Lanzarote: César Manrique

Manrique

Luce un sol radiante al levantarnos. Quien atiende el desayuno es un colombiano cuarentón, que lleva aquí ya 17 años y que tiene claro que no se volverá a su país. ¡Qué bien se vive aquí!, nos dice. Salimos hacia el norte de la isla, apenas a 45 kms, a buscar  los Jameos del Agua, considerado un bien de interés cultural como jardín histórico, creado en 1977. El término "jameo", de origen guanche, se corresponde con un hueco producido por el hundimiento de un tubo de lava que quedó hueco al agotarse la colada. En este caso la oquedad es extraordinariamente grande. En ella, César Manrique (Lanzarote, 1919-1992), pintor, escultor, artista plástico,  concibió unos espacios en los que supo armonizar la naturaleza con una visión artística, dentro del respeto exquisito a aquella que le servía de base para crear. Al mismo tiempo se convirtió en un defensor acérrimo de la idiosincrasia de su isla y se fajó para evitar la explotación urbanística sin freno de la misma. Tras nuestros recorridos isleños, puedo dar fe de que lo consiguió que el paisaje fuera un valor moral. Recordaba de mi primer viaje la necesidad de visitar el lugar a primera hora, para evitar las aglomeraciones posteriores. No hay mucha gente a nuestra llegada. En el Jameo Chico hay instalado un restaurante y es allí donde se compran las entradas (15€), antes de pasar al Jameo Grande, donde brilla en la oscuridad la luz refleja en el espejo oscuro y quieto del lago natural que alberga, formado por la filtración del agua del mar, al estar situado bajo su nivel. El contraste con los verdes restallantes de las plantas que adornan la escalera que baja hasta la lámina de agua es brutal. El lucernario natural de la bóveda deja pasar la iluminación justa para convertir el lugar en un decorado mágico. 


Se sale a continuación a un espacio que, por contraste, todavía resulta más sorprendente. El artista concibió aquí una piscina encerrada entre las paredes de basalto negro, irregular, cortante; por oposición a esa oscuridad, el fondo y los bordes están pintados de un blanco inmaculado, en el que el agua refleja el azul purísimo del cielo y una palmera inclinada, que parece querer mirarse en el espejo dormido. Dan ganas de quedarse disfrutando de la paz del lugar. 



Por el lado opuesto se asciende por unas escaleras hasta el Jameo de la Cazuela, donde se ubica un auditorio natural con capacidad para 500 personas. Los asientos aprovechan la pendiente, que desciende hacia una plataforma. Dada la acústica natural del lugar, se celebran conciertos sinfónicos. Para quienes no tenemos la suerte de coincidir con uno de esos eventos, hay siempre grabaciones de piezas musicales que envuelven el lugar y crean una atmósfera emocionante. En la parte superior se abre otro de los boquetes que dan a cielo abierto, adornado con una escultura lineal, escueta, de diseño  atrevido. No me resisto a poner un pequeño vídeo que grabé. 
 

Desde allí, nos dirigimos hacia la cercana Cueva de los Verdes. Su nombre no tiene nada que ver con color alguno, sino que es el apelativo de la familia de pastores que guardaba allí su ganado durante las tormentas. También aquí Manrique convirtió el lugar en algo especial. Hay que hacer cola hasta conformar grupos de cincuenta personas que entran capitaneadas por una guía excelente, que nos advierte todo el tiempo sobre el peligro de darnos algún golpe en la cabeza, dado lo bajo y angosto de algunos pasajes. La iluminación acentúa en cada zona los distintos colores de las diferentes rocas y crean un ambiente irreal por momentos. Llegamos a un ensanche, convertido en un pequeño auditorio de perfecta acústica donde descansamos un poco. Al final se alcanza el borde de un precipicio profundo donde la guía propone un experimento sonoro que nos deja asombrados. La visita ha durado cincuenta minutos y ha resultado enormemente instructiva. ¡Qué gran tarea desarrolló Manrique! Y eso que aún no lo hemos visto todo.






















Nuestro siguiente destino es Haría, donde pretendemos comer. Es otro pueblito blanco, limpio, con enormes árboles frente a una iglesia pequeña y luminosa. Las calles están vacías a esta hora y el teleclub "Tegale" tiene unos cantos basálticos en la esquina enjalbegada. El potaje canario que nos ofrecen es de sabor potente con judías pintas, costillas, patatas y maíz. Mientras llega, unas croquetas de pescado animadas con mojo verde y rojo. Nos hartamos de pan, claro. Acabamos con bienmesabe, muse de gofio y torrija. Un festín. Paseamos luego bajo los árboles en dirección al Ayuntamiento, éste algo más historiado.


Y nuestro objetivo último, la Casa-Museo César Manrique, abierta como tal en 2013. Se alberga en la que fue hogar del artista desde 1986, que él rehabilitó a partir de un antiguo caserío de labranza, y que aún conserva mobiliario, ropa, objetos de decoración y obra de Manrique y de sus amigos. Se encuentra tal y como él la dejó. El conjunto da idea de su espíritu gozador, con sus baños con yacusi, piscina entre lava y palmeras en su interior. Su personalidad acaba por descubrirse en su estudio diáfano, alargado, exento, perfecto para aislarse y trabajar, y en los múltiples reportajes que se ofrecen sobre su figura en las distintas pantallas de la casa.  En ellos se muestra combativo contra la especulación constructora que afortunadamente sólo ha colonizado una parte de la isla. Su propósito fue siempre crear armonía entre el ser humano y su entorno, envolviendo ambos en la belleza, tal y como él la entendía. Murió en un accidente de coche a los 73 años. Su Fundación, sus propuestas, nos ayudan a disfrutar de esta tierra negra, sinuosa, acogedora en su desnudez.




















El regreso lo hacemos ya de atardecida, con la calima difuminándolo todo y dificultando la visión. Llego algo exhausto por la tensión de conducir de esa manera. Me relaja el visionado de las fotos y la escritura. Mañana volverá a ser un día de aventura.

José Manuel Mora.

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