Lanzarote: Timamfaya

Volcanes, vides

Hoy volvemos a acercarnos a los volcanes. Como imaginamos la cantidad de gente que va  a haber, decidimos procurar llegar antes de la masificación al Parque Nacional de Timanfaya. El día ha amanecido nublado y ventoso. Los coches van aparcando en un terreno en pendiente, desde donde vemos cómo van saliendo los autobuses que hacen el circuito. La entrada cuesta 22€ por persona y realiza un recorrido entre los veinticinco volcanes que están incluidos en el parque. La carretera es una cinta estrecha y gris que culebrea entre conos y coladas dormidos desde 1730. El más alto, la Montaña del Fuego.


Al ser un territorio protegido, no se permite bajar a caminar o hacer fotos. Ni siquiera los guías que trabajan para el Cabildo pueden entrar con grupos reducidos. Hay que conformarse con ir haciéndolas desde la ventanilla del bus, con todos los reflejos del mundo. Algunas calderas abren varias bocas al cielo, esperando un agua imposible. Los líquenes y los arbustos perseveran a pesar de todo y logran sobrevivir. El paisaje tiene un aire lunar, desierto, sin vida aparente. Algunos ejemplares vegetales están protegidos por muros de piezas de lava que les evitan el aire. La africanidad del terreno es evidente. Hay pocos comentarios en voz alta. La grandeza del paisaje nos deja mudos. A pesar de las restricciones, la visita merece mucho la pena. Al bajar del bus, la gente se arremolina entre los empleados del parque, que dan explicaciones sobre la naturaleza del terreno y muestran cómo unos rastrojos se incendian por sí mismos, con sólo meterlos dos metros bajo tierra. En otro punto el experimento es echar agua en un pequeño agujero, para ver cómo sale convertida en un geiser ante el asombro de la concurrencia. 



 











Como vamos conociendo el terreno, volvemos a parar donde el primer día para intentar darle la vuelta al enorme cono negro cubierto de lapilli, a cuyo pie aparcamos. A veces la ventolera parece que quisiera tirarnos al suelo, a lo que se añade la dificultad de resbalar por la gravilla oscura al intentar ascender. Será imposible llegar a la cima. Nos conformamos con entrar a la caldera por la parte de atrás. Alguien ha levantado muros semicirculares para proteger las pocas plantas que se atreven a convivir con los restos de la vieja erupción. Decidimos volver al coche y seguir la ruta.



Aunque sabemos lo que nos vamos a encontrar, volvemos a detenernos en el lugar en el que los camellos esperan pacientemente a cargar sobre sus jorobas a los turistas, que quieren vivir la experiencia africana, muertos siempre de miedo y risa cuando el animal se pone erguido sobre sus patas e inicia la travesía. Viví la emoción hace cuarenta años y no la vamos a repetir, aunque hay cola de guiris dispuestos a subirse a los chepudos animales. Lo vemos con distancia, como si fuéramos ya conejeros de toda la vida.


Y llegamos por fin a La Geria, zona de bodegas, donde se han especializado en el cultivo de vides en los lapilli, protegidas del viento por los muretes semicirculares que dan una personalidad especial al paisaje, dotándolo de costurones o tatuajes en las faldas de las montañas. Nos quedamos en el Rubicón, donde se puede visitar un pequeño museo vinícola en el antiguo caserón del vinatero. El recorrido permite hacerse una idea del modus vivendi de quienes podían permitírselo: patio encalado al que da la biblioteca, el comedor señorial, la antigua cocina de leña, la fresquera para los alimentos en un altillo. El antiguo encargado, un señor que lleva la sordera y los ochenta con dignidad, va explicando cada una de las estancias y sus particularidades, cómo debían importar el agua desde la costa africana, dada la sequía. 











Hay un restaurante soleado y protegido que mira a los viñedos, donde comemos estofado de cabra, típico aquí, regado con un vino blanco del terreno, muy bueno. Me acuesto después a descansar en uno de los resguardos, ahora sin cepas, calentito al sol, protegido del aire. Al llegar a nuestra suite nos bañamos en la piscina, que parece ser exclusiva para nosotros, aunque sea común.


A la hora de la cena, unas tortillas en nuestra cocina y unas cervezas nos permiten encarar la noche con tranquilidad en medio del silencio oscuro que nos rodea.

José Manuel Mora. 

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