Lyon, toma de contacto

Huyendo de la quema

Mi primer viaje al extranjero, con 20 años, fue precisamente a Lyon, para dirigirme a Oyonnax, en el departamento del Ain, donde me esperaba un trabajo en una fábrica de plásticos. Le dedicaría un mes y con las ganancias pasé una semana en París. Sólo recordaba la voz de los altavoces advirtiendo que llegábamos a Lyon-Perrache, trois minutes d'ârret, nombre de la estación, que a mí me pareció enorme entonces, claro. Las fotos de unos amigos que fueron el año pasado nos animaron a huir de las Hogueras de San Juan durante cuatro días. La llegada al aeropuerto de la ciudad, de nombre Saint Exupéry, tras un vuelo de apenas dos horas que paso dormido debido al madrugón,  me trae a la mente obras de Calatrava. Todo está bien indicado.

Hay que tomar un tren SNCF hasta Vaulx-en-Velin, dos paradas (29€ ida y vuelta), y allí subir al metro línea A (2€ el billete), que nos deja en el centro de la ciudad, en Perrache, estación que ha sido remodelada y ampliada en un estilo brutalista, que corta la ciudad por la mitad con sus vías de tren y sus autopistas subterráneas. Ya el viaje en el metropolitano nos pone de manifiesto lo que ha cambiado la sociedad francesa. Una mixtura de razas, colores, atuendos, muestra que los migrantes, de segunda y es posible que de tercera generación, están aquí para quedarse. Son el reflejo de la antigua colonización francesa: centroafricanos, magrebíes, vietnamitas... Todo el mundo tiene aire de gente laboriosa, que se dirige a sus quehaceres. A pesar de las ayudas del navegador, llegar a un lugar desconocido supone tener que situarse y orientarse. Hace fresquete y amenaza lluvia. Vamos tirando de maleta hacia el sur de la "casi-isla", entre el Saona y el Ródano. En medio de los jardines que cruzamos, descubrimos una serie de tiendas de campaña, asentamientos de los "sinhogarismo", que van surgiendo en nuestras desarrolladas sociedades. Ya los vimos también en Canadá, o en nuestro castillo de S. Fernando alicantino.

Buscando la rue Ravat se desata un aguacero fuerte que nos obliga a refugiarnos en un pequeño bistrôt, "Le vieux garçon", que a las doce está ya lleno. ¡Qué raros estos franceses!, en vez de comer a las tres, como todo el mundo... El plato del día es pollo al horno con patatitas, acompañado de unas ensaladas exquisitas, muy lionesas: una con pulpo y otra panceta ahumada y huevo. Con cervezas, la cosa se pone en 25€, bastante aceptable. Es la primera vez que alquilamos en la plataforma Airbnb y nos resulta curioso que quien pone el apartamento a disposición de los turistas, no aparezca. La llave está en una cajita con combinación que hemos recibido por whatsapp, y que está colgada en un aparcamiento de bicicletas cercano (?). El apartamento es amplio y luminoso, un quinto piso. La cocina permitirá preparar desayunos y cenas. Me quedo dormido en el sofá del salón. Y a las tres de la tarde ya caminamos por la avenida Charlemagne, recorrida por tranvías silenciosos. Hay mucho arbolado, no como sucede en Alicante, donde está siendo talado por su alcalde, y todo está muy limpio. Paramos en un cafetín con terraza exterior a tomar unos noisettes, y seguimos por V. Hugo, adentrándonos en el centro de una ciudad de porte señorial, en cuanto a edificios decimonónicos, fuentes historiadas, personajes importantes a caballo en un pedestal (Louis XIV), plazas inmensas peatonalizadas...










Es viernes y cada vez hay más gente maqueada en la calle. Pronto llegamos a la plaza Terraux, donde se ubica el Ayuntamiento de la ciudad. Muestra una fachada imponente, dieciochesca, y está flanqueado por el Museo de Bellas Artes. En un lateral de la extensa plaza rectangular, luce una fuente mitológica, con una mujer que domeña cuatro briosos caballos que casi chapotean en el agua del estanque. En su borde todos los turistas se detienen para hacerse la consabida foto. Nosotros también. Fue diseñada por Bertholdi, quien también fue responsable del regalo francés al  pueblo estadounidense, la estatua de la Libertad. 



Detrás del Ayuntamiento se encuentra la plaza del Teatro de la  Ópera, un edificio de solera, finisecular, creado por el mismo que diseñó el Panteón parisiense y que ha necesitado de transformación integral, para aumentar su caja de decorados y tramoya. Han recurrido a J. Nouvel, que lo ha coronado con un arco semicilíndrico de vidrio que duplica la altura del original y del que sólo conservó las paredes exteriores. Ahora se ha convertido en un edificio de referencia, aunque hubo mucho debate ciudadano. Lástima que esta vez no hemos podido asistir a ninguna representación para verlo también por dentro. Hay visitas guiadas, pero no a esta hora de la tarde. 

Hay música por todos lados. Nos enteramos de que el 21 de junio Francia celebra su Día de la Música. Al penetrar en el Museo para conocer horarios de una próxima visita, descubrimos que en las arquerías del claustro está teniendo lugar un curioso concierto. El Dúo Merline toca instrumentos de carácter oriental, uno de cuerda y otro de percusión, que tienen fascinados a las cien personas que escuchan de pie o en sillas de tijera.

Los seguimos oyendo mientras recorremos el claustro, en cuyo centro hay un pequeño jardín con esculturas, algunas, réplicas de Rodin. Hay un muchacho que intenta captarlas con sus lápices en un cuaderno. Otros ancianos leen el periódico. Es esa hora dulce de la tarde, con una luz suspendida de las ramas más altas de los árboles, ya sin sol. El momento es casi mágico. 









Podemos acceder de manera gratuita a una exposición temporal que pone en relación a la metrópoli que fue, con algunas de sus colonias. Y allí encontramos piezas realmente sorprendentes, por su rareza y por lo inesperadas: tapices, relieves, porcelanas y un retrato que me resulta muy curioso, de un pintor holandés del s. XVIII, al que no había oído nombrar, Godfried Shalken: Jeune fumeur allumant sa pipe à la bougie.  




Y ya vamos regresando por otra de las grandes arterias de la ciudad, République, peatonal, que viene a ser el tontódromo que se ha ido instalando en todas las urbes grandes, repletos de todas las tiendas de moda, réplicas unas de otras. Observo un cierto aire provinciano en este desfile de gente, sobre todo joven, con sus mejores galas, según su origen, su cultura, muestra de una Francia enriquecida por la diversidad. Los aires musicales siguen presentes y observo de nuevo esa peculiaridad tan francesa de sacar los libros a la calle para mostrarlos y animar a que sean comprados. 










En nuestro deambular encontramos edificios emblemáticos que siguen hablando de la importancia de la burguesía lionesa, el Palacio de Comercio, una pequeña iglesia gótica, un edificio todo de cristal azul marino, con aires de nave espacial. Conviven lo antiguo y lo rabiosamente moderno sin que chirríe. Hay un sol poniente y un aire suave que todo lo dulcifica. Nos sentamos a cenar en la Plaza Carnot. El camarero es un cincuentón de piel bronceada gracias a que pasa los fines de semana en Mallorca. Tiene un nivel aceptable de español y es divertido y ocurrente. Los raviolis sin carne, con setas y queso fundido por encima están sabrosísimos. 










Encaramos la Charlemagne por territorios que ya nos resultan familiares. En el interior de una iglesia neogótica acaba de terminar un concierto de jazz. Las luces son muy "psicodélicas", que se decía en mi juventud. Hay mucha gente joven que va saliendo con tranquilidad y aires de satisfacción. Nosotros llegamos a casa derrotados, tras los 14 kilómetros que marca la aplicación del móvil. Y no se puede uno quejar, ya que para conocer las ciudades es preciso patearlas como hemos hecho. Escribo con dificultad antes de caer derrotado. 

José Manuel Mora.






Comentarios

Virginia Portal ha dicho que…
No me puede gustar más acompañaros en vuestros viajes.