Bellas artes, de Duprat y Cohn

Malas artes

Cuando me enteré del nombre de los creadores, sabía que iba a intentar verla. La temática que ofrecía la sinopsis era un plus de atracción, que se ponía de manifiesto desde el título, ya que llevo cincuenta años visitando museos y los de Arte Contemporáneo me han deparado descubrimiento y asombro, a veces también decepción. Bellas Artes es una miniserie de apenas seis capítulos de media hora cada uno, de las que uno se puede ventilar en un finde. Duprat y Cohn ya me habían mostrado la mala baba que se gastan y cómo ésta puede devenir en risa franca. Su peli, El ciudadano ilustre, fue la que me hizo descubrir, allá por 2016, a ese inmenso actor que es Óscar Martínez. Luego vendría la reciente El encargado, que aún me hace reír cuando la recuerdo. En ella el prota absoluto era G. Francella, una institución en la Argentina. Se puede ver en Movistar+ desde el mes de abril, y es una producción española.


Ya el arranque, con la selección del que será director de Museo Iberoamericano de Arte Moderno, un "varón, mayor, blanco y heterosexual", según él mismo  se declara, será el elegido contra todo pronóstico, y comenzará a dar muestras de un carácter infatuado, cínico, pero que tendrá que hacer frente a los problemas que surgen en la gestión de un espacio que suele apostar por lo experimental, aunque tras ello haya muchas veces auténticos profesionales del tongo escondido tras la provocación banal de un supuesto vanguardismo, o de los egos más crecidos, o los enfrentamientos con los sindicatos, o con los intereses del Ministerio del ramo. La impresionante voz de Martínez expresa lo que el propio actor reconoce que piensa sobre las cosas que suceden, por lo que no le debe de haber costado mucho encarnar al personaje. Lo que está claro es que se muestra como alguien que está en contra de lo políticamente correcto y dispuesto a hacer prevalecer su criterio por encima de todo, y lo hace con una sobriedad y una credibilidad fuera de dudas.  


El cameo de Pepe Sacristán tiene la fuerza a la que nos hemos acostumbrado, con una presencia y un magnetismo en sus réplicas que ponen  firmes a quienes lo escuchan. Ana Wagener mantiene la autoridad política con sus muestras de su poder administrativo, no exento de amiguismo. De todas esas confrontaciones, lo que queda para el espectador, que no ha dejado de sonreír, es tener claro si el propósito de los creadores ha sido la denuncia de la farsa a la que se ha llegado en algunos ámbitos artísticos, o bien  una parodia desmelenada, exageradísima, muy divertida. Una advertencia: el final queda abierto, como a la espera de una segunda temporada.

José Manuel Mora.





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