Almagro.
Después de la tenebrosa primavera que pasamos encerrados, atemorizados por las sirenas de la policía y las ambulancias y con salidas subrepticias a comprar lo imprescindible, no pensé que pudiéramos tener una nueva salida veraniega, como la que hacíamos cada año en una era geológica anterior. Nos planteamos algo más sencillo de hacer, sin vuelos transoceánicos, ni trenes atestados, en nuestro cochecito y pian piano, que uno tiene una edad y las tiradas kilométricas ya van cansando. El propósito era cruzar la península sin agobios ni prisas, parando cada vez que fuera necesario, de camino a Asturias. El Principado había sido el territorio con menor incidencia del virus y ello, junto con la casita que nos ofrecieron Asún y Jesús, en Colombres, junto a la raya con Cantabria, acabó de decidirnos por el paraíso verde. Y el primer alto en el camino, aunque suponía un pequeño rodeo, nos llevó al parador de Almagro. Ubicado en una antiguo convento franciscano reconvertido (1596), el sosiego de sus patios, la sobriedad de sus habitaciones, el silencio de reminiscencias monacales, lo hacían enormemente acogedor. Su cocina, muy manchega, nos resultó exquisita por lo elaborada (paté de perdiz, ajo blanco con helado de uva, lo dejo como sugerencias). Y salimos luego a conocer el pueblo, famoso por su plaza de balcones acristalados con marcos de madera verde muy peculiares y por la joya que supone el Corral de Comedias para los amantes del teatro, único de los que sobreviven desde el siglo XVII con la misma estructura que tenía entonces. En
el momento de nuestra visita se encontraba completamente vacío, lo que
le daba un encanto particular, que permitía dejar volar a la imaginación
sin el impedimento de los turistas. La luz lo inundaba todo, filtrada por un toldo protector. Había también una sensación extraña
ante este silencio en un lugar acostumbrado a risas, carreras,
espadachines y mozas enamoradas. Me vine arriba y me convertí en bululú, para recitar desde los palcos la historia de "A veinta leguas de Pinto y treinta de Marmolejo...", la de la hija del conde, la Pepa, para alborozo de una familia que andaba por allí.
Antes habíamos pasado por el convento de las monjas calatravas (s. XVI), que posee un hermoso patio renacentista de dos alturas, perfecto en su armoniosa cuadratura, luminosa y quieta a esa hora de la tarde, vacío de visitantes. Al entrar, me acordé del hospital de Tavera en Toledo, que tanto me impresionó cuando llevé a mis estudiantes de Biblioteconomía. Las puertas que dan al claustro tienen un estilo plateresco muy salmantino y la escalera que sube a la galería superior es elegantísima. Desde allí se accede al coro desde el que se divisa toda la nave, de un gótico limpio de artificio y con una acústica que hizo que me pusiera a cantar el "Canticorum jubilo", de cuando se podía entonar junto al resto del coro y que tan feliz me ha hecho todos estos años.

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