curioso que, entre las últimas entradas de la etiqueta de recomendaciones de este blog, la literatura francesa sea la más abundante, tras la escrita en español. El tal Vuillard, lionés del 68, es novelista, guionista  y cineasta. Lleva escribiendo desde 1999 y ha sido multipremiado, hasta alcanzar el año pasado el prestigioso Premio Goncourt, con apenas valor económico, pero que asegura un lanzamiento fulminante y un respeto por lo publicado de parte de la intelectualidad. La mayoría de sus novelas, pergeñadas desde la tranquilidad provinciana de Rennes donde habita, tienen un trasfondo histórico (el imperio Inca, la Revolución Francesa, el colonialismo en África, la Alemania nazi, casi todos ellos inéditos en castellano), como le sucede también a ésta, centrada en el momento de la "anexión", el famoso Anschluss, de Austria por la Alemania hitleriana en la primavera de 1938. Sabía del hecho, claro, a través de S. Zweig. Desconocía los detalles, los nombres del canciller y el presidente austriacos, por ejemplo; la existencia de un gobierno de extrema derecha nacional-católico, profundamente antisemita. No se trrata de Historia novelada. Los dramatis personae de esta crónica son todos seres reales, con nombres propios sobradamente conocidos. En cualquier caso estamos ante garn literatura. Basta con el arranque del libro: "El sol es un astro frío. Su corazón, agujas de hielo. Su luz, implacable. En febrero los árboles están muertos, el río, petrificado, como si la fuente hubiera dejado de vomitar agua y el mar no pudiese tragar más. El tiempo se paraliza." (pág. 13). Descripción de una precisión rayana en el trabajo de bisturí, o en el montaje cinematográfico.


El libro arranca con el encuentro, en presente de indicativo alternado con perfecto simple narrativo, entre los grandes industriales del momento con Hitler y Göring en 1933. El autor los caracteriza como "24 lagartos se alzan sobre sus patas traseras y se mantienen bien erguidos"" (pág. 24), para pasar después a la condición de "esfinges". La ironía con que trata a sus personajes es permanente y la usa para comentar los hechos en una primera persona cargada de subjetividad. "Políticos e industriales están habituados a codearse" (pág. 24), sobre todo cuando se habla de financiar campañas electorales. Parece no haber pasado el tiempo. Suena de rabiosa actualidad. Y algo que podría parecer "normal", se convierte en inquietante cuando se añade: "Y si el partido nazi alcanza la mayoría, añade Göring, estas elecciones serán las últimas durante los próximos diez años" (pág. 25). ¿No suena esa música a algo conocido? ¿Cómo se consigue convencer a "hombres acostumbrados a las comisiones y a los pagos bajo cuerda" (pág. 26)? Con estos argumentos: "Había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un Fürher en su empresa" (pág. 26), era fácil que se sumaran.


Y, tras la entrega sin condiciones del empresariado a Hitler y su causa, la política del apaciguamiento seguida por Londres, basada en las ideas de Halifax, Secretario de Estado de Asuntos Exteriores de su Graciosa Majestad. Hablando de los nazis tras su entrevista con Hitler dice "no me cabe duda de que esas personas odian de verdad a los comunistas" (pág. 33); de donde parece seguirse lo que a continuación sucedió, que se les dejó hacer lo que quisieron en Austria, Checoslovaquia, etc... El final es de sobra conocido, pero los detalles son sabrosos si no hubieran acabado siendo trágicos para tantos millones de personas. La fiesta en Downing Street, en la que Ribentropp logra una prolongación desmesurada de la misma para que Chamberlain, de triste memoria para los republicanos españoles, no reciba comunicación de lo que está a punto de suceder en la frontera con Austria, tiene aires de comedia estadounidense de la época. Cómico resulta también saber que el bltzkrieg , lo que iba a ser una guerra relámpago, fue un auténtico caos provocado por los defectuosos carros blindados alemanes que produjeron tal atasco que el Fürher  no logró ser recibido con vítores tal y como había programado inicialmente, aunque lo fuera luego, y de qué modo.


El enfrentamiento entre el crecido Hitler y Schuschnigg, el autoritario canciller austriaco se resuelve así: "Transcurrido el breve minuto de vacilación - mientras en la cancillería penetra una cuadrilla de nazis - Schuschnigg el intransigente, el hombre del no, la negación hecha dictador, se vuelve hacia Alemania, la voz ahogada, la jeta colorada, los ojos húmedos, y pronuncia un débil 'sí' " (pág. 73), con el que todo se consuma. No me ha parecido esto, con todo,  lo más escalofriante del libro, sino que a modo de conclusión el autor nos recuerda que Bayer, Agfa, Opel, Siemens, Allianz o Telefunken, compañías alemanas sin las que nuestra comodidad actual no sería la que es, estuvieron usando mano de obra gratuita y esclava, procedente de los campos de cocentración. Item más, nos advierte: "No pensemos que todo esto pertenece a un lejano pasado. [...] Estos hombres siguen existiendo. Poseen inmensas fortunas". De ahí el título latino de la entrada, con la idea con la que Vuillard desea cerrar su libro, no sin un toque de irónica mala leche: "A taconazos nos quiebran los dedos, a picotazos nos rompen los dientes, nos roen los ojos. El abismo está jalonado de altas moradas. Y la Historia está ahí, diosa sensata, estatua erguida en medio de cualquier Plaza Mayor, y se le rinde tributo, una vez al año, con ramos secos de peonías, y a modo de propina, todos los días, con pan para las aves" (pág. 141). Terrible, la maestra de la vida ésa. Como díce Manolo Rivas, habría que agradecer al autor que nos haya permitido vomitar con su lectura.

José Manuel Mora.

P.S. Para mis compañeros de Historia: J. A. Fernández, Paco Moreno, Juan Martínez, Pepa Quidiello, Mª Paz López Reus, Rosa Martín y tantos otros...

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