Lanzarote , isla de volcanes

Toma de contacto

Tal vez haga cuarentena años que estuve en esta isla fascinante tan sólo un par de días. Así pues, no guardaba más que un leve recuerdo de cuatro imágenes analógicas de aquel viaje. Esta nueva visita es de ocho días, vengo acompañado y con tiempo para recorrer, descubrir disfrutar. Nuestra ubicación  se halla casi en el centro de la isla, entre Mácher y La Asomada, en una casa, el Cinco Suites, que parece diseñada por César Manrique: piedra negra y muros encalados, una enorme terraza orientada al sur, desde la que se divisa el mar y con una euphorbia vigilante en la puerta, todo rodeado de cactus y silencio. A diez minutos a pie de la casa, se encuentra el Teleclub, una instalación que yo creía ya desaparecida, pero que se mantiene en la isla, y que proporciona cocina tradicional a buen precio: comemos papas arrugás con mojo, barritas de pescado, y bacalao con tomate y cebolla, con "tropicales" bien frías y tarta de queso. Una jartá. Con el madrugón se impone una buena siesta en la "gruta" y salimos después a caminar la tarde, a pesar de que se ha levantado un aire que enturbia cielo y mar y afila las nubes. La carretera estrecha y sin tráfico va dejando a ambos lados construcciones de planta baja, blancas, sobre un lecho de grava negra y con cristal y madera en los ventanales. Suelen estar rodeadas de explosiones verdes en forma de cactus o pequeños dragos. Regresar antes de que anochezca y encerrarse en nuestra pecera de silencio resulta bien placentero. Tal vez en otra época del año apetecerá salir a cenar. Nosotros lo hacemos en nuestra casa, tranquilos, de charla continua. Descanso por fin.









A la mañana, hay un pequeño desayuno bufé que nos es más que suficiente para comenzar la exploración. Nos dirigimos hacia el Parque Natural de los Volcanes, en concreto al centro de interpretación, con una exposición enormemente didáctica sobre el fenómeno eruptivo en general y el que se produjo en 1730 y que cubrió de lava el tercio inferior de la isla, haciendo desaparecer pueblos enteros en su carrera hasta el mar. Duró años el vómito íntimo de la Tierra. Hay incluso una pequeña recreación de lo sucedido a la que se accede en grupo. Una de las salidas da a una pasarela metálica asentada sobre un manto de lava interminable, seca, endurecida, abrupta, que parece querer sepultar el edificio y que se cuela entre los muros del mismo, deteniéndose ante los cristales de las ventanas traseras.

El paisaje se va poblando de conos volcánicos de distintas alturas y tonalidades, difuminados con mano maestra por la naturaleza y los siglos: los siena, ocres, caldera,  se van ensombreciendo con grises  y negros, dando lugar a infinitas matizaciones tonales. Como venimos informados, adelantamos el coche hasta una de las señales del parque, el Diablo de Timanfaya, donde tan sólo cabe un par de coches sobre un pequeño espacio de grava. Cruzamos la carretera y comenzamos a caminar por un sendero que no es digno de ese nombre, todo gravilla y piedras, apenas marcado, pero que vemos que nos va llevando hacia la Caldera Escondida, que en teoría podría rodearse para descender por el otro lado. Más humildes, nos conformamos con ir ascendiendo entre resbalones y roquedales que albergan líquenes y pequeñas matujas, que no sé cómo logran sobrevivir en este secarral. Las coladas de lava se abren a veces en grietas formadas por rocas grises, lisas, entre las que discurriría el fluido candente. En otras ocasiones el flujo derretido en oleadas negruzcas se ha quedado detenido en formas goteantes, endurecidas, fijas para la eternidad, o en aglomerados informes, de un curioso color rojizo, junto a manchas amarillentas. Y desde la altura, los conos se van alejando hacia el horizonte, hasta divisarse agazapados, casi perdidos, pueblecitos blancos, achaparrados, que no sé nombrar. 













Paramos a comer en Yaiza, un pueblito pulcro, recoleto, con una casa de cultura junto al sencillo ayuntamiento y la iglesia, y frente a los cuales se anuncia el Bar Stop. Tapas y vinos desde 1890. Una barra larga en la que se acodan trabajadores conejeros y algún turista despistado. Media docena de mesas pequeñas en las que comer, mientras el sol entra a bocanadas por la puerta. Tomamos garbanzada sabrosa, croquetas de pollo visible, pescado con boniato, las consabidas "tropicales" y una tarta de queso con moras. Todo exquisito. El precio nos hace alucinar de satisfacción. Necesitados de dinero, hemos de ir a Playa Blanca, donde se encuentra una sucursal de nuestro banco. Bajamos a una playa sin demasiada gracia. En su tiempo pudo tenerla; ahora la ha perdido con su sucesión de urbanizaciones  en serie. En el paseo marítimo, frente a un mar de estaño líquido, los guiris toman el sol en terrazas abarrotadas. Más allá, en Playa Dorada,  hay gente bañándose. Desde el nivel del agua, hay que volver a encaramarse a la zona de volcanes, tocados ahora de la luz dorada del atardecer, entre las casitas de los lugareños, con los cultivos protegidos del viento por los muretes circulares, y otras que parecen salir de una revista de estilo.  










En un súper cercano compramos provisiones para arreglar una cena de aliño. Hay tiempo para un chapuzón rápido en la piscina, con el agua a 20º, tonificante, antes de que el sol se oculte definitivamente y la oscuridad caiga de golpe. No hay que olvidar que es invierno. Se agradece un buen lugar de descanso donde dormitar, mientras vemos el Late Chou. Un día bien aprovechado. Mañana, jornada importante.

José Manuel Mora.

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