Lanzarote: El Golfo.

El poniente

El viento del amanecer despeina brutalmente las palmeras, lo que tal vez anuncia un buen espectáculo en la parte occidental de la isla a la que  nos dirigimos: El Golfo, apenas a 14 kms. de nuestra residencia. Todo está aquí cerca. Al llegar observamos que se trata de una aldeíta de casas encaladas, bajas, hermosas en su sencillez, en su simplicidad lineal. Algunas de ellas son restaurantes, cerrados todavía a esta hora. Al final hay una explanada donde van aparcando los que llegan. 


Hay un senderito, acotado por una soga,  que conduce hacia el Charco Verde. La luz es lechosa y el contraste con las rocas es imponente. El charco queda separado del mar por un montículo de arena gris que lo deja encerrado al pie del roquedal. Las olas de un océano aparentemente en calma, baten contra los peñascos de la playa y lo convierten en una superficie de estaño hirviente. No se puede bajar hasta ella y nos conformamos con verla desde lo alto.









Tenemos una ruta a pie, hacia el norte, siguiendo la costa, hasta llegar a la Playa del Paso, apenas a tres kilómetros de distancia. Hay que seguir un sendero de pequeñas piedras de lava negra, sobre las que hay que pisar con cuidado para evitar hacerse daño en los tobillos con una torcedura, incluso para no caerse. A la izquierda el mar va alterándose y uno entiende cómo ha acabado por horadar un peñasco que emerge de la espuma, formando un puente natural que no creo que nadie se atreva a cruzar. 

Vamos atravesando la colada de lava que se fue enfriando y endureciendo en su descenso antes de acabar ahogándose al llegar al mar. No parece que pueda haber vida en este paraje tan agreste. Sin embargo las rocas se van tiñendo de verdes tibios, de amarillos pálidos, sombras de líquenes que luchan por absorber la humedad necesaria para florecer y entre los que habitan con toda seguridad animales que se mimetizan con su entorno. A pesar de la dificultad, vemos a gente por delante, lo que nos anima a seguir. 













La aspereza del sendero que va bordeando la costa cortada a pico, contra la que baten las olas, es cada vez mayor, y mis pies se resienten a pesar de ir bien calzado. A veces se producen oquedades, resultado del hundimiento del lecho lávico, y en otras ocasiones desde una elevación algo mayor diviso allá abajo la playa de arena negra, sola, reclinada hasta el borde del agua. En esta ocasión me rindo antes de llegar, aunque la componente femenina del grupo sí que logra llegar. Cuenta que el rumor del mar se sentía bajo el lecho de arena gris. La dureza de la senda era mayor que la distancia, perfectamente salvable, pero... Además hay que pensar en regresar al aparcamiento. El recorrido ha sido una toma de contacto directa con este suelo tan salvaje. 




 


  







La aldea se ha llenado de coches de los menos madrugadores. Los restaurancillos empiezan a llenarse de guiris. Hay incluso autobuses que descargan su contenido humano, que va siguiendo la soga que los llevará hasta el charco. Es casi una manifestación, lo que nos confirma en la necesidad de llegar a los sitios a primera hora. Nos encaminamos hacia Uga, donde sabemos de la existencia de una afamada bodega, donde paramos a comer bajo un emparrado de entorno ajardinado. La temperatura es perfecta. Ensalada de tomate isleño, exquisito, con aguacate, queso de cabra y aceitunas. Luego salmón desalado por ellos mismos, acompañado de tápenas y cebolla picadita. Cervezas heladas. Completamos con pulpo a la plancha y mojo. De postre, tiramisú de la casa. Hay que reponer fuerzas. Los precios no son los de los teleclubes en los que habíamos parado con anterioridad. El momento es tan redondo que lo damos por bien empleado. 


Luego, entre volcanes que parecen sestear en la calima de la tarde, volvemos hacia atrás, a la zona conocida como El Hervidero, pronto sabremos por qué. La cantidad de coches aparcados anuncia su espectacularidad. El mar golpea sin piedad las paredes escarpadas, de roca viva, por entre las que la gente se va metiendo para llegar a balcones de cuevas atronadoras, o a otros desde donde se ven las olas comenzar su lento galope sobre el lomo del mar, suave al principio, pero que se va encrespando hasta reventar contra el muro negro de basalto. La siguiente ya se aproxima en forma de montaña de espuma dispuesta a superponerse y contrarrestar a la anterior. ¡Ay de quien cayera en estas aguas! No sé si tendría salvación posible. El espectáculo reiterado de la efervescencia sonora, embravecida, es tan fascinante como las llamas de una hoguera. No se puede dejar de mirar.  
















De regreso, volvemos a reparar en la limpieza del trazado de las carreteras entre las lomas cónicas moteadas de ocres encendidos a esta hora de la tarde y rasgadas por barrancas secas. No me resisto a dejar dos imágenes vespertinas a modo de despedida.


Empezamos a sentirnos como en nuestra casa, recorriendo caminos ya conocidos que nos conducen al súper para hacer algo de compra. No creo que pueda tomar más que un yogur. La rutina nocturna se repite. El sueño llega de inmediato.

José Manuel Mora.

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