Lanzarote: El Norte

De norte a sur

Hoy haremos seguramente la mayor distancia al volante, 45 kms.: vamos hacia el norte de la isla, por un paisaje que se va volviendo más humano, menos volcánico, con un mar a la derecha que es una plancha de acero refulgente. Llegamos pronto al Mirador del Río. Quienes no están avisados, no saben lo que se van a encontrar. Tras un muro de piedras, donde está instalada la taquilla, se encuentra otra de las grandes genialidades de Manrique. En lo alto de un acantilado que se derrumba casi vertical hacia el mar, decidió esconder un balcón desde el que se divisa, dormida, quieta, casi flotando, La Graciosa, la que empieza a ser considerada ya la octava de "Las Afortunadas". Cuando estuve aquí en los ochenta, el poblado era un caserío diminuto al borde del agua. Hoy cuenta con 600 habitantes y una comunicación frecuente con su hermana mayor.


Se penetra en un espacio abovedado, encalado todo él, con suelo de madera abrillantado y un ventanal oblongo que se abre al mar y a la isla frontera, la mayor reserva marina de Europa, y en la que no hay ninguna carretera asfaltada. Del techo cuelga una lámpara diseñada por Manrique, de formas asimétricas de metal, que se dirían hechas para redirigir la luz, pero que en realidad están pensadas para amortiguar los sonidos y que la contemplación de los volcancitos de enfrente sea placenteramente silenciosa. Al salir a lo que es verdaderamente el balcón, el vacío se hace más presente. La estela de un ferry chiquito rasga ese "río" azul de apenas un kilómetro, que se dirige al pequeño puerto de dos espigones que sirve para proteger unas cuantas embarcaciones. Alrededor predomina un ocre desértico, plano, roto por unos conos parduzcos, ahora dormidos. Ni crucé la vez anterior, ni lo hago ahora. Sería un lugar para quedarse, y no hay tiempo.


Desde allí, seguimos camino en dirección sur. Se pasa antes por unos terrenos calcinados, virados en grises, que parece que hubieran servido de plató para rodar algún episodio de Star Wars. Hay pináculos cenicientos, arcos de roca que se desmenuza al tacto, cuevas oscuras, todo al pie de otro volcán que, con su tono caldera, contrasta enormemente con lo que vemos a pie de carretera. No sé su nombre. Paramos para descansar y hacer algunas fotos. No hay carteles de señalización. Zona desértica. No hay nadie, claro.


















Teguise, nuestro siguiente destino, está catalogado entre "los pueblos más bonitos de España". No sé quién juzga esto, ni cuáles son los criterios, pero lo cierto es que se trata de una pequeña localidad blanca, limpia, de calles bien trazadas, con casas encaladas en las que los marcos de madera de las ventanas, verdes o marrones, algunos con voladizos de trama apretada, como de claustro monacal, resultan elementos decorativos. El airoso campanario de la iglesia neomudéjar es de los más llamativos vistos hasta ahora, por su fábrica de color y su interior neogótico de mampostería para evitar nuevos incendios. La mayoría de los portales están ocupados por tiendas que venden naderías pensadas para los turistas. Recuerda un poco a nuestro Guadalest. Las calles están bastante vacías y el tiempo parece haberse detenido  en ellas. No da la impresión de que haya especulación urbanística. 
















Hay una atalaya con una fortaleza en lo alto, desde donde se divisarán todos los alrededores. Aunque se puede subir en coche, no lo hacemos y paseamos entre edificios de porte señorial. El palacete denominado Ico es ahora un hotel "boutique", cuya construcción se remonta al siglo XVII. No conozco las, al parecer, lujosas habitaciones, pero me quedé prendado de un patio muy canario, con plantas, madera, piedra volcánica en los cantos de las paredes blanquísimas. Un lugar perfecto para la lectura y el descanso. 















Decidimos comer en Tao, en otro teleclub donde nos preparan arroz caldoso con mejillones y calamares. Una delicia satisfacerse en estos sitios. Sin embargo nuestro destino es Tahíche, para visitar la Fundación César Manrique, cuya figura parece planear sobre toda la isla con una influencia benéfica.  La presencia de un nuevo volcán de tono pardo se enseñorea de todos los alrededores, a cuyos pies está el pueblo. 

Cuando hablaba antes de la presencia de Manrique me refería no sólo a la preservación de entornos, paisajes y poblaciones, sino a señales con formas móviles, que el artista denominó "juguetes del viento". Uno de ellos señala el lugar donde se encuentra el que fue su primer hogar y que es hoy la sede de su Fundación. Hay otros que se encuentran en las rotondas de la isla como un tótem antiguo y protector, que se moviera al capricho de los aires.

















Este último, tan colorido, está situado ante la entrada de la casa que el lanzaroteño se construyó, según cuenta, al azar de una mata que arrancó y que dejó un agujero que él siguió excavando, hasta descubrir otra cueva lávica vaciada tras el enfriamiento de los materiales, donde él fue diseñando distintos espacios, a cual de ellos más sorprendente. Y una vez más, la negrura de la lava contrasta con el blanco inferior de habitaciones circulare subterráneas, que se comunican por estrechos pasadizos entre sí. Son salas de estar para compartir con los invitados, o bien otras más íntimas. Algunas con lucernarios naturales atravesados por una palmera huérfana. Hasta que se llega a otra piscina, ésta más íntima que la de los jameos, donde se escucha el murmullo de un hilo de agua al caer en la alberca en medio del silencio de las plantas. Es evidente que era un vividor.



   


 En la planta principal se encuentra gran parte de su legado, en forma de objetos de coleccionista, máscaras, esculturas, infinidad de fotografías que muestran que se codeó con artistas, políticos, y toda clase de gente que le supusiera un mínimo de interés humano. Hay muchos vídeos con entrevistas que lo muestran combativo y divertido, performer antes de que la palabra se pusiera de moda. Y una de las ventanas que se abre a un mar petrificado de lava negra y arrugada, con el cono vigilante al fondo. 



























Fuera, aún queda luz y tiempo para disfrutar de un descanso en el jardín que diseñó y adornó con un mural de azulejos de aires mironianos y llenó de plantas típicas de esta isla maravillosa, en la que hasta el sol parece querer ponerse tras el horizonte con discreción.























Y con ese sol en los ojos conduzco hacia Arrecife, donde ni siquiera entramos, por ser una de las partes de la isla que no pudo resistir el ataque de la especulación y que es un puerto intercambiable con cualquier otro de la costa que haya sido colonizado por amarres deportivos, hoteles y urbanizaciones sin cuento. Aún tenemos ocasión de cruzarnos con otros dos juguetes manriqueños. 



















Llegamos a La Asomada, donde se encuentra nuestro refugio, con necesidad de descanso. Mañana será nuestro último día de estancia.

José Manuel Mora.

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